– Buenos días, señores -dijo Davis con voz firme y, sin dar la mano a sus visitantes, se sentó frente a ellos.
Todos saludaron cortésmente. Gutierres se sentó a su lado y abrió una agenda. Davis no traía papel alguno.
– Andrew, será mejor que merezca la pena. Sabes que no me gusta perder tiempo. -Los ojos del viejo se veían apagados, sin brillo; tenía aspecto cansado.
– Sabes que respeto tu tiempo, pero este asunto requiere tu atención personal. ¿Conoces al señor Berenguer?
– Sí; está a las órdenes de White, ¿cierto?
– Así es.
– Andrew, esto no me gusta. Si vamos a hablar de auditoría, White debe estar aquí para escuchar, dar su versión y, si es necesario, defenderse. No quiero intrigas ni juegos políticos. Lo sabes de sobra. ¡Gus, avisa a White! -Ahora el viejo hablaba con energía y autoridad.
Jaime olvidó rápidamente el tamaño físico del hombre y su aspecto anciano. Era Davis la leyenda; el hombre de hierro que dirigía el conglomerado de empresas de comunicación más poderoso del mundo.
– Espera un momento, David, -lo detuvo Andersen con calma-. Escucha primero de qué se trata. Si pedí una cita urgente es porque el asunto es vital y debes oírlo sin White. Escucha ahora. Luego podrás confrontar a Berenguer y a White para que te aclaren lo que no entiendas.
– De acuerdo -dijo Davis luego de una pausa en la que pareció sopesar lo dicho por Andersen-. Adelante, Berenguer.
– Señor Davis. -Jaime empezó a hablar con voz pausada y firmeza-. Existe un grupo muy poderoso trabajando en secreto para controlar esta Corporación.
– Espero que tenga más novedades, Berenguer -cortó Davis esbozando una sonrisa sarcástica-. Conozco a varios grupos poderosos que intentan controlarnos desde hace mucho tiempo. Y mi juego favorito es evitar que lo consigan.
– Este grupo está muy introducido en la Corporación y algunos de sus afiliados ocupan puestos de mucha responsabilidad en la casa.
– Tampoco es nuevo. -Davis continuaba cortante-. ¿Va a contarme algo que no sepa?
– Se trata de una secta religiosa. -Jaime sentía el apremio de Davis, pero estaba preparado para disimularlo-. Pretende utilizar la Corporación para extender su doctrina fundamentalista e intolerante. -Hizo una pausa, comprobando que Davis y Gutierres escuchaban ahora con atención-. El asesinato del señor Kurth y la persona que usted designe como su sucesor en los estudios Eagle son claves en su estrategia, y el candidato de la secta es, creo, el que tiene mejores posibilidades para el puesto. Si esa gente logra controlar las presidencias claves, con sólo librarse de usted controlarían la Corporación.
– ¿Está diciendo que Cochrane, el vicepresidente de los estudios Eagle, pertenece a esa secta? -Ahora a Davis le brillaban los ojos y todo rastro de cansancio había desaparecido de su faz.
Jaime vaciló ante la pregunta, que implicaba una acusación directa. Miró a Andersen, y éste no dijo nada pero hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Creemos que es una posibilidad.
– ¿Cree, dice? -Davis elevó la voz-. ¿Viene a decirme que sospecha la implicación de uno de los máximos ejecutivos de esta Corporación en el asesinato de Steven Kurth, y que sólo lo cree? Tendrá usted pruebas, espero.
– No acuso a nadie; todavía. Al menos no de asesinato. Permítame exponer lo que conozco, luego veremos lo que puedo probar.
El viejo no respondió, pero lo miraba con sus ojos oscuros emitiendo destellos de acero. Jaime se sentía como si hubiera salvado un primer escollo. A su lado, Gutierres lo contemplaba inexpresivo; no hacía nada para intimidar, pero su aspecto recordaba al de un guerrero arcaico listo para, a un gesto de su jefe, saltar por encima de la mesa, arrancarle el corazón y ofrecérselo, cual antiguo Dios, a Davis.
Ante el silencio, Jaime continuó.
– El objetivo de la secta, como he dicho, es el control de la Corporación, y…
– ¿A qué secta se refiere? ¿A los cátaros? -quiso saber el viejo.
Jaime sintió la pregunta golpeándole como un bofetón. ¿Qué sabía Davis de los cátaros?
– No. Estoy hablando de los Guardianes del Templo. Son una rama fundamentalista de una religión bien implantada en este país. Durante años han sustraído grandes cantidades de dinero de la Corporación, cargando sobrecostos a la producción de un buen número de películas y series televisivas. Dinero que luego invierten en la compra de acciones de la sociedad.
– ¿Nos han robado? -Ahora la expresión de Davis era de una escandalizada incredulidad-. ¿Cómo han podido escapar a nuestros sistemas de control?
– Mediante un acuerdo previo entre ejecutivos de auditoría y ejecutivos encargados de contratar compras. La secta y sus afiliados poseen un entramado de varias compañías que proveen de materiales y servicios para la producción de películas. -Y Jaime le contó los detalles.
– El asunto es grave, y usted auditor -afirmó Davis con dureza al final de la explicación-. Sabe que debe probar lo dicho. ¡Quiero las pruebas ahora!
Jaime colocó, con calma, su maletín encima de la mesa y, disfrutando del momento, empezó a extender los dossiers.
– Ésta es la lista de películas y telefilmes en los que hemos detectado fraude -dijo entregando el documento a Davis a través de la mesa. Esperó unos momentos mientras el viejo, con semblante inexpresivo, recorría la lista. Sin decir palabra, Davis pasó el documento a Gutierres-. Ésta es la lista de compañías que, según hemos comprobado, participan en contratos fraudulentos. Son más de cincuenta, pero sus propietarios, indicados al lado del nombre de la compañía, son siempre los mismos. Quince individuos, testaferros de la secta.
Y así continuó describiendo el funcionamiento de la conjura. Al fin, dejando los papeles en la mesa, Davis se quedó mirando a Jaime; aquellos ojos de viejo cansado al inicio de la entrevista despedían ahora fuego.
– ¿Tiene usted alguna sospecha o indicio de que Bob Cooper, el presidente financiero, esté en el complot? -inquirió.
– No; no la tengo.
– Bien. Entonces él se encargará de verificar estos datos, que, en efecto, sugieren la existencia de un gran fraude. El asunto es muy grave, y usted insinúa que el asesinato de Kurth forma parte de ese complot e implica a altos ejecutivos. Quiero conocer su teoría. Quiero saber cómo ha obtenido usted tanto la información como los documentos de estos asuntos que no pertenecen a su área de responsabilidad.
– Usted recordará a Linda Americo.
– Sí, la recuerdo. Es la chica que fue asesinada en Miami por una banda de sádicos.
– Eran mucho más que una banda de sádicos. Linda fue amante de Daniel Douglas, mi ex compañero encargado de auditoría de producción. Era también su subordinada. Él la introdujo en la secta de los Guardianes. -Jaime explicó con detalle, pero sin identificar a Karen, cómo Linda obtenía la información y cómo la transmitía a su amiga.
– ¿Cuál es su interés en esto, Berenguer? -inquirió Davis al final del relato-. La secta, de existir, podría tomar represalias contra usted y su amiga. ¿Por qué se arriesga? ¿Cuál es su ganancia? ¿Es usted un justiciero solitario que pretende vengar a Linda? ¿O quiere librarse de White y quedarse con su puesto de presidente?
Jaime detectaba malicia en la última pregunta del viejo.
– Señor Davis, soy auditor y he descubierto un fraude contra la empresa para la que he trabajado durante muchos años. Mi obligación es investigarlo y denunciarlo. ¿Qué tiene de extraño?
– Sí, cierto. Cierto. Es su obligación -contestó Davis con una mueca que quería ser el inicio de una sonrisa-. Pero no es su trabajo habitual, y asume usted riesgos personales.
– Bien. Admito que me encantaría que se hiciera justicia con los asesinos de Linda. -Hizo una pausa y habló con lentitud- Y que no rechazaría un ascenso.
– No corra tanto -le cortó Davis con una sonrisa más lograda que la anterior. Era obvio que la respuesta le gustaba; era el lenguaje que el viejo entendía y al que estaba acostumbrado-. Ahora, basta de ese asunto. Quiero verle a las tres de la tarde. A ti también, Andrew.