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– Usted ha dicho que, de no cometer delito, cualquier creencia religiosa está protegida por nuestra Constitución. Los cátaros no han cometido delito alguno.

– Pero lo utilizan a usted. ¿Cómo lo captaron? ¿Alguna bella mujer lo sedujo? ¿Qué tal esa Karen Jansen? A su compañero Daniel Douglas le ocurrió lo mismo con Linda Americo. ¿Lo recuerda?

Jaime sintió la boca seca y una punzada en las tripas. Esas dudas ya las había sufrido con anterioridad, logrando acallarlas; pero ahora que ese hombre abría la herida de nuevo, el maldito dolor regresaba.

– ¿O quizá usaron su sistema de hipnosis para hacerle creer que usted fue un cátaro antiguo? -continuó Beck después de una pausa durante la cual estudió las reacciones de Jaime-. ¿No es asombroso cómo logran hacerle creer que se ha reencarnado? Tienen un sofisticado sistema de implantación de vivencias inventadas. ¡Qué bonito artilugio de control sobre los demás! Y lo usaron con usted, ¿no es cierto, Berenguer?

Jaime no contestó, sentía la sangre subiéndole a la cabeza. ¿Le habrían engañado en todo como sugería ese hombre?

Al cabo de unos momentos de silencio, viendo que Jaime no hablaba, Beck continuó:

– Lo están usando para sus fines y luego intentarán engañar a muchos más. Pero la justicia los detendrá. Nosotros los detendremos. Necesito su colaboración.

– ¿Qué quiere de mí?

– Quiero que me dé las llaves, las claves secretas y la ubicación de la entrada escondida del lugar que llaman Montsegur. El FBI precisa de su ayuda para encontrar pruebas que demuestren que los cátaros son una secta peligrosa; que actúan ilegalmente y que le engañaron a usted y a muchos más.

– ¿Que le dé las claves secretas? -Jaime estaba asombrado por lo mucho que el FBI sabía sobre los cátaros-. ¿Quién le ha dicho que yo conozco tal lugar? Y si existe, ¿por qué no le pide a un juez una orden de registro?

– Sabemos que usted ha estado allí. Y usted sabe que ha sido utilizado por los cátaros para que les ayudara a lograr sus propósitos. -El tono del hombre era amistoso-. Ayúdenos. Se trata de una operación encubierta; no podemos ir aún a un juez. Necesitamos pruebas y las obtendremos en Montsegur. Usted no debe ninguna fidelidad a esa gente. Le han engañado. Esa Karen es la amante de un tal Kevin Kepler; a usted lo ha seducido para utilizarlo y luego lo abandonará. Ayúdenos a probar que usan métodos ilegales y los meteremos en la cárcel.

Jaime sintió que su triunfo del día anterior se desvanecía de repente; Beck había hecho al fin diana y lo hería en sus dudas más profundas. Sentía un sufrimiento hondo e insoportable. ¿Lo utilizaba Karen?

Un odio rencoroso hacia aquel individuo, que destrozaba sus ilusiones, creció en él. No podía ser; él no renunciaría a su felicidad tan fácilmente. Intentó pensar. No todo encajaba aún en la historia.

– ¿Cómo sabe eso, Beck? ¿De dónde ha sacado la información?

– No importa ahora. En el FBI tenemos muchas fuentes. Ya le he dicho que soy especialista en el estudio de sectas y llevo tiempo detrás de los cátaros. Es muy probable que fueran ellos los de la bomba contra Kurth. Déme lo que le pido, Jaime. Karen se está acostando con Kevin a sus espaldas. Le hará bien saber toda la verdad y ver que los que se han burlado de usted, utilizándolo como a un muñeco, se llevan su merecido.

– No sé de qué me habla, Beck. -Jaime sentía la punzada en el estómago convertirse en dolor-. Vaya usted al juez y que le dé una orden de registro. Lo que usted propone es ilegal.

– No es ilegal si usted nos acompaña. Ayúdeme y se alegrará de hacerlo.

– Le he dicho que no sé de qué me está hablando.

– Miente usted, Berenguer, es un estúpido al que engañan. -Beck hablaba ahora con tono autoritario. Luego consultó su reloj de pulsera-. Mire, no tengo tiempo que perder. Déme las llaves y los códigos. Si no, usted será acusado junto con los otros.

– ¡Váyase al diablo! -estalló Jaime, que sentía su dolor transformarse en cólera contra aquel hombre-. Y salga de aquí de inmediato. No tengo por qué aguantarle esa mierda.

– Se pone usted difícil, Berenguer. -Beck sonreía-. Si no me cree, le voy a ofrecer una prueba definitiva.

– ¿Qué prueba?

– Llame a su secretaria, que venga un momento.

– ¿Laura? ¿Por qué razón debiera llamarla? ¿Por qué razón debiera hacerle caso alguno a usted?

– ¿Teme la verdad? ¿Prefiere vivir engañado? Por favor, llámela. -Beck le hablaba ahora con suavidad y acentuaba su sonrisa.

Jaime decidió aceptar el reto y levantándose de la mesa de conferencias pulsó el teléfono para llamar a su secretaria. Laura apareció en la puerta casi de inmediato.

– ¿Ha llegado la señorita Jansen? -preguntó Beck a Laura.

– Está esperando fuera.

– ¿Karen? -Jaime se asombró-. ¿Qué hace Karen aquí?

– Me he tomado la libertad de llamarla en su nombre -dijo Beck-. Estaba seguro de que usted querría saber la verdad. -Luego Beck se dirigió a Laura-. Por favor, dile a la señorita Jansen que pase.

97

Gutierres observaba a White con atención. Había algo que no le gustaba, algo iba mal; radicalmente mal. White había llegado puntual a la cita de las cuatro y media. Cómo no. Tres pretorianos lo habían recogido en su casa para conducirlo a la Corporación. De hecho, habían establecido turnos de guardia noche y día para evitar que White escapara. Tres hombres vigilando todas las salidas posibles. Tuvieron algún problema inicial con el servicio de vigilancia privado de la lujosa urbanización donde White tenía su casa. Nada que el nombre de Davis, un poco de intimidación y una buena propina no pudieran solucionar.

Se alegraba de que White hubiera obedecido a Davis no saliendo de casa. De lo contrario, sus hombres se lo habrían impedido. Lo cual era ilegal y, aunque Gutierres no tenía un excesivo respeto a las leyes, sabía que debía ser cuidadoso para evitar problemas.

Pero su preocupación no procedía de aquella pequeña ilegalidad. White había cambiado, no era el del ayer. Al hablar, el hombretón movía sus grandes manos en gestos amplios. Sus ojos desvaídos no rehuían la mirada como en el día anterior. Y se mostraba seguro.

– Insisto en que todos los documentos que Berenguer trajo ayer son falsos -decía-. Si alguien ha estado robando a la Corporación, han sido los cátaros.

– ¿Cómo me sueltas eso? -replicó Davis airado-. Las pruebas son irrefutables, la documentación es auténtica.

– Debe de haber un error.

– Bob. -Davis se dirigía al presidente de Finanzas-. Tu revisaste los documentos. ¿Qué dices?

– No hay la menor duda. La documentación es de primera mano.

– Insisto en que yo no tengo nada que ver con esto y se me está difamando.

– ¡Ya basta, Charles! -intervino Andersen-. Habla de una vez, confiesa la trama. David te permitirá salir de ésta sin cargos. Es una oferta generosa. De lo contrario, tenemos al inspector Ramsey esperando en la sala contigua para que te detenga. Luego te machacaremos en los tribunales y nadie te librará de una larga estancia en la cárcel.

– Sucio cátaro -repuso White con desprecio, y miró a otro lado.

Algo no funcionaba, volvió a pensar Gutierres. Esa arrogancia; White estaba demasiado seguro de sí mismo. Repetía una y otra vez que era inocente, que los Guardianes no existían, y no lograban sacarle nada. El miedo del día anterior se había disipado. ¿Por qué?

98

– Gracias Mike, puedes retirarte -le dijo Beck al guarda de seguridad que acompañaba a Karen-. Por favor, Laura, quédate con nosotros. Señorita Jansen, mi nombre es John Beck y soy del FBI. Me gustaría que participara en nuestra conversación. Señoritas, Jaime, ¿quieren sentarse, por favor?

– Jaime, ¿qué ocurre? -preguntó Karen mientras se sentaban-. Me ha llamado un guarda diciéndome que necesitabas verme con urgencia. ¿Va todo bien?