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– Nos pillarán antes de llegar.

– ¿Cuál es el hotel más cercano? -preguntó Jaime.

El valet del hotel le dio a Ricardo el resguardo del coche, y de inmediato tomaron un taxi para el aeropuerto. En el trayecto, Jaime trató de nuevo de contactar con Karen, pero su teléfono móvil seguía desconectado.

– Vamos, hombre, no te preocupes -le animó su amigo-. Tu chica se encontrará a las mil maravillas.

Jaime conocía la ubicación del coche gracias a las coordenadas que había memorizado; olvidarse de ellas representaría horas y horas de búsqueda. Sin embargo le dio al taxista un número cercano pero distinto; no quería que en el peor de los casos, de localizar la policía el Corvette y si el taxista regresaba al hotel, éste fuera interrogado y que así localizaran su propio coche.

74

– Fíjate en si hay algún vehículo a la vista -avisó Jaime al llegar a Montsegur-. Sería señal de peligro, pero incluso si no vemos a nadie, los Guardianes del Templo podrían estar acechando en la oscuridad.

Pasaron lentamente por delante de la casa sin ver nada sospechoso en sus alrededores. El jardín estaba iluminado pero no había luz en el edificio. Era posible que Dubois se hubiera escondido en una de las casas cercanas pertenecientes a fieles cátaros.

– Hay alguien en la casa -observó Ricardo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Fácil. A pesar de la oscuridad, el humo de la chimenea destaca contra las estrellas.

Jaime continuó con cuidado unos cientos de metros más allá, Pudo ver a su izquierda la pequeña carretera asfaltada y, entrando en ella, bajó por la pronunciada pendiente vigilando por el retrovisor la posible aparición de alguna luz que los siguiera. Nadie los seguía. Luego de un trecho vio la bifurcación y tomaron el camino de la izquierda. Los faros del coche iluminaban la escarpada Pared rocosa y la densa masa de árboles y matas a la derecha.

Continuó lentamente un trecho, descubriendo un coche aparcado entre los árboles. Su corazón dio un brinco cuando reconoció el vehículo.

– ¡El coche de Karen! ¡Está aquí!

Pronto la podría abrazar. Deseaba con toda su alma que estuviera bien. Le diría en persona cuánto la amaba. Aparcó su coche justo al Mazda de Karen e hizo un último intento infructuoso de contactar con ella por teléfono. Luego sacó una linterna de la guantera.

– Sígueme, Ricardo. Vayamos con cautela; no sabemos si los de la secta han entrado aquí como hicieron en casa de Karen y si permanecen en el interior. Lo que sí parece seguro es que ella está adentro.

– ¡Ándale pues!

Y saliendo a la oscuridad empezaron a andar por el pasillo que la pared de roca y la vegetación formaban. Poco después se enfrentaron a la entrada de la cueva, y Jaime iluminó el interior. Allí estaba la primera puerta metálica y, una vez localizado el cuadro numérico, tecleó el código aprendido de Karen y se oyó el pitido de desactivación del sistema de alarma. La llave que Dubois le había dado para la cerradura de seguridad abrió la puerta sin ningún ruido.

«La tienen bien engrasada», se dijo mientras cerraba la puerta detrás de Ricardo.

Al fondo del estrecho pasillo encontraron la escalera metálica de caracol y luego la repisa donde se abrían los dos túneles.

– El pasillo de la derecha lleva a las celdas de los Buenos Hombres; yo no tengo llave para la puerta -le susurró a Ricardo-, así que vamos a entrar por el salón principal, donde está la chimenea que humeaba. Allí deben de estar Karen y los de la secta, si se confirman mis peores temores. Entraremos por sorpresa; tú controla el lado derecho, y yo el izquierdo. Si alguien lleva armas, seguro que es enemigo.

Penetraron en el túnel y al final encontraron la segunda puerta metálica.

Jaime sentía su corazón acelerado. Detrás de aquella puerta estaba su amor, y quizá en peligro; dentro de unos segundos podría tener lugar la batalla que el recuerdo del avión le había augurado. El ganarla separaba la vida de la muerte. Respiró hondo y aplicó el oído a la puerta para detectar algo que le permitiera conocer cuántas personas estaban allí y cuál era su situación. Nada. No oyó nada. ¿Qué estaría ocurriendo? ¿Era la puerta la que no permitía oír o quizá estuviera el salón vacío? ¡Karen debía de estar allí!

Dios mío, se sorprendió a sí mismo rezando de nuevo, haz que ella esté aquí y que esté bien.

– No oigo nada, Ricardo -le dijo luego a su amigo-. No sé qué puede estar pasando. ¿Estás listo para entrar?

– Sí.. Vamos allá.

Jaime puso la llave en la cerradura y marcó el código en el pequeño panel del sistema. Pulsó el botón enter, pero el suave pitido anunciando la desactivación de la alarma no sonaba.

– Extraño -murmuró-. Juraría que el código que he introducido es el correcto.

Repitió la operación una y otra vez. Sin resultados. Pensó un momento. Creía estar seguro de que la vez anterior el pitido de desconexión había sonado.

– Ricardo, prepárate. Alguien ha cambiado el código de acceso. -Jaime sacó su revólver de la chaqueta-. Cuando entremos, la alarma sonará. No sé si de inmediato o si nos dará algunos segundos de margen. ¿Estás preparado?

– Sí -respondió Ricardo escueto, blandiendo también su arma.

Jaime dio la vuelta a la llave en la cerradura y, empujando la puerta, ésta se abrió sin dificultad, silenciosa. Entró rápidamente en el salón, sujetando su revólver con las dos manos, y se colocó al lado izquierdo para dejar paso a Ricardo.

75

La estancia se encontraba tenuemente iluminada por el fuego que ardía en la chimenea y por dos lámparas de mesa. Al principio Jaime creyó que no había nadie en el gran salón.

Luego vio ropa esparcida por el suelo, por encima de un sofá y de uno de los sillones. Unos zapatos de mujer. Una blusa. Un sujetador, unas bragas. ¡Y unos pantalones de hombre!

Buscó con la mirada y vio, medio iluminados por la luz del fuego y de las lámparas, dos cuerpos desnudos, uno encima del otro en un tresillo. ¡Hacían el amor!

Quedó paralizado por la sorpresa; era lo último que esperaba encontrarse. La pareja no se había apercibido aún de su presencia, y Jaime no podía verles la cara desde donde se encontraba, pero el hombre lucía melena oscura y la mujer pelo rubio. Sintió como si un puño de hierro le apretara el estómago y los intestinos. El hombre la penetraba con lentitud, jadeando de pasión. Jaime se sintió ridículo con el revólver apuntando; bajó su brazo y entonces la alarma empezó a sonar. Era un tono bajo y zumbón, sólo para alertar al interior de la casa.

Habían pasado unos segundos escasos, pero a Jaime le parecieron horas. El hombre se incorporó ligeramente y, al girarse hacia la puerta secreta, su mirada se cruzó con la de Jaime. ¡Era Kevin Kepler! ¡Dios mío, que no sea lo que me temo! ¡No! ¡Por favor que no sea; que no sea ella!

La mujer echó la cabeza hacia atrás mirando también en dirección a la puerta, y Jaime vio un brillo extraño en los ojos que tanto amaba. ¡Karen! La mirada de uno quedó clavada en la del otro en un segundo que a Jaime le pareció una eternidad de infierno.

Karen empujó a Kevin de encima separando su unión y se giró en el sofá dándole la espalda y acurrucándose en posición fetal. El fuego de la chimenea y la tenue luz iluminaban el oro de sus cabellos, la blanca piel de su espalda y la redondez de sus caderas y nalgas. Jaime sintió el mundo hundiéndose alrededor. Kevin se había quedado de pie, completamente desnudo, mirándole, con su pene aún indecentemente erguido. No hizo ningún movimiento para cubrirse con la ropa esparcida por el suelo.

– Jaime, qué inoportuno. No te esperábamos. -Su voz sonaba confiada, arrogante, y su cara dibujaba una sonrisa de triunfo.

Jaime se quedó mudo. Por un brevísimo momento le pasó por la mente pedir disculpas por la interrupción. Lo rechazó de inmediato. Aquel hombre que le miraba con sonrisa cínica le estaba robando. Le estaba robando lo que más quería en el mundo. Le robaba a Karen y, con ella, también le arrebataba sus ilusiones, su futuro, su nueva vida. Sintió una oleada de sangre que le subía a la cabeza. Allí estaba el maldito con su asqueroso miembro elevado, brillante a la luz de las lámparas, todavía húmedo, como quien enarbola un trofeo de victoria.