Empezó a escalar el muro lentamente y con cuidado. Oyó desde arriba que gritaban:
– ¡Alto! ¿Quién es? -Era un guardián.
Sonrió y bendijo a los que resistían hasta el final.
– Soy yo, Corba -le dijo con voz firme.
– Buenas noches, señora.
– ¿Frío?
– Mucho, señora.
– Que el Dios bueno os bendiga, soldado.
Continuó subiendo por la escalera, que ahora giraba, apoyada contra el muro orientado al este; la hoguera que los sitiadores mantenían pegada a la muralla se encontraba al otro lado.
– ¡Señora, vigilad no exponeros a la luz! ¡Los arqueros están al acecho!
– Gracias.
Al llegar a la parte alta de la fortificación Karen avanzó cubriéndose tras los parapetos para no ser vista desde el exterior. Llegando a un tramo descubierto lo cruzó con rapidez; las llamas no llegaban a aquella altura, pero sí se notaba el calor al cruzar el hueco.
Se quedó en aquel lugar, cubierta por el parapeto de la muralla pero cerca de la abertura.
Pronto despuntaría el día. Las estrellas brillaban rutilantes en el cielo helado de la primera noche de marzo.
Sentándose en una piedra tallada miró desde allí su casa fortificada; a duras penas adivinaba su silueta al otro lado del recinto. Sus hijos, su esposo, su madre estaban allí. El Dios bueno los cuidaría.
Continuaba sintiendo la paz en su interior y recordó tiempos pasados mejores, cuando el rey de Aragón se rindió a su amor. Ella había sido la bella entre las bellas, la noble entre las nobles, la dama de un mayor encanto. Cantada por todos los trovadores, pretendida por los más nobles de Occitania, Borgoña, Gascuña, Provenza, Aragón y Cataluña. Sus ojos verdes embrujaban, su voz seducía. Corba la Hechicera la llamaban las envidiosas.
No había nacido para ser humillada y no les daría ese placer a los inquisidores.
El negro cielo empezaba a mostrar líneas azul oscuro que permitían distinguir las montañas del este y del sur. El alba llegaba, y ella sentía la tranquilidad del que no sufre con las dudas.
Lentamente se desprendió de sus botas de cuero y sacando sus zapatos de baile de los anchos bolsillos de su abrigo se los calzó. Se despojó de su abrigo quedándose sólo con su vestido de gala; con el que danzaba en las fiestas. El vestido del rey, se dijo; el vestido con el que yo esperaba a Pedro y con el que lo despedí.
Un viento helado inclemente le hizo tiritar el cuerpo, pero ella no lo sentía como suyo, porque en su interior conservaba aún el calor que le había dado Bertrand.
Miró de nuevo a las estrellas y empezó a recitar:
– Padre nuestro, que estás en los cielos. Venga a nosotros tu reino. -Dio tres pasos lentamente y se colocó en la abertura de las protecciones de la muralla. Notaba el calor de la corriente de aire ascendente, y al frente, por encima de las montañas, la franja azul se había ampliado dejando ver otra más clara-. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. -Fue consciente de que algo se rompía en el parapeto de piedra a su derecha. Una flecha-. El pan nuestro, supersustancia, dánoslo hoy.
Se acercó al borde sintiendo de pleno un fortísimo calor ascendente. Miró hacia abajo. El fuego, fascinante, se retorcía allí, en el fondo, como un enorme dragón impaciente por su presa.
Notó el silbido de otra flecha. Los hombres gritaban fuera de la muralla, también oía gritos dentro.
– Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos…
Otra flecha.
Corba emprendía su vuelo. Y como un negro cuervo hembra en la oscuridad, voló para propagar la herejía por el mundo. O así lo contaron los católicos, que bruja la llamaban.
Lo cierto es que se zambulló como había aprendido a hacer de niña desde las barcas en el Mediterráneo cuando su padre era cónsul de Tolosa en Barcelona. Sintió que entraba en un mar caliente y que los tules de su querido vestido y su antes brillante cabellera negra se convertían en luz y en calor, mucho calor.
– Y no nos dejes caer…
Continuaba sintiendo la paz.
Del impacto en el centro de las brasas del fuego se levantaron innumerables pavesas que, brillantes, se elevaron con el aire caliente hacia el alba.
Pero que no llegaron a las distantes y frías estrellas que contemplaban, indiferentes, su fin.
Karen despertó de su visión. Estaba allí, en su cama, en su apartamento de Los Ángeles. Sentía el calor agradable de las sábanas. La pesadilla había llegado a su fin.
Lo que tanto había anhelado y tanto había pretendido forzar en las ceremonias frente al tapiz cátaro acababa de ocurrir ahora espontáneamente en pleno sueño. Intentó fijar las imágenes y las emociones en su memoria. Pero ¿cómo olvidarlo? Había logrado desbloquear su memoria y avanzar hasta el final de su ciclo. Y ahora, superados el dolor y la angustia, el sentimiento era profundo y hermoso. ¡Qué terrible historia! Pero ¡qué bella! Jamás olvidaría aquellos momentos vividos. ¿Vividos cuándo? ¿Hacía segundos o siglos?
Tendió sus brazos, aún con las imágenes de su ensoñación en los párpados. Buscaba a alguien pero no encontró a nadie. Sólo el vacío. Le faltaba el calor de otro cuerpo, el calor de Jaime.
¿Dónde estaba? Había huido. Llamó a su apartamento a las diez, a las once y a las doce sólo para oír la voz rancia y enlatada de Jaime desde su contestador. Miró el reloj de la mesilla de noche. Las tres de la madrugada. Y Jaime se encontraba allí fuera, perdido en la oscura noche de infinitas posibilidades de aquel gigante conglomerado de ciudades llamado Los Angeles.
Jaime tenía miedo. Sí, tenía miedo de ella y del juramento de fidelidad y obediencia hecho a la congregación cátara. A perder su libertad. Esa libertad herencia de familia. Una herencia que, como toda utopía, jamás se convertiría en moneda.
Estaba huyendo. ¿Cuán lejos? ¿Por cuánto tiempo? Karen no lo sabía, pero deseaba que volviera pronto. ¡Ahora mismo! Ella sí necesitaba compartir con alguien la maravillosa experiencia de aquella noche, pero especialmente con Jaime.
Sabía que volvería. Nadie había resistido jamás la necesidad de cerrar el ciclo de memoria espiritual una vez abierto. Jaime querría volver a retomar las imágenes y sentimientos del rey Pedro y no se detendría hasta conocer el final. Aunque con ello sufriera. Aunque se convirtiera en esclavo del pasado y renunciara a parte de su libertad.
Karen se levantó de la cama, fue a la cocina y abriendo el refrigerador sacó un botellín de Perrier. Puso una generosa ración de whisky añejo de malta en un vaso y lo rebajó con el agua. Acercándose al gran ventanal del salón cerró las luces y descorrió la cortina. La noche estaba silenciosa y la luna en un brillante cuarto creciente. Se sentó sobre la mullida alfombra blanca agradeciendo lo bien que la arropaba su viejo y poco sexy camisón de algodón. Y miró las luces de la ciudad. Allí, en algún lugar, estaba Jaime. Quizá él no lo supiera aún, pero volvería a ella.
Karen lo deseaba y sabía que ocurriría. Sólo tenía que esperar. Como había hecho antes, tanto tiempo atrás. Tantas veces. Sólo había que aguardar a que él viniera. Y vendría.
Clavó sus ojos azules en la oscuridad.
– Ven -le dijo.
38
Ricardo localizó a Marta bailando un merengue suelto en la pista con un hombre. De hermoso pelo negro y ojos expresivos, Marta tendría unos treinta y algo. Llevaba un vestido oscuro de falda corta que marcaba las bonitas curvas de sus caderas y luego se acampanaba ligeramente para dejar descubiertas unas largas, consistentes y bien torneadas piernas. Tenía gracia y estilo al moverse. Sin ningún miramiento hacia su pareja de baile, Ricardo la llamó pidiendo a otra chica que bailaba en la pista que la avisara, ya que la música impedía que le oyera. Cuando Marta miró a Ricardo, éste le indicó con grandes gestos que se acercara.
– Marta, te presento a mi mejor amigo, Jaime -le dijo cuando Marta llegó hasta ellos-. Le he hablado mucho de ti y está loco por conocerte -mintió Ricardo con descaro.