Como tantas veces antes, su angustia iba a crecer cuando la presencia viniera hacia ella y su corazón se aceleraría para sentir como un golpe en él. Aquél era el momento en que despertaba de su sueño, de su recuerdo, y todo se desvanecía.
Pero hoy era distinto; estaba dispuesta a continuar hasta el final. La aparición empezó a acercarse saliendo de la tenue luz que provenía del caserón y penetrando en la zona de oscuridad que los separaba. Su corazón, acelerado, le golpeaba el pecho, y tragando saliva aguantó. Con las estrellas por única luz, notaba, más que veía, la cercanía de la silueta a pocos metros.
El contorno blanco se difuminaba en la oscuridad hasta casi desaparecer. ¡Y avanzaba, ahora oculto, hacia ella! Deseó dar un paso atrás, huir. Sentía que aquello ocultaba algo terrible. Era el preludio de la muerte. El ángel que la anunciaba. Un terror incontrolable la estaba abrumando, pero debía aguantar. Debía llegar al fin. Y el fin era la muerte de aquella vida. Si no resistía, se rompería la vivencia otra vez y la pesadilla se repetiría mil veces más. Su cuerpo temblaba mientras aquello, con lentitud, en un tiempo inacabable, se deslizaba hacia ella.
Sentía que ya llegaba, y su cuerpo, en tensión límite, se preparó para recibir el último golpe, o para que su corazón, simplemente, reventara de miedo. Pero aguantó. El contorno se perfilaba, la silueta cobraba sentido. ¡Ya estaba allí! Entonces lo reconoció.
– Dios esté contigo hermana -saludó el fantasma.
– Dios esté contigo, Buen Hombre -dijo ella, sintiendo de repente un alivio infinito y cómo sus músculos se relajaban. Necesito tiempo para que su corazón se recuperara. ¿Por qué aquel pánico frente a su mejor amigo?
Era Bertrand Martí, obispo de Montsegur, un hombre alto y delgado, que mantenía la cabeza descubierta a pesar del frío. Su abundante cabello cano se agitaba con las ráfagas de aire. ¿Por qué aquel terror frente al único que podía ayudarla? ¿Era que, por primera vez, ella pretendía hoy mentirle, ocultarle algo? ¿Era su culpabilidad?
Karen se acercó e, inclinando la cabeza, le cogió las manos para besarle los guantes; él depositó con ternura un beso en la capucha de ella.
– ¿Qué hacéis levantada a estas horas, dama Corba? -preguntó con su voz profunda.
– No podía dormir, Bertrand -dijo ella sin soltarle las manos-, y me he levantado para ver despuntar el alba.
Bertrand no dijo nada, persistiendo en el apretón de manos. Ella notaba a través de la oscuridad la penetrante mirada del viejo. Bertrand transmitía una paz que calentaba el corazón y hacía olvidar el frío.
– ¿Qué hacéis vos aquí? -El no contestó-. ¿Habéis consolado a los moribundos? No me digáis quién ha muerto esta noche, no quiero saberlo, Bertrand.
– Os esperaba a vos, señora.
– ¿A mí? ¿Por qué? -preguntó ella apartando las manos con un sobresalto.
Bertrand callaba, y ella sentía su mirada y su paz a través de la oscuridad.
– ¿Cuánto más podremos resistir? -continuó ella al rato, sin esperar respuesta.
– Lo sabéis mejor que yo, señora. Nada. Hemos terminado la leña y también los alimentos, nuestra gente está agotada. Y las catapultas de nuestros enemigos lo destruyen todo.
– ¿Alguna esperanza de que nos llegue ayuda?
– Ninguna. Ni del emperador Federico II, ni del rey aragonés, ni del conde de Tolosa. Nadie nos ayudará.
– ¡Oh, mi Dios bueno! Somos los últimos y con nosotros morirá la civilización occitana. Matarán nuestra lengua de oc y nuestra religión cátara. La cultura de la tolerancia, de la poesía y del trovador desaparecerá para siempre. ¿Por qué nos persiguen, asesinan y queman en las hogueras? ¿No les enseñó Cristo como a nosotros a amar y respetar a su prójimo? ¿Por qué el Dios bueno permite esta victoria al diablo y que las obras del Creador maligno, del mal Dios, se impongan en la tierra?
– No desesperéis, mi señora, no todo termina aquí. Sabéis que hace unas semanas Pere Bonet consiguió, junto con otros hermanos, burlar el cerco y puso nuestro tesoro a salvo. Con él se salvaron los escritos de nuestra fe y el tapiz de la herradura que vos y vuestras damas bordasteis. Nuestra verdad, nuestro mensaje no desaparecerán con nosotros para siempre en las hogueras de los inquisidores. Pere triunfará en su misión y las generaciones futuras recibirán nuestro pensamiento. -Bertrand hizo una pausa, como cansado, y luego reemprendió su discurso-. Hoy, en nuestros oscuros tiempos dominados por el diablo, hay dos Iglesias. Una que huye y perdona; la nuestra. Otra que roba, persigue y despelleja; la suya. Pero los que nos persiguen también verán en el futuro la luz del Dios bueno y se unirán a su causa, y el Dios del odio será derrotado para siempre. -Bertrand le volvió a coger las manos- Ahora, mi señora, serenad vuestro ánimo. No temáis por la vida de los que amáis ni temáis vuestra muerte. La muerte es sólo un paso necesario.
– No temo a la muerte, Buen Hombre, pero sí a la rendición. Montsegur debe resistir hasta el fin. Los católicos sólo podrán pisar esta tierra sagrada cuando haya muerto el último defensor.
– No es posible, señora. Los soldados que nos defienden son en su mayoría católicos y sobreviven aún niños inocentes que sólo han empezado a vivir el ciclo de esta vida y deben terminarlo.
– Pero harán renegar a los niños del catarismo y perderán el mensaje del Dios bueno. No, Bertrand, más vale que mueran aquí, con nosotros, a que caigan en sus manos.
– No, señora; no podemos decidir por ellos y terminar contra natura este ciclo de su vida. ¿No veis que, de hacer eso, os pondríais al nivel de nuestros perseguidores? ¿También creéis tener la única verdad y el derecho de decidir la vida de inocentes? Deben vivir, no os preocupéis por sus almas; ellas seguirán el camino hasta llegar al Dios bueno.
– Tenéis razón, padre. Por ello vos sois un elegido y yo no. Pero no puedo soportar ver a mis orgullosos occitanos vencidos, humillados, torturados y quemados. Tampoco veré los colores de nuestros enemigos ondear en Montsegur. Yo no me rindo, pero sé que mi marido pretende negociar mañana la rendición. -Karen le cogió de nuevo las manos al viejo-. ¿Es eso cierto, Bertrand? Vos no podéis mentir y él no quiere decírmelo. ¡Responded por el Dios bueno! ¡Hablad!
El hombre la miró a los ojos sin contestar.
– Luego es cierto -concluyó ella al ver que el silencio continuaba-. Yo moriré libre. No me someteré a los príncipes del odio. Ni me juzgarán ni me quemarán.
– Dama Corba, querida mía, no os dejéis cegar por vuestro orgullo ni hagáis nada que retrase la evolución de vuestra alma. Mostrad vuestra humildad como lo hizo Cristo, que, siendo Dios, se dejó juzgar por los hombres.
– El Dios bueno sabe que voy a morir, y no creo que Él tenga preferencia porque mi muerte sea en la hoguera. Perdonadme, padre, pero en esta vida no dejaré que el enemigo ponga sus manos en mí y me humille. Dadme el consolamentum.
– ¡No, hija mía! -exclamó el anciano soltándole las manos y abrazándola-. Quitaos esos pensamientos de vuestra mente.
Al cabo de unos instantes Corba notó cómo el abrazo se aflojaba, y distanciándose un poco de ella el anciano le dijo:
– No. No os lo puedo dar. El dolor ha ofuscado vuestra razón. Pensadlo de nuevo. Dominad vuestro orgullo.
– Lo tengo decidido desde que empezó el sitio, Bertrand. A Corba de Landa y Perelha, señora de Montsegur, sus enemigos no la cogerán ni viva ni muerta. No darme el consolamentum no cambiará mi decisión. Lo sabéis tan bien como yo y por eso me estabais esperando aquí esta noche. Sabíais y sabéis lo que va a pasar. Me esperabais, viejo amigo, para despedirme. Y también para darme el último sacramento.
Notaba de nuevo la mirada profunda de él a través de la oscuridad y sintió otra vez cómo la angustia volvía a crecer dentro de ella, atenazándole las vísceras.