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– Pero yo le dije que la amaba, Ricardo. Y me ha traicionado.

– No te ha traicionado, si nada te prometió. Nada es tuyo hasta que lo consigues. Pelea por ella, Jaime; pelea por ella si la quieres.

80

El sol entraba, a ratos, a través del ventanal con las cortinas a medio correr. Nubes y claros. Ya era la tarde cuando Jaime despertó. Miró el reloj. ¡Las cinco! Tenía hambre y fue al frigorífico. ¡Prácticamente vacío! Preparó tostadas, huevos, un zumo de naranja helado y un reconfortante café. ¿Qué había pasado? ¿No sería todo una pesadilla? ¿Una más de las que le habían asediado en la noche? ¡Ojalá lo fuese! Puso el contestador automático.

Un mensaje de Delores, su ex mujer, para que la llamara y acordar el fin de semana con su hija. Otro de su madre para saber cómo estaba. Lo cierto es que debía cuidar un poco más a la familia. Aquello lo estaba desquiciando. Varios recados de Laura. ¿Dónde estaba? Le buscaban en la oficina. Un mensaje de Ricardo; le decía que había recuperado el coche y que lo esperaba en el club para continuar su charla. Y finalmente uno de Dubois.

Buenos días señor Berenguer. Karen me ha contado lo que pasó ayer noche. Creo que será bueno que nos veamos. En su hamburguesería griega a las ocho. Me aseguraré de que no me sigan. Hasta luego.

– ¿No le ha ocurrido alguna vez que, al conocer a alguien, de pronto le cae bien o mal mientras que otros le son indiferentes? -le preguntó Dubois cuando Jaime se sentaba portando a la mesa comida para ambos. El hombre le miraba con sus ojos demasiado abiertos, demasiado fijos.

– Sí, me ha ocurrido.

– Dígame con franqueza, ¿me equivoco si afirmo que cuando me conoció le caí mal de inmediato?

– ¿A qué viene eso?

– Se lo explico, pero primero responda, por favor.

– Lo cierto es que no me cayó bien. ¿Cómo lo sabe? ¿Tanto se notó?

– No. Pero muchas veces la gente nos cruzamos una y otra vez en sucesivas vidas, y sin ser conscientes de ello hay algo en los otros que reconocemos. Y los odios y los amores se mantienen. Ésa es la explicación de por qué, en ocasiones, alguien nos cae mal sin que nos haya hecho nada para merecerlo. En esta vida, claro.

– Entonces, hemos coincidido con anterioridad.

– Por supuesto.

– ¿Qué me hizo usted en mi vida anterior para que le tenga ojeriza?

– ¿No me ha reconocido? -Dubois se le quedó mirando, acariciando su barba blanca con una sonrisa que suavizaba un poco la fijeza de ofidio de sus ojos.

– No.

– ¿Hasta dónde ha llegado en sus recuerdos, Berenguer?

– Justo salía con mis tropas para enfrentarme al ejército cruzado frente a las murallas de Muret.

– Entonces ya había tenido usted una fuerte discusión con uno de sus aliados.

– Sí.

– ¿Recuerda con quién?

– Ramón VI, conde de Tolosa.

Dubois no habló, pero mantuvo su mirada y su sonrisa.

– ¿Era usted? -El pensamiento asaltó de repente a Jaime.

– Fui yo.

Recordaba la discusión que ambos tuvieron justo antes de la batalla y cómo el otro se retiró indignado. Pedro despreciaba a Ramón VI por cobarde, y Ramón VI consideraba a Pedro un loco suicida.

– Sorprendente. -Jaime hilaba nuevos pensamientos y después de una pausa interrogó-: ¿No era el padre de Corba un cónsul de su ciudad de Tolosa?

– Sí. Era un buen amigo.

– Y usted lo envió como cónsul a Barcelona. Y de alguna forma envió Corba a Pedro.

– ¿Adónde quiere ir a parar?

– ¿Ha sido usted el que envió a Karen a que me enamorara?

La sonrisa de Dubois se amplió.

– Yo no tengo tanto poder. Me sobrestima. Karen le reconoció a usted en sus recuerdos de los tiempos de la Cruzada y fue por sí misma a buscarlo.

– ¿Seguro que era por eso? ¿Que era ése su único motivo? -preguntó Jaime, receloso, pero supo de inmediato cuán inútil era la pregunta-. Bien, pues ya debe de saber que se ha ido con otro.

– Karen me contó lo ocurrido. ¿Qué piensa hacer ahora, Berenguer?

– Enviar al cuerno a su secta cátara.

La expresión de Dubois no cambió.

– ¿Y dejará qué los Guardianes se salgan con la suya y dominen la Corporación? ¿Y que su jefe continúe encubriendo los fraudes?

– Eso ya no me incumbe.

– No lo creo. No va a dejar usted su ciclo abierto. Va a continuar con nosotros porque cree en lo que hacemos. Y porque es la continuación de una guerra que empezó hace siglos; usted estaba entonces a nuestro lado y lo está ahora.

Jaime no respondió. Dubois tenía razón. Aun sin Karen, no podría dejar aquello; estaba atrapado por su propia identidad, por el pasado y porque la guerra presente era ya para él algo personal.

– Además -continuó el hombre-, no va a dejar a Karen en peligro, ¿verdad? ¿Sabe que ayer asaltaron su apartamento?

– Sé que está en peligro, pero ya tiene quien la defienda.

– O sea, que se retira. Le cede Karen a su contrincante. ¿Es así?

– No. -Jaime pensó un momento-. No quisiera, pero Karen ya tiene edad para saber lo que hace y ya ha elegido.

– Quizá no haya elegido todavía.

– ¿A qué se refiere?

– A que aún tiene usted posibilidades.

– ¿Cómo lo sabe?

– Ya le he dicho que Karen me contó lo de anoche. Y me pidió que hiciera de intermediario.

– ¿Para qué?

– Quiere verle. Quiere hablar con usted para aclarar lo ocurrido. Pero no quería contactar directamente. Y aquí estoy yo, intermediando. ¿Acepta?

A Jaime casi se le escapó del pecho un «Claro que sí» pero se contuvo para contestar luego de fingir que pensaba. Se dio cuenta de que, a pesar del terrible dolor que ella le causaba, deseaba verla con desesperación.

– De acuerdo.

– ¿Dónde y cuándo se verán?

– En Ricardo's, esta noche.

– Bueno. Espero que después de esto me aprecie un poco mas. -Dubois se levantó, tendiéndole la mano como despedida.

Jaime la estrechó con fuerza.

81

Su media melena rubia clara iluminó la entrada de Ricardo's, como si la luna llena saliera de una nube oscura. El local estaba animado y su cálido aroma, mezcla de tabaco, ron, tequila y brandy, se fundía con la música de sabor latino.

Jaime sintió al verla ese pálpito al que no se habituaba. Era ella. Karen miró hacia la barra buscándolo. Vestía un traje chaqueta negro con un jersey de pronunciado escote de pico. Labios rojo carmín. Hermosísima. Una falda corta descubría unas largas y bien torneadas piernas con medias oscuras que transparentaban ligeramente el color de la piel. Zapatos de tacón y un pequeño bolso conjuntado con el traje.

Dos hombres que tomaban una copa en la barra interrumpieron su conversación para mirarla; uno se inclinó hacia ella para susurrarle:

– ¿Me está buscando a mí, señorita?

Karen, muy segura de sí misma, sonrió no más de lo necesario.

– Ya tengo acompañante, gracias.

Y avanzó unos pasos con premeditada lentitud hacia el centro del local, usando ese movimiento de caderas que sólo evidenciaba fuera de la oficina. Todas las miradas de la concurrida entrada la siguieron hacia el interior de la sala.

«Vestida para matar», se dijo Jaime.

Ricardo la vio desde detrás de la barra, saludándola con un tono de voz que se elevaba por encima de la música:

– ¡Hola, Karen, me alegro de verla! -Y luego añadió irónico-: De nuevo.

Karen se acercó correspondiendo a la mano que Ricardo, luciendo una de sus fascinantes sonrisas, le tendía. Jaime no pudo escuchar su respuesta, pero imaginó que luego de varias cortesías preguntaría por él. Ricardo señaló con la cabeza en su dirección, y Karen se despidió con un gracioso gesto de su mano.