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Pedro sintió entonces un golpe y un profundo dolor en su hombro izquierdo; el brazo que sostenía el escudo se desplomó y la defensa cayó al suelo. Casi de inmediato un terrible dolor en el costado; un soldado de a pie le había clavado su lanza.

– ¡Dios mío! -musitó mientras perdía el equilibrio y caía del caballo.

Justo entonces un grupo de sus caballeros alcanzaba el lugar, haciendo retroceder a los cruzados.

Pedro no había perdido la consciencia. Allí frente a él, tendido en el suelo, estaba Miguel, su amigo, con su densa barba rubia y sus ojos azules abiertos. Miraba a un cielo que ya no veía; tenía la frente ensangrentada y abierta por un gran corte. Entre ambos, un pequeño riachuelo. Riachuelo de agua clara hacía unos momentos, llegó a pensar Pedro, ahora de sangre.

Pedro sabía que sus heridas eran mortales. Dios le había juzgado y le condenó.

Arriba sus caballeros luchaban aún, creando un espacio libre que lo protegía, y veía cómo jinetes de uno y otro bando iban cayendo. Él quería gritarles que todo estaba perdido, que se fueran. Que el juicio de Dios ya se había celebrado. Pero no pudo ni siquiera hablar. Quería que se retiraran, sabía que sus caballeros morirían antes que abandonarle a él allí, a pesar de que la batalla estaba ya perdida. La angustia que aquella certidumbre le causaba dolía más que sus heridas.

Se equivocó al no seguir los consejos de Ramón VI. Erró al conducir a su gente a un combate en campo abierto. Obró contra la prudencia y ahora respondía por ello.

Pero quería ser juzgado por Dios y acabar con aquella duda terrible, aun a costa de su vida. Y había sido condenado. Pero ahora comprendía que no sólo él pagaba por su pecado, sino que sus caballeros y las gentes que le eran fieles sufrirían la misma condena.

Las lágrimas brotaron de sus ojos. Había sido un loco obsesionado por el amor de una mujer y por ella se había enfrentado a la voluntad de Dios. Y por ella había buscado su destino en aquel campo de batalla. Y ya lo había encontrado. Su destino era la muerte.

Sentía dos dolores en el pecho: el de la herida física y el de la pena. No sabía cuál dolía más, pero ambos le estaban matando. El dolor era tal que iba a perder la consciencia. La muerte le libraría del dolor físico. Pero ¿cómo se libraría de su angustia, del dolor de su espíritu?

– Señor mi Dios, perdonadme por lo que he hecho a mis gentes.

Con un último esfuerzo Pedro se tumbó hacia el cielo. Casi no oía el estruendo del combate.

Miles de imágenes cruzaron su mente. Su infancia, sus guerras, sus amores. Corba.

– Señor buen Dios, cuidad de mi amada Corba, cuidad de mis súbditos y de mi hijo.

El cielo continuaba con sus nubes grises y blancas. Su vista empezó a nublarse y veía las siluetas de los combatientes como a cámara lenta, bailando un macabro baile de muerte alrededor.

– Señor buen Dios, perdonadme.

De pronto, atravesando un claro de nubes, surgió un pequeño rayo de sol.

Pedro vio una luz blanca salir del cielo, la luz se hizo mayor y se le acercó. Y sintió que había alguien dentro de aquella luz. Ese alguien misericordioso le hablaba, diciéndole que el buen Dios le había perdonado.

Pedro sintió la paz.

85

– El ciclo se ha cerrado -dijo Dubois apartando sus manos.

Jaime recuperaba lentamente la consciencia de dónde estaba. Dubois volvió a hablar.

– Ahora debe encontrarse a sí mismo. Estaré en mi celda, rezando, venga cuando me necesite. -Y dirigiéndose a la puerta lo dejó solo en la capilla subterránea.

Tumbado en el pequeño diván, podía ver de nuevo el tapiz de la herradura cátara con sus personajes y divinidades extrañamente primitivos y ahora inmóviles. El Dios bueno, el mal Dios estaban allí, quietos, pero llenos de un poder oculto y de un significado que Jaime no terminaba de comprender.

Notaba sus ojos y mejillas húmedos y se dio cuenta de que había estado llorando cuando el rey Pedro lloró. Había vivido su propia muerte y, antes de morir, experimentó cómo la pena y sus propios reproches le destrozaban el corazón.

Sentía una gran compasión por Pedro. Por él mismo. Por el caballero, por el rey, que creía en un Dios que juzgaba a sus criaturas, premiando a las justas con la vida terrena y castigando a las equivocadas con la muerte. Lamentaba el destino de aquel hombre, que lo había dado todo por el amor de una mujer: su vida, la de sus caballeros y amigos, su reino y también su alma.

Estaba seguro de que aquella historia antigua se repetiría en el presente y experimentaba lo que Pedro sintió cuando velaba sus armas y rezaba a Dios la noche antes de entrar en batalla.

El lunes, si todo estaba listo, debería ver a Davis, convencerlo y demostrarle que existía un complot dentro de la Corporación y que en los asesinatos estaban involucrados varios de sus más altos ejecutivos. Si fracasaba, los Guardianes sabrían entonces que él era su enemigo y su vida no valdría nada. Lo buscarían para asesinarle. Y también a Karen.

Sentía que la vivencia que acababa de experimentar no era un buen presagio, era un aviso de algo malo. Pero él, como antes Pedro, no tenía otra alternativa. Miró a la imagen del Dios bueno.

– Señor buen Dios -empezó a rezar-, dadme valor. Dadme la victoria.

86

Encontró a Peter Dubois en su celda, rezando de pie frente a un libro apoyado en un atril. La habitación era un simple cuarto de unos veinte metros cuadrados pintado de blanco y amueblado con una austeridad que contrastaba con el resto de la casa. Una cama de madera, una mesa, dos sillas, un pequeño armario, varios estantes de libros. No tenía ventanas, y la luz natural entraba por una claraboya que iluminaba el fondo de la habitación donde estaba el viejo libro. Jaime intuyó que aquella obra sería una copia del nuevo testamento de san Juan Evangelista; el libro del Dios del amor para los cátaros, la voluntad del Dios bueno expresada por Jesucristo.

– Hoy he vivido mi muerte -le dijo Jaime a Dubois una vez que se sentaron en las dos únicas sillas.

– La carne que creó el diablo murió -repuso éste con una sonrisa-. Su verdadero yo espiritual es el que está aquí ahora conmigo. Jamás murió.

– Vi sufrir y perecer a muchos a causa de mis errores; ese recuerdo me desgarra.

– Tomar conciencia del daño que causamos a los demás es parte de nuestro progreso. -La voz de Dubois sonaba suave y le producía a Jaime una sensación de paz-. No puede usted cambiar el pasado, Jaime, simplemente debe aprender para ser mejor en el futuro.

– Tenía una duda terrible sobre si el camino que había tomado era contrario a la voluntad de Dios. Me sometí a una especie de juicio de Dios luchando en primera fila en una batalla, y Éste castigó mi equivocación condenándome.

– Claro que estaba usted equivocado. Pero lo estaba al someterse a tal juicio. ¿Cómo pudo creer que un Dios bueno aceptaría que se matara con otros para juzgarle? Las armas, las guerras, las batallas y las muertes violentas son obra de un espíritu perverso al cual puede llamar diablo y que proviene del Dios malo. O si le es más fácil, llámele Naturaleza, con su gran fuerza de creación y su gran fuerza de destrucción y crueldad. Pedro II jamás se sometió al juicio del Dios bueno. Luego Él jamás le condenó.

– Peter, dice que las armas y las batallas son obra del diablo. Ahora me veo en situación de enfrentarme a otros hombres. Y si venzo, les voy a causar mal y quizá alguno muera pero, si pierdo, ellos me quitarán la vida. Y todo a causa de la guerra que ustedes han iniciado contra los Guardianes del Templo. ¿No representa una gran contradicción de su fe?