Luego de su visita a la capilla subterránea, se había unido a la febril actividad de los demás con los documentos. El ambiente no era el adecuado para compartir experiencias espirituales y esta vez no hubo comentarios ni siquiera con Dubois.
A pesar de sus esfuerzos, no pudo concentrarse en los papeles. En las ocasiones anteriores, las escenas del pasado que revivía le maravillaban y asombraban, dedicando su atención a cómo se producía la increíble experiencia. El misterio estaba por resolver, pero algo le preocupaba mucho más ahora: ¿por qué le ocurría aquello a él? Debía de haber una razón, una finalidad; estaba llegando a la convicción de que existía un mensaje, una advertencia escondidos en aquello, pero que él no era capaz de descifrarlos y la certeza de que allí había un aviso martilleaba en su mente.
Algo en sus recuerdos de aquel pasado se correspondía con exactitud con la situación de hoy; había reconocido, sin lugar a dudas y con toda certeza, a la dama Corba:
Corba era Karen.
Ella había sabido todo el tiempo quién era él y quién era ella, pero no se lo dijo; esperaba que él lo descubriera. Su relación no era nueva, sino que venía de siglos y quizá hubiera ocurrido también en otras vidas. Esa nueva conciencia le daba a lo suyo otro sentido. ¿Más profundo? ¿Más místico? Jaime no lo sabía aún, pero era distinto y deseaba con urgencia poderlo hablar con ella.
Pero había bastante más. Corba estaba arrastrando al rey Pedro a una guerra en apoyo de los cátaros; sin duda la opción más peligrosa incluso para un poderoso rey.
Pero ¿no estaba ocurriendo hoy, en su vida presente, exactamente lo mismo? Karen le empujaba ahora a tomar riesgos aún desconocidos al apoyar la causa de los cátaros y, aunque éstos le eran simpáticos y los recuerdos del siglo XIII lo tenían fascinado, mantenía su espíritu crítico con respecto a su doctrina y no compartía aún muchas de sus creencias.
Lo cierto es que estaba con ellos, y Karen era la razón. La historia se repetía.
¿Tenía Corba un interés verdadero por Pedro el hombre? ¿O sólo por Pedro el rey, por su poder político y militar, y por la ayuda que podía ofrecer a los cátaros?
¿Tenía Karen un interés real por él, por Jaime como persona? ¿O su interés era por la posición clave que él ocupaba para ayudarles a derrotar a los Guardianes en la Corporación? ¿Utilizó Corba al rey Pedro? ¿Lo estaría utilizando Karen a él? Y en el caso de que lo hiciera, ¿lo amaba también?
Jaime tenía demasiadas preguntas. Pocas respuestas, pero sí una certeza: habría violencia, y la sangre iba a correr, tanto en el siglo XIII como ahora. No conocía la situación a la que el rey Pedro se enfrentaba, pero sí conocía algo del presente; su Montsegur seguro no protegería a los cátaros de hoy de sus enemigos. Sus sistemas de seguridad y sus pasadizos secretos no les ayudarían cuando el juego se jugara en serio. Todo lo más a escapar y, si no podían hacerlo, serían exterminados sin más. Afirmaban que las armas eran cosa del diablo y ¡ni siquiera había un miserable revólver en Montsegur!
Bien, él les podía haber prometido una cierta fidelidad, pero a Jaime Berenguer no lo cazarían como a una rata. No tenía ninguna intención de llegar a la perfección en esta vida y tampoco en la siguiente, si la había. En realidad no sentía ninguna prisa. Él jugaría para ganar y para que Karen ganara con él.
Y de perder la partida, con su fracaso seguramente dejaría la piel. Lo de ser mártir tendría para los cátaros múltiples compensaciones espirituales pero, por si acaso se equivocaban, él iba a concederse una pequeña satisfacción material.
Antes de dejar su pellejo de mártir en la trifulca, se llevaría por delante a varios de aquellos bastardos llamados Guardianes.
Jaime pisó a fondo el acelerador del coche, que saltó hacia adelante como intentando cortar la negra noche que se abría frente a él. Mientras, en la radio sonaba a todo volumen el rap de moda To live and die in L.A. (Vivir y morir en Los Ángeles).
Mañana, sin falta, visitaría a Ricardo.
JUEVES
59
Ya era de noche cuando Jaime llegó el día siguiente a Ricardo's. Al ver el coche de su amigo en el aparcamiento Jaime sintió el calor reconfortante del que vuelve al hogar luego de una larga ausencia. Su amigo estaba allí. Lejos de los cátaros. Lejos de la Corporación. Estaba allí y él sabía que siempre encontraría a Ricardo cuando lo necesitara.
Se quedó unos minutos sentado en el coche, escuchando la música de la radio, anticipando el placer de estrecharle la mano, de tomar una copa juntos y de hablar. Ya había advertido por teléfono a Ricardo que tenía un problema serio y que quizá necesitara su ayuda.
«Como antes y como siempre -le contestó-. Para eso están los hermanos.»
Su amistad venía de muy lejos, de cuando eran chiquillos y vecinos de la misma área residencial. Ellos no crecieron en ningún barrio, lo suyo era un desarrollo de casas unifamiliares, de clase media, de los años sesenta. Población blanca con algún oriental o afroamericano de clases sociales emergentes. El padre de Ricardo era de origen mejicano y ocupaba una posición importante en la policía de Los Ángeles.
Los padres de Jaime habían establecido una distribución comercial siguiendo los conocimientos en ventas adquiridos en Nueva York y la experiencia de los negocios en Cuba. Funcionaba bien, pero no permitía excesos económicos.
Vecinos, los padres de ambos chicos tenían muchos puntos en común y establecieron una buena amistad.
Los hijos se convirtieron en inseparables, y en la adolescencia su raíz cultural fue para los muchachos un hecho diferencial frente a los demás. A Ricardo le atraían las gangs hispanas del barrio y las frecuentaron un tiempo. Y como Jaime no iba a ser ni menos hombre ni menos hispano, siempre estaba con su amigo para lo bueno y para lo malo.
La capacidad de Ricardo para meterse en líos era asombrosa, y también su habilidad para salir bien de ellos. Precisamente por ello Ricardo disfrutaba con las situaciones truculentas y de peligro, mientras que Jaime no lo pasaba tan bien. Pero estaba fielmente allí donde Ricardo le necesitaba. Así que con frecuencia era Ricardo el que se metía en problemas, Jaime el que acudía en su ayuda y, al final, Ricardo el que sacaba a Jaime del feo asunto en el cual el propio Ricardo se había metido.
Su tiempo con los de la raza del barrio terminó tan pronto como la policía local identificó al hijo de Frank Ramos metido en un asunto de guerra entre bandas.
Francisco logró con su hijo lo que las bandas no habían logrado: intimidarlo. Y Jaime y Ricardo decidieron que había sido divertido mientras duró, pero que era el momento de cambiar de actividad. Guardaron la navaja y tomaron la guitarra para alivio inicial de sus padres. La guitarra duró mucho tiempo, pero el alivio de los padres duró poco. Música folk, Bob Dylan y Leonard Cohen, combinada con country. Y, desde luego, para una mejor mezcla no faltaban las rancheras y algún bolero o un poquito de salsa. Tocaban y componían bastante bien. A los veinte años decidieron hacerse profesionales para desesperación de sus familias, que consiguieron pactar con ellos que actuaran en verano a condición de volver a la universidad en otoño. Trabajaron en un buen número de tugurios de música Uve en la costa, desde San Diego a San Francisco.
Jaime disfrutaba de la libertad de correr de lugar en lugar con su guitarra, con poco más que lo puesto. Sí, era libre, pero a veces no tenían ni un dólar para cervezas ni lugar donde dormir, y concluyó que no se era muy libre con los bolsillos vacíos.
Ricardo y Jaime eran hippies en la época de decadencia de los chicos de las flores. Claro que eran unos hippies un poco particulares, en especial Ricardo. Estaba bien lo de la paz y el amor, sobre todo con las chicas; pero si se trataba de defender su territorio o lo que él creía sus derechos personales, no dudaba en recurrir la violencia.