– ¿Deseáis descansar, mi señor? ¿Os dejo solo? -Fátima había comprobado que el entusiasmo de Jaime no era el habitual.
– No. Quédate conmigo -respondió también en sarraceno. No quería, no podía quedarse solo con sus pensamientos aquella noche-. Continúa, hermosa Fátima.
Ella se levantó y dio unos graciosos pasos de danza mientras se despojaba de la parte inferior de su vestido hasta quedarse desnuda. Luego hizo bailar expresiva y elegantemente sus manos por encima de la cabeza.
Empujó a Jaime, que se había incorporado para verla, colocándose encima de él en posición invertida mientras le besaba y acariciaba el pene.
La luz de los candelabros proporcionaba a Pedro una vista directa de las hermosas nalgas y las bien torneadas piernas de la bailarina. El parpadeo de la luz hacía más insinuante el sexo femenino, tan cercano ahora a su cara. El olor a jazmín e incienso de Fátima era más embriagador que nunca, y Jaime sintió cómo su excitación regresaba.
Pero la mente seguía un camino distinto del cuerpo. El rey Pedro propuso a Corba que vivieran juntos, a pesar de estar él casado con María de Montpellier. María no era más que un compromiso político, un mal negocio. María le había hecho cesión de Montpellier un año después de su boda, según lo acordado, pero la ciudad y sus dominios territoriales no le habían traído al conde de Barcelona más que problemas.
Había querido divorciarse de ella pocos años después y devolverle Montpellier, pero ni ella quiso ni el Papa consintió el divorcio. Pedro intentó entonces casarse con María de Montferrat, que ostentaba el vacío título de reina de Jerusalén. Y como estipulación de matrimonio, él, Pedro II de Aragón, conde de Barcelona, organizaría una Cruzada para liberar Jerusalén. Pero ni siquiera este argumento convenció al Papa para que le concediera el divorcio.
Fue más tarde cuando se enamoró de Corba. Le había prometido hacerla condesa, darle extensos dominios territoriales y hacer de su primer hijo el segundo heredero de la corona.
María de Montpellier había logrado, gracias a un engaño, que Pedro le engendrara un hijo a pesar de que él no se acostaba con ella. En una de sus estancias en Montpellier Pedro se sintió seducido por una dama y logró que ésta aceptara pasar la noche con él. Pero era una trampa preparada por María, y en la oscuridad fue ella la que ocupó el lugar de la otra mujer. Fuera de la habitación esperaban los grandes clérigos y nobles de la ciudad para atestiguar la noche matrimonial. Pedro tiró de su espada, a punto estuvo de matar a varios de aquellos miserables cuando entraron por la mañana en la cámara suplicando su perdón y comprensión. Querían un heredero.
No sentía mucho cariño por Jaime I, el hijo fruto de aquel engaño, y cuando nació tardó más de un año en ir a conocerlo. Si el hijo de María llegaba a adulto y heredaba la corona de Aragón y el título de conde de Barcelona, él daría al hijo de Corba el condado de Provenza o los nuevos reinos que conquistaría a los sarracenos. Pero si el hijo de María no sobrevivía, el hijo de Corba sería el futuro rey.
Pedro le propuso hacer su relación pública y legal a través de un pacto escriturado poniendo por prenda su palabra de caballero y de rey. Por testigos estarían los más grandes nobles del reino, incluidos el obispo de Tarragona y el abad de Ripoll.
Pero Corba se negó. Podría tenerla a ella a cambio de nada material. Ella sólo quería su amor. Y él se lo dio. Y ella le dio a Pedro el suyo.
Fátima se incorporó y, sin girarse y apoyándose en sus rodillas, introdujo en su sexo el pene, y Pedro se estremeció con el contacto húmedo, suave y caliente del interior de la muchacha. Ella empezó a moverse rítmicamente, y Jaime podía ver su espalda cubierta con una larga cabellera y la parte inferior de su cuerpo como una gran y perfecta pera.
Intentó imaginarse que Fátima era Corba. No; no podía. Volvió a intentarlo. Pero sus pensamientos vencieron de nuevo a la voluntad y abandonaron su cuerpo, que se estremecía con el de Fátima, y volaron a Tolosa con Corba.
Desde su regreso a Tolosa, ella no había querido abandonar las tierras de Occitania. Y ahora Corba le pedía que fuera con ella.
Pero en el poema de Huggonet no le pedía sólo que acudiera a su lado; le pedía que tomara parte en la guerra a favor del conde de Tolosa. A favor de los suyos, a favor de los cátaros. En contra del Papa y de la Iglesia de Roma. En contra de su Dios católico.
Ella había renunciado a los condados, a los honores, al poder y a la posible maternidad de un rey. Y sólo por amor. Y él lo creyó.
Pero ahora se lo pedía todo; todo lo que él tenía. Que arriesgara sus reinos, que arriesgara su alma.
Porque el Papa lo excomulgaría, y la excomunión era la condena de su alma al infierno por la eternidad. Y él le había dado su palabra a Corba de que iría a Tolosa y salvaría a los suyos de los cruzados del Papa.
– ¿Os gusta? ¿Estáis bien, mi señor? -dijo la chica girando torso para verle la cara; intuía algo extraño.
– Sí, Fátima, ¡sigue! -¿Qué no daría porque fuera Corba la que estuviera aquí, ahora, haciendo el amor con él?
Ella se volvió dedicándole a Pedro una gran sonrisa y le dio un beso en los labios. Se colocó de nuevo encima de él mirándole a los ojos y empezó a moverse rítmicamente. Pedro admiraba de nuevo los bellos senos que se movían al ritmo. Imposible en esta posición imaginar que Fátima era Corba.
Su alma. Perdería su alma si era excomulgado por ayudar a los herejes. Pero ¿y si los herejes cátaros estuvieran en lo cierto y no el Papa? ¿Y si Dios estaba con los cátaros?
Acarició los pechos de la chica, que se puso tensa y echó su cabeza, y con ella su abundante cabellera, hacia atrás. Jadeaba y a duras penas contenía sus gritos. ¡Cómo le gustaría tener a Corba así, ahora, aquí!
Si Dios estuviera con los cátaros, sólo tendría que preocuparse de los aspectos políticos de la excomunión y, aunque éstos eran complicados, podría manejarlos. Pero su alma y su vida eterna estarían a salvo.
¿Cómo saber si Dios estaba con el juramento que él hizo a Corba a través de Huggonet o estaba con el Papa? La duda lo mataba.
¡El juicio de Dios! ¡Ésa era la solución! Se sometería al juicio de Dios. Si había tomado el camino correcto, Dios le daría su bendición haciendo que ganara. Si no, moriría y con ello pagaría su error. Prefería mil veces morir en el juicio a perder su alma por contrariar a Dios.
¡Por fin iba a librarse de la duda horrible que le destrozaba!
Quería llegar al orgasmo como había hecho Fátima y relajarse un poco, pero no podía. ¿De verdad Corba era bruja y lo había embrujado a través de su poema? ¿Era por eso que no podía? Quiso concentrarse.
El juicio de Dios. En la próxima batalla, la primera contra los cruzados del Papa, él lucharía al frente de sus caballeros. El primero en derribar al primer enemigo, y así hasta el final de la contienda. Si Dios lo salvaba, señal de que la justicia estaba con él y con su causa, y si moría, lo haría antes de desagradar a Dios nuestro Señor.
Fátima empezaba a cansarse y su ritmo bajaba. ¡Corba, mi amor! ¿Por qué no estás aquí? ¡El juicio de Dios!
Pedro cerró los ojos e hizo un nuevo esfuerzo para imaginarse a Corba mientras la invocaba: «Tus miembros son un poco más largos, tus senos un poco menores, tu pelo más oscuro. Pero es contigo, Corba, con quien hago el amor ahora. Contigo, mi dama de ojos verdes y cabello de ala de cuervo.» Y sintió que su éxtasis se acercaba al fin.
– ¿Queréis otra postura? ¿Os place ésta?
¡En qué mal momento preguntó Fátima! El encanto se rompió desapareciendo la visión de Corba.
– No. ¡Vete! -contestó Pedro con brusquedad.
La chica le miraba con asombro.
– ¡Vete! ¡Déjame! -repitió Pedro empujándola con fuerza y quitándosela de encima de un manotazo. La chica perdió el equilibrio cayendo a un lado sobre los almohadones.