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El juglar reaccionó tarde y sólo tuvo tiempo de dar un paso atrás mientras su laúd caía al suelo.

Miguel le agarró con una mano el cuello mientras le pinchaba el pecho a la altura del corazón.

– ¡Te voy a enseñar, traidor, lo que le ocurre a quien insulta a nuestro señor!

El juglar parecía un muñeco en manos del hombretón rubio, que lo colocó delante de sí agarrándole del pelo, apoyando la daga en el cuello y haciéndole mirar hacia Jaime. Detrás de Miguel se había colocado otro hombre rubio que todo el mundo identificó como Abdón, el escudero, también con la daga desenvainada cubriendo las espaldas de su señor.

– ¡Piedad, señor! -acertó a gritar Huggonet-. ¡Lo dicen los franceses no yo!

Con más ruido de copas y platos, Hug saltó a su vez por encima de la mesa, mientras sacaba su daga gritando:

– ¡Soltadlo, Miguel!

La multitud se sacudió en un rugido, y grupos de caballeros y tropa intentaban llegar al centro del círculo, algunos ya con cuchillos en mano. Los guardias del rey no conseguían contener a la soldadesca exaltada.

– Soltadlo vos si os atrevéis -contestó Miguel mostrando en una amenazante sonrisa unos dientes que le conferían aspecto aún más leonino. Mientras, presionaba con su daga el cuello del juglar, que intentaba echar la cabeza hacia atrás.

Huggonet gritó con una voz que no recuperaba su potencia:

– ¡Oh, rey Pedro! ¡Salvadme! ¡Traigo recado para vos!

Jaime recuperó la iniciativa. Era obvio que, en unos instantes, otra batalla ocurriría en aquel lugar, y levantándose gritó con una voz tan potente que logró dominar el tumulto y que a él mismo sorprendió:

– ¡Deteneos todos! ¡Quien dé un paso más será ahorcado en la madrugada! Y vos, Miguel, soltad de inmediato a Huggonet.

– Sí, mi señor -dijo Miguel al tiempo que con su daga hacía un rápido corte en el cuello del juglar.

Y Huggonet cayó a los pies del aragonés con el cuello ensangrentado.

32

Como en el despertar de una pesadilla, Jaime continuaba viendo el cuello bañado en sangre de Huggonet y la sonrisa de Miguel de Luisián. Más que sonrisa, era la exhibición de los afilados colmillos de un león rubio, que, disfrutando de la agonía de su presa, retaba a quien se atreviera a disputarla.

Poco a poco recuperó conciencia de dónde se encontraba, y ante sus ojos la imagen borrosa del singular tapiz se fue aclarando. Ahora los personajes estaban inmóviles.

Oía al Buen Hombre rezar una monótona e incomprensible cantinela en voz baja y notaba el calor de sus manos. El extraño olor de las candelas era más fuerte, más penetrante, y debajo de la túnica su cuerpo estaba empapado en sudor. ¡Dios, qué sensación! ¡Era como si todo hubiera ocurrido sólo segundos antes!

Hizo un gesto para incorporarse pero sintió que le fallaban las fuerzas y, dejándose caer de nuevo, cerró los ojos. Aún veía la sangre y los dientes de Miguel. Cesando en su rezo, Dubois apartó las manos de su cabeza, y Jaime experimentó una sensación de frío en el lugar donde éstas habían descansado.

– Jaime, ¿te encuentras bien? -Era Karen, que le acariciaba la mano con ternura.

Tardó en responder:

– Sí. -Abrió los ojos y al fin consiguió incorporarse.

– Lo ha vivido, ¿verdad? -le interrogaba Kepler, y Jaime se sorprendió de que aún continuara a su lado-. Ha viajado realmente a su pasado del siglo XIII, ¿cierto?

– ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede saber lo que he vivido?

– Fácil, amigo -Respondió Kepler con lentitud-. Porque es lo que estábamos esperando. ¿O he de llamarle don Pedro? Además, usted ha gritado, dándonos órdenes. No le he entendido mucho, pero con toda seguridad era en la vieja lengua de oc, o en catalán antiguo.

Jaime estaba atónito. Había deseado aquello, pero jamás hubiera esperado que le ocurriera de verdad. Se sentía confuso. Necesitaba pensar.

– Jaime -le dijo suavemente Dubois-, ¿se encuentra en condiciones de hablar ahora? Es una experiencia dura y traumática; voy a intentar ayudarle.

– Sí, pero quisiera vestirme antes. Tengo frío. -Su propio sudor le daba escalofríos.

– Cámbiese; cuando termine continuaremos la conversación aquí.

Luego de secarse con la túnica, se vistió y, al regresar, encontró a Dubois solo en la habitación, relatándole su experiencia con todo detalle.

– Es usted afortunado -afirmó éste-. Los casos en que tal vivencia acontece justo en el bautismo espiritual son poquísimos, y eso tiene un significado.

– ¿Qué significado?

– Que usted no sólo es quien creíamos que era, sino que está predestinado a tener un papel clave. Tiene una misión que cumplir.

– ¿Cómo puedo ser quien ustedes creían que era? -Jaime se extrañó-. ¿Quiere decir que me estaban buscando? Y si es así ¿cómo han podido encontrarme?

– Porque algunos de nosotros ya estuvimos antes donde usted ha estado hace unos momentos. Y logramos reconocerle.

– ¿Que lograron reconocer en mí al personaje que acabo de vivir? -Jaime no podía salir de su asombro-. ¿Quién me reconoció? ¿Cómo es posible? ¿Y de qué misión me habla?

– Ya ha sufrido por hoy suficientes emociones; si hubiéramos querido adelantarle lo que acaba de vivir, jamás nos habría creído. Ahora no tiene más remedio que creer. Algunas de las respuestas a sus preguntas le vendrán solas, cuando avance en su experiencia; otras se las daremos más adelante, cuando asimile lo de hoy. También hay preguntas que aún no se han formulado, y respuestas demasiado peligrosas por ahora. Confíe en nosotros, déjese llevar, y en su momento lo sabrá todo.

– ¿Qué puedo saber hoy?

– Sepa que se ha colocado en un nivel muy avanzado de nuestro grupo. Sepa que está unido a nosotros de forma indisoluble, porque una parte de usted, lo que algunos llamarían el verdadero yo, ha vivido antes. En una de sus vidas anteriores compartió tiempo y designios con muchos de los que formamos este grupo. El rey Pedro II el Católico, que vivió en la Edad Media a caballo de los siglos XII y XIII, es uno de sus antecesores espirituales. Teníamos la sospecha y ahora tenemos la certeza.

– ¿Qué debo hacer ahora?

– Asimilar lo de hoy. Pensar sobre ello. Ahora ya es un iniciado y quizá experimente por sí mismo, sin la ayuda de nuestro rito, nuevas vivencias. Pero no las fuerce, deje que lleguen a usted con naturalidad. Ha revivido un instante concreto de la vida de un personaje histórico del que posiblemente jamás había oído hablar antes. ¿No es así?

– Cierto. No estoy familiarizado con la historia antigua.

– Mejor. Deje que la historia brote de usted. Pedro II de Aragón aparece en los libros de historia. No consulte ninguno. No pregunte a expertos. No deje que lo que ha quedado escrito del personaje le condicione; debe terminar su ciclo de recuerdos y entonces podrá compararlo vivido con lo que ha quedado escrito.

Jaime dedicó unos minutos a considerar las palabras de Dubois.

– Tiene sentido lo que dice -respondió finalmente.

– Ahora Karen y Kevin le conducirán de nuevo al lugar donde se encontraron. Lamento las precauciones de seguridad, que quizá le puedan parecer ridículas, pero pronto podrá conocer la ubicación de este lugar y entenderá la necesidad de tenerlo en secreto. Por ahora sepa que ha estado en nuestro Monte Seguro y que sólo tienen acceso a él las personas comprometidas con nuestra organización. Disfrute del fin de semana y no se aleje mucho de Karen. Estoy seguro de que ella permanecerá muy cerca de usted.

– ¿Por qué cree eso? -Jaime se preguntaba qué sabría Dubois de su romance con Karen. ¿Estaría su amor en los planes de los cátaros?

– Ella le ha apadrinado en su bautizo espiritual, lo que comporta una responsabilidad. Karen debería cancelar cualquier compromiso que tuviera este fin de semana para estar cerca de usted. Es un momento difícil y ella debe ayudarle. Kevin es igualmente responsable, pero me da la impresión de que usted va a preferir a Karen. -Luego de una pausa añadió con una sonrisa que no mitigaba su intensa mirada-: ¿Me equivoco.