– Bien, ¿y qué crees que le va a pasar a ella? No la han despedido y en teoría la Corporación la apoya como víctima de acoso sexual. Pero sólo lo hacen porque tienen miedo a un escándalo y un posible juicio. Por eso lo hacen.
»Pero ella va a quedar marcada para toda su vida profesional, porque sus jefes son unos sucios machistas como tú, que siempre se referirán a ella como "esa puta que se acostaba con Daniel para que la ascendiera y luego le muerde la polla". Su futuro profesional en la Corporación es nulo. Linda ha demostrado un gran valor al librarse de él de la forma en que lo ha hecho.
– ¡Qué valor ni qué pobre chica! Nadie la perseguía. Se acosaban juntos y lo hacían fuera de la oficina. Ahora imagina que ella es la jefe y la situación es a la inversa. Todo el mundo se reiría de él y Linda jamás sería despedida.
– Puedes desviar la conversación si quieres, pero yo apruebo los métodos que ha usado para recuperar su libertad. Y la apoyo.
– Karen, ésa no es la forma. -Repuso Jaime luego de unos instantes de silencio. Karen se deja llevar por las emociones y no razona lógicamente, pensaba-. Imagina que lo nuestro se termina por tu parte, que yo continúo queriendo verte y tú no, aunque yo insista. ¿Qué necesidad tendrías tú de denunciarme como alguien de un grado superior que te acosa? Estoy seguro de que tú no lo harías.
Karen le miró y calló. Hubo un brillo en sus ojos azules y un esbozo de sonrisa bailaba en sus labios.
– ¿Ah, no? ¿Cómo lo sabes? -preguntó con suavidad.
Jaime empezó a sonreír conforme la sonrisa de ella se iba ampliando. La fuerte tensión entre los dos estaba desapareciendo. Y él se sentía aliviado.
– Porque tú eres una chica con principios morales y jamás me harías eso.
– Pero soy también una chica ambiciosa. Imagínate que no me das lo que yo quiero cuando yo te he dado todo lo que tú querías. Me podría enfadar mucho.
– Pero lo que tú quieres y lo que yo quiero es lo mismo. ¿No es así, cariño?
– No seas tan vanidoso ni estés tan seguro.
– Pero tú jamás lo harías.
– Linda es mi amiga, y yo le aconsejé como amiga y abogado. No dudaría un instante en hacer lo mismo.
Karen no sonreía y pronunció las palabras con un énfasis especial. Jaime notó cómo su propia sonrisa se borraba de su cara. Después de un incómodo silencio en que ambos mantuvieron la mirada, Karen soltó una alegre carcajada.
– ¡Te tengo en mi poder, señor vicepresidente! -exclamó con dulzura.
– Bromeas, ¿no es cierto?
– Claro, cariño. Desde luego. Pero ella es mi amiga.
Jaime la miró con suspicacia. Sentía en su interior que ella era muy capaz de hacer lo que Linda había hecho. No creía que bromeara. Y había una amenaza cierta flotando entre ambos. ¿En que lío se habría metido acostándose con Karen? Sintió de pronto una intensa, pero placentera sensación de peligro que le era extrañamente familiar.
– Además, debes ver el aspecto positivo de este asunto -continuó Karen-. Con Douglas fuera, de irse tu jefe, es casi seguro que tú serías ascendido a presidente de Auditoría. ¡No está mal para un hispano!
Jaime intuía que el juego iba más allá y que la amenaza seguía allí. Una sensación, mezcla de atracción irresistible y temor a un peligro oculto pero cierto, lo invadió.
Oyó una voz interna advirtiéndole: «Como mariposa a la llama.»
MIÉRCOLES
26
El sol se ocultaba, y el senador McAllen miró los eucaliptos, palmeras y grandes matas de adelfas que bordeaban la carretera y que ya escondían sombras en su interior.
– Es testarudo -comentó a su acompañante-. Es como un viejo rey y tiene formas y actitudes de tal. No nos pondrá las cosas fáciles.
– Lleva usted un mensaje del presidente de Estados Unidos, senador, y eso abre todas las puertas del país y las de la mayoría del resto del mundo.
– No, John; no necesariamente la de David Davis -se quejó McAllen-. En realidad Davis se cree que el presidente le debe el puesto a él. Y lo proclama sin ningún rubor.
– Puede ser cierto.
– Lo sea no, el caso es que Davis espera que el presidente siga sus instrucciones y no viceversa.
– ¿Es la Torre Blanca más poderosa que la Casa Blanca? ¿Está el rey por encima del presidente?
– Para Davis, este país es una monarquía; él, el rey, y el presidente, su primer ministro. -McAllen suspiró.
La limusina y los cuatro motoristas de la policía que la escoltaban pararon frente a la gran verja de hierro que daba acceso al rancho. Las cámaras de seguridad observaron al grupo atentamente.
Cuando las puertas se abrieron, se encontraron con dos hombres, en traje, rodeados de guardas, también en traje y sosteniendo fusiles automáticos, esperándoles. Parecía un pequeño ejército en formación.
McAllen sabía que no estaba todo a la vista e instintivamente buscó con su mirada a los tiradores dispuestos entre los espesos arbustos del jardín. No pudo ver a ninguno.
Las puertas se cerraron, y uno de los Pretorianos se dirigió a la ventanilla del senador.
– Bienvenido, senador McAllen. Es un placer verle aquí de nuevo.
– Gracias, Gus. Conmigo viene el señor Beck.
– Un placer, señor Beck -saludó Gutierres a través de la ventanilla-. Le esperábamos también a usted.
– Placer -repuso Beck sucinto.
– Senador, ya conoce usted las costumbres de la casa. Me temo que su escolta y su coche tendrán que quedarse aquí. Mi colega acompañará a su comitiva al edificio de recepción, donde serán bien atendidos.
– Bien, bien -gruñó McAllen mientras hacía una seña a Beck para que bajara del coche.
Otro coche se detenía en aquel momento frente a ellos, y el conductor bajó, dirigiéndose sin preámbulos a Beck.
– Estoy seguro de que el señor Beck, dada su profesión, lo entenderá -dijo Gutierres mientras el pretoriano empezaba a cachear al hombre sin demasiados miramientos-. Es el procedimiento de rutina.
El guardaespaldas encontró el revólver que buscaba pero nada más y, quitándoselo sin pronunciar palabra, lo guardó en algún lugar de su amplia chaqueta.
– Naturalmente le devolveremos su «amiguito» a la salida, señor Beck. Disculpe las molestias -le consoló Gutierres. Luego se dirigió a McAllen-. Imagino que como de costumbre el senador no va armado. ¿No es así, señor?
– No voy armado -confirmó McAllen con cierto fastidio.
– Gracias, senador. Podemos subir al coche.
El trayecto fue de pocos minutos, siguiendo una carretera de un solo carril por sentido y flanqueada por altas palmeras y hermoso césped. Más lejos se veían grupos de árboles y jardines.
Bordearon una cerca en cuyo interior se encontraban caballos y al fondo se veían unos edificios que debían de ser las caballerizas. Al fin llegaron a los jardines del edificio principal; una amplia y bella casona de estilo colonial español, donde el coche se detuvo.
Beck pensó que no se parecía demasiado a las típicas construcciones modernas de Los Ángeles que con madera, azulejos y estuco imitaban el estilo. Aquello parecía auténtico y con más de un siglo de antigüedad. Debía de haber sido la gran casa de uno de los ranchos del sur de California, en tiempos de España y luego de México.
Gutierres les condujo al interior y luego a uno de los grandes salones laterales. Era una biblioteca construida en caoba y nogal, donde los libros llegaban hasta un techo decorado con artesonados de madera trabajada. El fuego saltaba alegre en la chimenea de piedra esculpida con motivos platerescos, dando a la gran sala un aspecto acogedor y familiar.