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Cuando se acercó sigiloso a Karen, ésta se encontraba trabajando sola en su mesa. Ella se lo quedó mirando con una leve sonrisa en sus labios, sin contestar; sus ojos brillaban azules con picardía y Jaime pensó que estaba guapísima. Y que él la deseaba con locura.

– Pensaba que no me lo ibas a pedir nunca -contestó después de disfrutar unos momentos de la expectación de él-. Acepto, pero ¿dónde? Luego de tu pelea con White, tanto mi casa como la tuya pueden estar vigiladas y si nos ven juntos adivinarán el juego.

– ¿Y aquí?

– Vamos, Jim, aquí, en Montsegur, la gente trabajará hasta tarde, y alguno igual se queda a dormir. Bueno, no sé qué intenciones tienes. -Karen amplió su sonrisa pícara-. Igual pretendes hacerlo de pie detrás de la puerta de la cocina o en el baño.

Jaime rió con ganas.

– Es una buena idea, Karen, encantado. Pero una de las posiciones que quisiera practicar esta noche contigo es la horizontal. Te propongo uno de los hoteles del aeropuerto.

– De acuerdo.

Para dar tiempo a Jaime a recoger su equipaje, Karen salió una hora más tarde de Montsegur y condujo hasta el párking de estancias cortas del aeropuerto. Estacionando el coche, esperó unos minutos con los seguros puestos. Al final sonó su teléfono móvil.

– Quinientos dieciséis.

– Quinientos dieciséis -repitió Karen.

– Exacto -confirmó Jaime, y colgó.

Karen salió del coche y cruzó el primer tramo de la ancha calle en dirección a la terminal de llegadas del aeropuerto. Se quedó en el tramo central donde paran los courtesy vans de las compañías de alquiler de coches y hoteles.

Luego de unos largos minutos apareció la furgoneta del hotel acordado con Jaime.

Jaime estaba impaciente. A través de la puerta de su habitación podía oír el sonido de la discreta campanilla del ascensor.

Karen descendió de éste y avanzó por el pasillo enmoquetado. No pudo evitar sentir un escalofrío al recordar por un momento a Linda.

No le dio tiempo de golpear la puerta de la habitación, Jaime la abrió tirando de ella hacia dentro y ambos se fundieron en un abrazo y un largo beso.

– Siento que te vayas -le dijo ella cuando apartó los labios de los de él.

– Te extrañaré, cariño.

– No más llamadas telefónicas por el momento, y menos a la oficina; estamos entrando en una fase más peligrosa. Nos comunicaremos por Internet. Usaremos mi dirección secreta y nombres clave que sólo tú y yo conozcamos. El mío será Corba.

– El mío Pedro.

Jaime ayudó a Karen a quitarse la gabardina y luego ella le quitó la corbata. Los zapatos cayeron y les siguieron las ropas. Se desnudaron el uno al otro y cada uno a sí mismo, con prisa, con ansiedad.

Luego, desnudos en medio de la habitación y con sus ropas esparcidas en desorden, se unieron en un nuevo abrazo. Desesperado. Un abrazo donde los miedos de ambos se fundieron para darse seguridad mutua.

Un abrazo repetido cientos de veces antes. Pero siempre nuevo, intenso y necesario.

– Aún no te has ido y siento tu ausencia, Jim. Ya quiero volver a verte -murmuró ella.

– Cuídate. No te arriesgues, por favor -le dijo él, bajito, al oído. Y quiso confirmar lo que ya sabía-. Tú eres Corba, ¿verdad?

– Sí. Lo fui. Y tú fuiste Pedro.

Pedro y Corba volvieron a amarse después de los siglos. A través de la noche. Lanzados a velocidad de vértigo, cortando el tiempo desde aquel pasado oscuro hacia un futuro que flotaba frente a ellos como una masa viscosa, amorfa y amenazante, que se formaba allí fuera, entre las tinieblas de la noche. Pero en aquel instante ellos vivían un momento de eternidad, protegidos entre las cuatro paredes de una anónima habitación de hotel.

Sus cuerpos se fundieron. Y él la penetró deseando poder entrar todo él. Era la materia luchando, retorciéndose, vibrando y explotando con la pasión. Sus miembros de carne, hueso, nervio y sangre actuaban como furiosos autómatas, por sí mismos y guiados por un impulso interno tan irresistible que parecía que sus corazones fueran a estallar.

Era el diablo, sin duda, el que movía los hilos haciendo danzar a sus cuerpos como marionetas en un baile sensual y lujurioso.

Pero había mucho más. También estaba lo verdadero, lo eterno Lo que el Dios bueno creó. Eran sus almas atrayéndose, persiguiéndose la una a la otra en una carrera loca a través del espacio y del tiempo. Eran sus espíritus, que el mundo y el diablo no podían corromper; los eternos Corba y Pedro. Y Jaime supo entonces que Karen era la mujer que él siempre había esperado.

En esta vida. Y mucho antes.

SÁBADO

62

El tapiz cobraba vida, Jaime sentía el calor de las manos de Dubois en su cabeza y, respirando hondo, se dispuso a zambullirse en aquel tiempo lejano.

Volvió a la tienda de campaña del rey Pedro en la misma noche cálida de julio de casi ochocientos años atrás. El instante encajaba perfectamente con su último recuerdo, donde respondía al mensaje de la dama Corba, comprometiendo su palabra con la mujer que amaba y su destino con la historia.

Tan pronto como Huggonet hubo salido, Jaime se sumió en sus tormentosos pensamientos. Dios, ¿habría tomado la decisión correcta?

Fátima, que continuaba sentada a su lado, se separó ligeramente de él, y mirándole con ojos brillantes, le besó en el cuello. Luego le mordisqueó los labios con ternura, mientras le acariciaba la barba. Pero la excitación que sentía antes del mensaje de Tolosa había desaparecido y se resistía a volver.

¿Por qué Corba se aferraba a Tolosa? ¿Por qué se obstinaba en compartir el destino del desdichado condado? Era evidente que Corba era cátara, quizá ocupaba una posición destacada como creyente, o quizá incluso tenía un rango en la Iglesia. ¿Sería una Buena Mujer?

Fátima volvió a mirarle, desde sus largas pestañas, y le susurró tímidamente en lengua sarracena con gracioso acento levantino:

– Os amo, mi señor.

Pero Jaime apenas la escuchó, su pensamiento obsesivo volvía a Corba. No creo que Corba sea una Buena Mujer, mis espías me habrían informado. Además, los Perfectos tienen prohibido tocar las armas y disfrutar del sexo y de las riquezas. Quizá Corba no use armas, pero disfruta del sexo, ama las joyas y tiene poco de humilde. Quizá actúe como algunas de las grandes damas occitanas que esperan a su vejez para hacer sus votos de buena cristiana. Y lo hacen después de haber disfrutado de la música, el baile, los trovadores, los caballeros enamorados y el amor. Y luego de ser madres y abuelas. Sensualidad en la juventud y espiritualidad a la vejez. Debe de ser más fácil la abstinencia luego del empacho.

La muchacha le besó en la boca y, despojándose de la parte superior del vestido de dos piezas, descubrió, con un voluptuoso balanceo, sus redondos y bien formados senos.

– ¡Qué hermosa! -se dijo a media voz.

Fátima se fue juguetona a los pies de él y empezó a tirar poco a poco de la túnica de Jaime hacia arriba hasta que se la quitó por la cabeza. Él quedó desnudo. Ella se reía y volvió a besarle en la boca, mientras él le acariciaba los pechos.

Después la muchacha empezó a bajar, besándole la barba y luego el cuello. Jaime le había soltado los senos y los pezones le rozaban el cuerpo produciéndole un sensual cosquilleo.

Pero otra vez sus pensamientos le hicieron volar lejos de allí. Había conocido a Corba en Barcelona unos años antes. Su padre era el noble cónsul del conde de Tolosa, su embajador. La belleza casi adolescente de Corba brillaba tanto como su aplomo y gracia al hablar. Era capaz de competir sin dificultades con los trovadores componiendo canciones y romanzas, y con los juglares al interpretarlas. Era belleza, era talento, era gracia.

La muchacha más pretendida de Barcelona también impresionó al rey, y el cónsul de Tolosa y su familia eran invitados habituales de palacio. El rey Pedro devolvía las visitas, y en una de las ocasiones en que Corba y Pedro se quedaron solos él le declaro su amor.