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– Tengo una prima que sin duda os complacerá, Miguel. -Hug devolvía el golpe-. Es una ferviente católica y anda loca por una buena verga, pero que sea católica con toda seguridad, como la vuestra. Su único problema es que, siendo tan fea, no ha encontrado católico con el suficiente valor como para complacerla y se hizo monja. Estoy seguro de que vuestro Papa consideraría un acto de caridad y valor que solucionarais el problema a mi prima y os premiaría con una bula especial. -Hug terminó su Parlamento y sin esperar respuesta de Miguel, tendiéndose hacia la bailarina más cercana, le acarició el trasero para luego dejar su mano entre las piernas de la chica. Ésta se sobresaltó y soltó unas risita-. ¡Oh, bella! ¡Concédele otra noche oriental a este pobre guerrero! -dijo Hug a la chica en un aceptable sarraceno. Ella sonrió afirmativamente, y Hug le besó la mano con gran ceremonia-. ¿Me concedéis el privilegio, mi señor?

Jaime rió y dijo:

– Hug, habéis luchado con bravura por mi causa, pero bien que os lo cobráis con ese tipo de privilegios pero, ya que os voy a necesitar pronto para nuevas batallas, a vos y a vuestro caballo, y ambos en buena salud, os lo concedo; pero sólo por el bien de vuestro caballo.

Los tres estallaron en una carcajada y empezaron a tomar el té mientras Hug hacía sentar a la bailarina de ojos azules a su lado. La otra muchacha se sentó junto a Jaime.

– Señor -continuó Hug después de unos instantes de silencio-, os habéis distinguido como príncipe tolerante y compasivo con vuestros súbditos y con los refugiados de otros lugares. Permitisteis a sarracenos y judíos permanecer en las nuevas tierras conquistadas manteniendo su religión. Al Papa no le gusta eso, como tampoco le gustó que no actuarais con fiereza y crueldad contra los cátaros en Occitania. Yo no veo delito en que cada uno vea a Dios como Dios le da a entender, y sospecho que vos tampoco veis delito en ello. ¿Quién es el Papa para privar al hombre de tal libertad?

»¿Os acordáis de la polémica teológica que presidisteis en Carcasona en 1204? El obispo cátaro de Carcassès, Bernard de Simorre, demostró con todo tipo de pruebas y textos del Antiguo y Nuevo Testamento que la Iglesia católica ha acomodado a su conveniencia la palabra de Dios.

»Lo único que el Papa pretende es eliminar a su competencia cátara para mantener el poder terrenal que ostenta sobre gentes y riquezas. Fomenta los ataques contra vos porque os tiene miedo. Pactad con él, pero sólo para ganar tiempo, porque va a continuar apoyando a Simón de Montfort y a los que os despojan.

»Lleguemos a Barcelona y luego a Huesca; crucemos los Pirineos por Andorra y Foix, y ataquemos a los cruzados. Mientras, vuestro tío Sancho, con las tropas del norte de Cataluña y Provenza, entrará por el este, y vuestro cuñado Ramón, desde Tolosa, hará el resto. Una vez que derrotéis a los cruzados, el Papa negociará con mayor generosidad, ya que vuestros dominios llegan hasta Niza, que no está tan lejos de Roma. Si hace falta se le podría presionar hasta con las armas.

– Estáis loco, Hug -terció Miguel-. El demonio de la lujuria os tiene comido el seso. Lo que le aconsejáis a don Pedro nos llevaría a la ruina a todos. El Papa es el único representante de la única religión válida, pues es línea directa del apóstol Pedro, a quien Nuestro Señor Jesucristo confió su Iglesia, y los enviados del Papa lo demostraron en la polémica de Carcasona. Además así lo reconocen todos los grandes príncipes cristianos.

»En nuestro siglo la religión es política, y un príncipe debe apoyar su autoridad en la gracia que Dios le ha concedido y tener el apoyo de los eclesiásticos que, predicando en las iglesias, comunican las ideas al pueblo. -Ahora Miguel se dirigía a Jaime-. Vos apoyáis a la Iglesia católica, y el Papa y la Iglesia reciben bienes y poder. La Iglesia os ofrece el mejor apoyo publicitario posible, el perdón de los pecados y el cielo cuando muráis. Es un buen trato.»Fue una gran idea presentar vuestro vasallaje al Papa y que se os llame El Católico. Es una imagen necesaria para un rey que tiene en sus dominios a vasallos de cuatro religiones y cuyo catolicismo puede ser cuestionado en cualquier momento. Esa diversidad religiosa es un peligro, necesitáis vuestros estados unidos políticamente, y no lo conseguiréis si tenéis grupos de distintas religiones.

»¿Creéis que sarracenos, judíos y cátaros os juran sinceramente lealtad? ¿Por qué Dios juran?

– ¿Y qué más da el Dios? -intervino Hug-. Lo importante es que crean lo que juren. Actuemos según nuestra conciencia; no podemos consentir que se masacre a nuestros hermanos occitanos, hablamos casi la misma lengua, cantamos las mismas canciones, pensamos las mismas ideas. Señor don Pedro, no sólo les despojan a ellos. Os despojan a vos, os roban lo que es vuestro y asesinan a los que defienden vuestros derechos. Tomemos las armas y destrocemos a esos malditos asesinos que se hacen llamar cruzados. Jaime se debatía entre ambas alternativas, que él mismo había repasado mil veces. Su impulso y su corazón iban con Hug, pero Miguel de Luisián -que ostentaba el título de alférez real no sólo por su valor en el combate, sino por su buen criterio político- articulaba lo que su razón decía. Ninguna alternativa era buena.

Pero había mucho más. Detrás de la decisión estaba su propio debate religioso interno.

Dios y la verdad. ¿Cuál era el camino correcto? ¿Qué era lo que el buen Dios quería que él hiciera? ¿Con qué finalidad le había dado Dios a él la gracia de ser rey? ¡Qué tortura la incertidumbre!

La bailarina cercana a Jaime le besó la mano derecha, luego la mejilla y finalmente se acurrucó contra él. Era una bella mujer de pelo negro y ojos almendrados, que olía a jazmín. Habían pasado las noches anteriores juntos, era una dulce amante, y él agradeció el contacto cálido, que relajaba un poco su angustia.

– Olvidaros de Occitania, señor -continuó Miguel-. Si el Papa no quiere que sea vuestra, dejadla a los franceses. Tenéis muchas glorias que obtener haciendo cristianas y vuestras las tierras de Hispania. Echemos de las islas Baleares y de Valencia a los sarracenos y hagamos el comercio marítimo de nuestra parte del Mediterráneo seguro.

»Podemos negociar con el Papa para que, a cambio de no participar en contra de la Cruzada, favorezca nuestros intereses marítimos frente a los de Génova.

– No podemos abandonar Occitania -dijo Hug-. ¡El derecho de nuestro rey es ultrajado, y sus vasallos, torturados y asesinados!

– Bien -continuó Miguel-, si queréis conservar Occitania, llevemos nuestro ejército a Tolosa. El conde Ramón VI creerá que vais en su ayuda y seremos bien recibidos. Tomemos el control de la ciudad y entreguemos al conde, a su hijo y a unos cuantos cientos de cátaros a los frailes del Císter. Que los quemen o hagan lo que quieran con ellos.

»Seremos cruzados en igualdad de derechos con los franceses y les obligaremos por pacto o por las armas a que devuelvan Carcasona, Béziers y las demás ciudades. Estableceréis la unidad religiosa en el norte de vuestros estados y obtendréis el favor del Papa.

– ¡Pero qué infamia, Miguel! -Hug se indignó-. ¿Dónde está vuestro honor de caballero? ¿Cómo podemos acudir en ayuda de los occitanos y luego traicionarles? ¡Pero si el propio Ramón VI está casado con la hermana de nuestro rey!

– ¿Qué os ocurre, Hug? -repuso rápido Miguel-. ¿Es que os habéis creído las canciones caballerescas que escribís en serio? El ideal caballeresco es para estúpidos que mueren en el primer envite de la batalla, y no para príncipes que gobiernan grandes estados.

– Dejad por esta noche vuestras canciones, que hoy ya no las necesitáis. Ya tenéis quien os caliente la cama.