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Fátima lo miró con lágrimas en los ojos y soltando un sollozo corrió a recoger sus ropas.

Se había roto la ilusión. Ella se vestía en un silencio que su llanto rompía por momentos.

– Quédate a pasar la noche conmigo, Fátima. Eres una mujer encantadora -dijo finalmente Pedro cuando ella se dirigía ya a la entrada de la tienda-. Ven aquí conmigo y apaga los candelabros.

Ella se giró sin mirarle, buscó un pequeño apagador de candelas y las fue extinguiendo una por una. Luego, acercándose al lecho y sin desvestirse, se acurrucó junto a él en posición fetal. Continuaba sollozando quedamente.

– Perdóname, pequeña, no es tu culpa. -Y luego añadió en voz baja, mientras le acariciaba el pelo-: Qué daría yo por poder llorar como tú.

– El juicio de Dios -murmuró al cabo de unos momentos hablando para sí mismo-. Acudiré ante Él. Por ti, Corba, Dios me salvará o me matará.

63

Roncaban los motores, la estructura vibró, y al levantarse las ruedas del suelo la enorme masa hubo de depender de las alas y del aire para su sustentación. Como un gran pájaro nocturno, el aparato emprendía su vuelo hacia la oscuridad elevándose por encima de un negro océano.

Había sido un día muy intenso; la despedida de Karen en el hotel la visita a Montsegur, la vivencia frente al tapiz y luego otro adiós a Karen, esta vez más formal. Ahora Jaime se relajaba pensativo, con una copa de champaña en su mano, contemplando la nada de la noche opaca, que le devolvía en la ventanilla el reflejo de alguno de sus rasgos. Cabello oscuro, aún abundante, nariz fuerte, cejas rectas y espesas.

Unas luces, abajo, indicaban la presencia de un buque o de una plataforma petrolífera cuando una sonriente azafata, luciendo sobre su uniforme un pulcro delantal azul marino, se acercó manejando los paños calientes con unas pinzas. Empezaba la secuencia del servicio de cena. Jaime limpió el sudor de su cara con el paño, mientras disfrutaba de la relajante sensación de calor en la piel.

Volvió su atención hacia la oscuridad detrás de la ventanilla. Aguardaba el momento en que, luego de describir un amplio arco sobre el océano Pacífico, volverían a volar sobre el cielo del continente. Cruzarían la línea de la costa por el sur de Newport Beach, donde él tenía atracado su velero, y por encima de las poblaciones de Laguna Beach y de San Juan Capistrano.

A través de la noche aún sin luna las luces de la costa se acercaban, y pronto competirían con las de las estrellas. Su juego habitual era buscar la casa de sus padres, en Laguna, desde el avión. Allí vivían sus viejos los últimos años de sus vidas; en la casita de cuidado jardín que él sentía como su verdadero hogar.

El avión alcanzaba en aquel punto una altura de cinco a seis mil metros, y la identificación, que no era fácil de día, de noche era imposible.

A pesar de la dificultad Jaime jugaba su juego. Era su pequeño ritual. Grupos de luces. Líneas luminosas que se curvaban indicando los caminos de alguna urbanización. Zonas oscuras.

Aunque sin las referencias de relieves de terreno o carreteras sólo podía adivinar, envió su adiós a sus padres y a su hogar.

En unos instantes cruzaron lo que sería la San Diego Freeway para entrar en la oscuridad del Cleveland National Forest, en las montañas de Santa Ana, y luego hundirse en el desierto de Mojave hacia Las Vegas y así hasta cruzar el continente. Seco en el sur y nevado en el norte.

Se sirvió un poco más de vino tinto mientras terminaba su filete Mignón y sus pensamientos volvían. Lejos de Karen se sentía desterrado; merecía la pena amarla y sentir que ella lo amaba, aun con la sospecha de un amor interesado.

La duda se clavaba en su pecho como un estilete. ¿Le estarían engañando? ¿Serían aquellas vivencias el resultado del hipnotismo o de una sugestión provocada en él por los cátaros? De ser así todo cambiaría. Menos su amor por Karen. Mejor no pensarlo.

Terminados postre y coñac, extendió la parte central del sillón que conectando con un pequeño asiento frente al suyo se convertía en cama. Apagando sus luces contempló la densa oscuridad exterior. Hizo sus cálculos. Una copa de champaña, unos vasos de buen vino y el coñac. ¿Era sueño lo que sentía o simple sopor etílico?

64

Madrugada del 12 de septiembre del año del Señor de 1213. En el exterior de la tienda de campaña llovía.

Pedro II de Aragón y I de Barcelona, señor del Bearn, del Rosellón, de la Provenza y de Occitania, estaba arrodillado en el suelo velando sus armas. Aquél era el día del juicio de Dios.

Iluminado por un solo candelabro de siete bujías, rezaba a la cruz que formaba su espada clavada en el suelo.

– Señor, buen Dios, hacedme digno de la victoria o matadme en el combate. Si os he ofendido haced que mi castigo sea la muerte en batalla, pero salvad mi alma; y si os soy grato dadme la victoria sobre mis enemigos.

»Señor, Dios verdadero, no sé si sois cátaro o católico. Quizá sois ambos. Dadme valor para salir el primero al combate, para no escudarme ni siquiera en mis caballeros. Hoy lucharé en primera línea.

Pedro se sentía cansado, había sido un largo día lleno de discusiones y diplomacia.

Al fin, en la noche había amado a Corba, la mujer de su vida, su amor, la bruja cátara que lo tenía hechizado. Hicieron el amor como si fuera la última vez que se amaban. Luego, horas antes de la madrugada ella se quedó dormida, rendida por el cansancio. Él no quería dormir, ni podía.

A unos metros de la cruz de su espada descansaban sobre un taburete plegable de campaña su cota de malla, el casco de combate la túnica de guerra. Y, apoyado, el escudo con su insignia de barras en oro y sangre.

Más allá, entre los almohadones, veía la melena, negrísima como ala de cuervo, y parte del bello cuerpo de su amada. La línea perfecta de su brazo desnudo y uno de sus pechos de piel blanca quedaban al descubierto de la fina manta de lana, necesaria en la noche destemplada de septiembre. Parecía relajada.

De día, desde el campamento se distinguían las murallas de Muret, semiocultas entre la vegetación del río Loja y la alameda que marcaba el paso del río Garona.

– Señor, ayudadme en la batalla; pero, si no me dais la victoria, al menos proteged a Corba y haced que se salve.

Aun cansado, Pedro velaba sus armas como las reglas de caballería dictaban a un caballero que se sometía al juicio de Dios.

A principios del año el conde de Tolosa, Ramón VI, envió otro mensaje desesperado pidiéndole su auxilio frente al avance imparable de la Cruzada. Pedro ya había tomado su decisión. Aceptó el juramento de fidelidad que su antiguo enemigo le ofrecía, y todos los cónsules de Tolosa -el padre de Corba estaba entre ellos- en nombre del condado y en el suyo propio ratificaron el juramento de su conde.

Ahora Pedro debía cumplir su obligación como señor feudal y defender Tolosa.

Pero quería evitar, en lo posible, el enfrentamiento con el Papa, y emisarios y embajadores cruzaban el Mediterráneo de Barcelona a Roma en busca de una solución pacífica.

La diplomacia fracasó y, a finales de junio, llegaron a la corte de Pedro dos abades enviados por Simón de Montfort y el propio legado del Papa. Su misión era persuadirle de que no ayudara a los herejes y, al no aceptar Pedro sus razones, el legado papal utilizó su mas poderoso argumento: la amenaza de excomunión. Era la ruptura definitiva.

Pedro llamó a sus caballeros más fieles y se dirigió a Barcelona. La guerra del año anterior contra los invasores almohades le había proporcionado tantas deudas como gloria y, al tener las arcas vacías tuvo que hipotecar las propiedades que le quedaban. Gracias al dinero reunió a toda prisa un nuevo ejército y, avanzando hacia los Pirineos, aprovechó el buen tiempo de agosto para cruzar los montes hasta Gascuña. Allí tomó los castillos ocupados por cruzados que estaban en su camino y, sin detenerse, y ni siquiera llegar a la ciudad de Tolosa, se dirigió a marchas forzadas a Muret donde esperaba chocar con el grueso del ejército enemigo.