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– ¿Sabe usted de alguien con quien la señorita Americo tuviera alguna relación extraprofesional? -Beck continuaba interrogando-. ¿Alguien de la oficina o de fuera que la llamara o viniera a buscarla al trabajo?

– No. No sé nada sobre su vida personal.

Por unos segundos se hizo el silencio. Parecía que Beck había terminado de preguntar y dirigió una mirada a Ramsey.

– Bien, gracias por su ayuda, señor Berenguer. Si puede recordar algo más, le agradeceré que contacte con alguno de nosotros.

Ramsey le ofreció a Jaime una tarjeta de visita, y Beck hizo lo mismo. Jaime les dio la suya.

– Gracias, Jaime -le dijo White-. Los inspectores Ramsey y Beck empezarán a media mañana a preguntar en tu oficina sobre la pobre Linda. Estoy seguro de que tú les ayudarás en lo posible y animarás a todo el departamento a que colabore en la investigación. Al final de la mañana se publicará una nota oficial sobre lo ocurrido; mientras tanto, por favor, no lo comentes con nadie.

– Desde luego -Jaime se levantó y se despidió de los pólizas-. Si les puedo ayudar en algo más, ya saben dónde estoy.

Gracias -repuso Ramsey-. Estoy seguro de que le pediremos más ayuda.

Al llegar a su despacho Jaime se encontró el tazón de café encima de su mesa de cristal, frío, imbebible. Cogió el tazón y regó los arbolitos que decoraban el fondo de la habitación. Hacía frío.

Se acercó a los ventanales. Diluviaba. No se veían las montañas del fondo y las palmeras inclinaban sus grandes hojas con el peso del agua que caía sin viento, vertical.

Tienen que ser los Guardianes del Templo, se dijo. La relación causa-efecto es demasiado inmediata para ser un crimen no relacionado. Pensó en White, su jefe; debía de estar implicado. Le costaba aún identificarlo con aquella secta oculta, pero los cátaros afirmaban que era uno de los Guardianes. Si ése era el caso, aquel miserable acababa de actuar muy bien ante la policía. Claro que él también había tenido que mentirles.

Sentía el peligro allí mismo, en su propio despacho; ronroneaba como si se tratara de un gran gato invisible al que, tendiendo la mano, se le pudiera acariciar el lomo. Pero no le intimidaba; le excitaba. Quería contraatacar de alguna forma y de inmediato. ¿Un atavismo de su pasado de noble de caballo y espada? De pronto le invadió un temor; no por él. Por Karen. La amenaza de un nuevo crimen era real, y podía ocurrir muy pronto.

Tomando el teléfono, al segundo toque oyó su voz.

– Karen Jansen.

– Karen… -Y la comunicación se cortó.

¿Qué pasaba? Volvió a llamar.

– Karen Jansen. -Escueta, la voz amada, sonaba de nuevo.

– Ka… -La comunicación se cortó otra vez; era obvio que no hablaría con él por teléfono.

Jaime se quedó pensando con el auricular aún en la mano. Estaba seguro de que ella lo había reconocido. Tendría buenas razones para colgar. ¿Qué estaba pasando?

La lluvia continuaba cayendo mansa pero en abundancia, y el frío y la excitación hacían que Jaime se levantara de la mesa y se paseara por su despacho a zancadas. Luego se volvía a sentar e intentaba concentrarse en el trabajo. Tarea difícil. Los segundos se hacían lentos. Los minutos se arrastraban. Tenía que ver a Karen, pero, aunque pensaba en ello, no encontraba una forma lo suficientemente discreta de contactar con ella. ¿El correo electrónico interno? Pasaba por un centro de control y no era del todo seguro. ¡Diablos! No podía aguantar. Si no se le ocurría pronto un buen sistema, terminaría yendo personalmente a la oficina de ella. Al final de la mañana Laura entró con el correo. Destacaba un gran sobre blanco con su nombre escrito a máquina y el membrete de «Personal y confidencial. Abrir sólo por el interesado». Estaba protegido con cinta adhesiva. Jaime lo abrió de inmediato.

Contenía una sola hoja con unas pocas palabras impresas por ordenador: «Hamburguesa griega a las siete y media.» Sin firma, pero no hacía falta.

El día se tornó positivo; después de todo la lluvia haría un gran bien a los secos embalses de la zona de Los Ángeles.

53

Pasaban doce minutos de las siete y media cuando Jaime suspiró aliviado al verla entrar sacudiendo su paraguas. Su expresión era seria, y ocultaba los enrojecidos ojos tras unas gafas de sol que desentonaban con el tiempo, la hora y la gabardina que vestía. Pero estaba bella. Muy bella.

Levantándose para besarla, Jaime se vio discretamente rechazado. No insistió.

– Hola, Karen.

– Hola, Jaime. -Su sonrisa era triste.

– Lamento muchísimo lo de Linda.

– Gracias. -Los ojos de Karen se llenaron de lágrimas, y Jaime sintió el deseo de tomar su mano. Pero se contuvo.

– ¿Cuándo te enteraste?

– Justo al llegar a la oficina un amigo nuestro me lo contó.

– ¿Y cómo lo supo ese «amigo»?

– Lo sabía, Jaime. Perdona que no te diga quién es y cómo lo supo pero, si antes fuimos cautos, ahora debemos serlo más. Existen grupos distintos de creyentes, actuando en paralelo, pero que se desconocen entre ellos. Por ejemplo, sólo cinco hermanos sabemos que eres uno de los nuestros; Linda lo ignoraba y, por lo tanto, no corres peligro. Lo siento si te parece excesivo, pero hemos sido perseguidos durante siglos por la Inquisición y hasta los mejores hablan bajo tortura.

– ¿Quieres decir que Linda…?

– Sí. Linda fue salvajemente torturada y violada, creemos que al menos por dos individuos, en su habitación de hotel en Miami. Su cuerpo apareció con multitud de quemaduras de cigarrillos, concentradas en las zonas más sensibles de los pechos y el sexo. Innumerables cortes de cuchillo, algunos muy profundos, en la cara y en el cuerpo, formando dibujos geométricos. Una verdadera carnicería. Debió de morir desangrada. -Una lágrima empezó a escurrirse por su mejilla. Luego otra. Karen sacó un pañuelo del bolso y se secó las lágrimas con cuidado para no estropear el maquillaje-. Estoy segura de que sus torturadores eran de los Guardianes del Templo y que algo les contó, quizá sólo para que todo acabara antes.

– ¿Cómo estás tan segura de que fueron ellos?

– Es extraordinario que un crimen de esas características ocurra en un lugar de la categoría y con la seguridad que tiene el hotel donde Linda se hospedaba. Pero es mucho más extraño que los criminales no se conformen sólo con robar, violar o incluso matar. Linda fue torturada durante horas. La finalidad del asesinato era obtener información, pero se camufló como robo y violación con toques satánicos para mejor realismo. Linda no era una víctima cualquiera; había sido cuidadosamente seleccionada. Eran los Guardianes, Jaime. Fueron ellos.

– ¿Cómo puedes saber si habló o no?

– Los asesinos abrieron la caja fuerte de la habitación y entraron en el ordenador portátil; ella tuvo que darles las claves de acceso.

– Pero, Karen, lo del acceso al PC de Linda será una suposición tuya; a no ser que dejaran huellas dactilares en el teclado, no puedes saber si lo manipularon o no.

– Claro que lo sé. Linda estaba acumulando una cantidad ingente de información. Información comprometedora sobre los múltiples fraudes con los que la secta de los Guardianes está sacando dinero de la Corporación para comprar las propias acciones de la compañía, pero también sobre otras actividades del grupo, sobre su estructura interna, nombres y planes; su ex amante tenía una posición importante en la secta y le encantaba hablar cuando se sentía feliz. Linda tomó medidas especiales de seguridad con respecto a la información; nos enviaba por courrier los originales o copias de documentos importantes, cambiando con frecuencia de mensajería. Cuando transmitía un informe por correo electrónico, no dejaba copia en la memoria de su PC, y ni siquiera nuestros números de teléfono estaban grabados en el sistema, ya que marcaba manualmente y borraba luego los registros de envío. Lo único que habrán obtenido de su ordenador serán datos o informes propios de su trabajo de auditoría para la Corporación.