– ¿Cómo estás, Jaime? -preguntó.
– Bien, cariño. ¿Y tú?
– Excelente. Me había quedado dormida.
– Lo he notado. Y con mi hombro de almohada.
– Me gusta. Dime, ¿cómo has pasado el día?
– Contigo, estupendo.
– ¿Y qué opinas de mis amigos?
– Sorprendentes.
– ¿Por qué?
– Porque son algo más que un grupo de amigos. ¿De qué se trata? ¿Una secta religiosa? ¿Qué pretenden? ¿Por qué me invitaste a la reunión?
– Son mis amigos, Jaime, y tú también. He querido que los conocieras. ¿No es lo normal? -Karen se había incorporado y ahora le miraba al hablar.
– Sí, pero ellos no son unos amigos normales. Tienen una forma común de ver la vida. Y parece que un programa. Y una religión. No es lo que uno espera de un grupo de amigos.
– ¿Y por qué no? Tenemos creencias comunes y eso nos hace ser afines en muchas cosas, luego somos un grupo de gente unida y, por lo tanto, amigos.
– Bien, ¿y qué me dices de los discursos de vuestros gurús? Kevin Kepler ha hablado de disciplina. ¿Era eso una reunión de amigos o la promoción de una secta?
– Los que tú llamas «nuestros gurús» son gente que tiene cosas que decir que interesan al resto. Y se les escucha con respeto. ¿Qué problema hay en compartir principios y creencias? ¿Es que es mejor que nos reunamos para comentar el último partido de béisbol o el último modelo de coche de importación? ¿O que nos citemos en el bar de moda para hablar de cuánto hemos ganado en la bolsa? Creí que te interesaban temas más profundos, Jaime; por eso te invité. Parece que me he equivocado. Si es así, lo siento. -Con expresión seria Karen apartó su mano de la de Jaime.
Él se alarmó, no quería estropear el día con una discusión; su mano abandonó la rodilla de ella para regresar al volante. Tardó unos minutos en contestar.
– No; no te has equivocado, y te agradezco que me presentaras a tus amigos y la oportunidad que me ofreces de saber más de ti. Sólo que no es lo que yo esperaba.
– Por lo que tú me contaste, creí que te interesaría.
– Algo de lo tratado me interesa, y lo cierto es que siento un vacío que no puedo llenar. -Jaime decidió desactivar el conflicto y confiarse-. He renunciado a mis utopías de juventud, sin tener nada que las reemplace. Y también siento como si traicionara la tradición que te conté de mi familia.
– ¿La historia de tu abuelo y de tu padre? ¡Cuéntame algo más de ellos!
Jaime se sintió aliviado al ver de nuevo la sonrisa de Karen. Era como si, al iniciarse el ocaso de aquella tarde de invierno, estuviera amaneciendo un sol mucho más bello.
– La historia es larga.
– También el camino a casa es largo.
– Intentaré resumir.
Karen se acomodó en el asiento, mirándolo como el niño pequeño al que le van a contar un cuento maravilloso.
– Mi abuelo paterno luchó en una vieja guerra civil europea por su libertad, la de sus hijos y la de su pequeña patria. Murio sin conseguir nada de ello. Lo único que logró fue dar su ejemplo a su hijo, mi padre. Le hizo prometer que sería un hombre libre, que no se dejaría pisar y que siempre lucharía por sus ideales.
»Mi padre, Joan, emigró a Cuba, donde durante muchos años trabajó para su tío, instalado en La Habana, y con su ayuda fundó un comercio floreciente. Pasado el tiempo, ya con un buen patrimonio, se casó con una señorita de la sociedad. Allí nací yo. Mi padre simpatizaba con la revolución de Castro e incluso la ayudó clandestinamente.
»En la Nochevieja de 1959 los revolucionarios entraban en La Habana, y Batista y los suyos huyeron. A pesar de la consternación del resto de la familia, en casa de mis padres se brindó alegremente por el futuro y por la nueva vida en libertad.
»Muy pronto mi padre se desencantó. El nuevo año trajo una nueva forma de dictadura. Las tensiones con los norteamericanos llevaron a Castro a apoyarse en los rusos, y pronto se prohibió el comercio con Estados Unidos.
»Eso arruinó a mi padre económicamente. Y fue también un gran golpe moral, ya que él había puesto su pequeña aportación para aquel cambio. Había creído en el mensaje de libertad, y ahora perdía gran parte de la suya. Mi madre le dijo: "Joan, esto va de mal en peor. Ese Castro nos hace comunistas a todos. Vayámonos mi amor, antes de que la situación se estropee más."
»Vendieron lo que pudieron y con algún dinero ahorrado embarcaron hacia Estados Unidos. Podíamos haber ido a España, donde la familia de mi padre nos ofrecía su ayuda para instalarnos, pero Joan proclamó que no viviría más en una dictadura y que escogíamos la libertad. Y de nuevo se confió al mar como el ancho camino hacia su utopía.
»Desde el barco vimos la estatua de la Libertad al entrar en el puerto de Nueva York. Yo era demasiado joven para recordarlo, pero mi madre lo cuenta. Mi padre me cogió en brazos y, sujetándome con su brazo derecho, puso el izquierdo en los hombros de mi madre. Luego desde la cubierta del barco, contemplando aquel maravilloso símbolo, nos dijo solemnemente: "Ésta es la patria de los libres. Llegamos a la libertad."
»El inicio de la nueva vida fue durísimo. Los amigos que por negocios tenía mi padre en Nueva York sólo le consiguieron un trabajo como vendedor comisionista. Su zona era la que nadie quería. Comprendía Harlem y otros barrios pobres. Con su deficiente inglés y una familia a la que alimentar, Joan no podía escoger.
»Cuando cubría los barrios marginales, empezaba a trabajar muy pronto por la mañana. Muchos de sus clientes hablaban español y eran emigrantes recién llegados a la gran urbe de la libertad. No confiaban en los bancos, y mi padre tenía que cobrar las ventas en la trastienda, dólar sobre dólar en efectivo, sabiendo que en aquellos lugares su vida valía mucho menos que el puñado de dólares arrugados cobrados en la última "bodega" que llevaba en el bolsillo.
»Cerca del mediodía Joan intentaba abandonar los barrios peligrosos. Era el momento en que las gangs de muchachos despertaban después de una noche de acción y empezarían a plantearse cómo lograr el dinero para sus necesidades del día.
»Y Joan supo lo que era el miedo. No por su vida, sino por la de mi madre y la mía si él era asesinado. Y supo que mi madre también tenía miedo. Y también supo que no era libre. Que no le alistaba aquel trabajo, pero que era el único que tenía, y él era responsable de una familia. Pero lo peor era el miedo en la mañana, cuando se despedía con un beso, pensando qué sería de nosotros si él no regresaba por la noche. Y aun en las ocasiones en que se enfrentó a una navaja, sabiendo que el sustento de la familia e incluso su trabajo dependían de los dólares que había escondido en su viejo traje de vendedor, su temor era menor que cuando se despedía por la mañana.
»No era libre. No podía ser libre con tal inquietud, nadie podía ser libre de aquella forma.
»Mi padre siempre dice que en Nueva York hay dos estatuas de la Libertad. Una es gigantesca, de expresión seria y distante. Se la puede ver desde muy lejos, pero es inalcanzable, dura y fría como la piedra con que está hecha.
»La otra es pequeña y está escondida. Es amable, fácil, sonriente y cálida. Está cubierta de oro y se ofrece generosa a quien es capaz de encontrarla. Pero sólo la ven los emigrantes escogidos. Los que llegan con mucho dinero.
»Pasaron unos años, y nuestro inglés y la situación económica de la familia mejoraron algo. Pero mi padre no era feliz.
»Un buen día nos fuimos hacia el oeste, de nuevo en busca de la libertad. Y así llegamos al sur de California, donde mi padre montó un pequeño negocio que funcionó bien, pero no tanto como el de La Habana. Aquí es donde nos convertimos en ciudadanos americanos y donde yo crecí.
– Pero si tu padre sintió tal desengaño con este país, ¿por qué se hizo ciudadano?
– No lo sé seguro, pero quizá lo hizo porque este país es lo mas próximo a su sueño que ha podido encontrar. Te invitaré un día comer a casa de mis padres y le haremos la pregunta al propio Joan.