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Haciendo un gesto de decepción, salió cerrando la puerta tras de sí.

– ¿Cómo ha conseguido pasar todo ese arsenal a través del sistema de seguridad? Los guardas son de su secta, ¿verdad? -preguntó Karen.

– En efecto, tenemos muchos amigos entre los guardas de seguridad del edificio. Los mismos que, cuando empiece a sonar la alarma, van a desconectar la telefonía interna. Nadie podrá llamar afuera. Nadie se podrá comunicar dentro.

– No les servirá de nada. Davis y los suyos utilizarán los teléfonos móviles -afirmó Jaime.

Beck lo miró como a un alumno retrasado.

– ¡Naturalmente que está previsto! Somos profesionales, señor Berenguer; hemos traído un equipo que produce interferencias en las comunicaciones telefónicas sin hilos, sean analógicas o digitales. Ni una sola palabra, ni un solo lamento saldrán del edificio.

Las miradas de Jaime y Karen se cruzaron. Todo estaba perdido. Beck y Laura, sentados frente a ambos, descansaban sus pistolas encima de la mesa, aunque las mantenían bien sujetas. Jaime observó que el dedo índice de la mano derecha de Beck, el apoyado en el gatillo, tenía una extraña cicatriz que, dividiendo la uña en dos, recordaba la pezuña de un ungulado.

– Laura. -Jaime la miró a los ojos-. ¿Cómo puedes hacerme esto, luego de tantos años trabajando juntos?

– También tú has trabajado muchos años con White y no te preocupa lo que le has hecho.

– Pero él estaba robando. ¡Maldita sea, Laura! ¡Si viniste a celebrarlo ayer noche con nosotros! ¡Ayer eras nuestra mejor amiga y hoy nos apuntas con un arma!

– Yo no quería venir; esto no es de mi agrado. Pero mis superiores dijeron que debía hacerlo y lo he hecho.

Fue entonces cuando la alarma empezó a sonar con un gemido angustioso.

99

Gutierres sentía que algo fallaba. White se mostraba arrogante, no parecía un hombre que temiera ir a la cárcel o recibir un disparo en la espalda al entrar en casa. Pero ayer sí tenía miedo. ¿Qué ocurrió durante la noche? Habló con los suyos. ¿Qué le dijeron para tranquilizarle? Nada legal. A White no lo salvaban de la cárcel, a estas alturas, ni el mejor abogado ni la mayor fianza. David podía hacer eso y más.

Instintivamente empezó a contar sus efectivos. Los seis hombres que habían hecho las guardias de noche y mañana en la casa de White descansaban. Ocho más tenían el día libre, y treinta se encargaban de la vigilancia del rancho. Había creído que todo estaba bajo control y sólo tenía ocho hombres en el edificio. Más los guardas de seguridad. Quizá treinta más.

No le cabía en la cabeza que los amigos de White intentaran algo en el edificio de la Corporación. ¿Y por qué no? Si Berenguer estaba en lo cierto, alguno de ellos debió de ayudar a los que pusieron la bomba. ¿Cuán fiables sería el resto de los guardas? El testarudo de Davis siempre quiso tener dos cuerpos de seguridad independientes y no le hizo caso cuando tantas veces él le propuso unificarlos bajo su mando. Los guardas habían mostrado con frecuencia rivalidad con respecto a los Pretorianos. Pero ¿cuán fiables serían ahora?

De pronto Gutierres sintió cómo se le erizaba el pelo del cogote al cruzar por su mente una duda, un oscuro presentimiento. Levantándose de la silla salió presuroso de la habitación ante la sorpresa de los que intentaban que White confesara.

Cogió el teléfono y llamó al pretoriano que vigilaba la limusina en el garaje.

– Rob, ¿todo bien?

– Aburridamente bien.

– ¿Has visto a alguien en la última media hora?

– Bueno, sí, de hecho… -La comunicación se cortó.

Gutierres llamó varias veces sin poder contactar. ¡El rancho! ¡Haría venir a todos los disponibles!

Intentó una y otra vez hablar con el rancho a través del teléfono fijo. Luego con el móvil. No había línea. ¡Estaba incomunicado! Entonces la alarma del edificio empezó a sonar.

– ¡Mierda! -dijo lanzando el teléfono al suelo-. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? ¡Es una trampa!

100

Al oír el ulular de la alarma Jaime sintió que era el principio del fin. Su mano buscó la de Karen, sujetándola con fuerza. ¿Qué importaba ahora que lo hubiera utilizado? Jaime sabía que entre los «cadáveres» que Beck mencionaba aparecerían los suyos. No le guardaba rencor a Karen por haberle metido en aquella aventura; al contrario, la amaba más ahora, sabiendo que todo terminaría en unos momentos. Hubiera podido terminar bien. Y aun con un final triste, también habría valido la pena; Karen le había llevado, de una existencia monótona, a amar, sufrir y gozar de la vida con una intensidad nunca sentida antes. Ocho siglos en dos semanas.

– No nos queda ya tiempo y quiero la información que le he pedido, Berenguer -presionó Beck-. Déme los códigos de acceso a Montsegur.

– Necesita entrar de forma no violenta en Montsegur para escenificar su acto final de suicidio de la secta, y Laura no sabe los códigos ¿cierto? -Beck hizo una pequeña inclinación afirmativa con la cabeza-. Y luego, ¿qué? No puede dejarnos con vida; nos asesinará. ¿Qué gano dándole los códigos? Nada. No tiene con qué negociar.

Beck esperó unos momentos antes de responder y lo hizo de forma lenta, recalcando las palabras:

– Sí tengo. Y se llama dolor. Voy a pedir que venga Paul y que pase un buen rato con la señorita Jansen. Delante de usted. O ella o usted me darán lo que quiero. En poco tiempo, se lo aseguro. Dénmelo ahora y así se ahorran el sufrimiento.

– No tiene tiempo de que ese cafre de Paul haga a Karen lo que debió de hacer con Linda Americo en Miami. No sirve su amenaza.

En aquel momento, se oyeron varios estampidos en el exterior. Continuaron por un minuto y luego se hizo el silencio.

101

Gutierres dio instrucciones a sus hombres para que nadie abandonara la planta trigésimo segunda y, luego de comprobar que los ascensores estaban bloqueados, se dirigió a la sala de conferencias con rapidez. A pesar de la alarma nadie se había movido, y Davis continuaba su infructuoso interrogatorio a White. Sin pronunciar palabra, Gutierres agarró a White por las solapas de su chaqueta. White era corpulento, pero Gutierres lo era tanto o más y, de un tirón, lo hizo incorporar.

– ¿Qué está pasando? -le interrogó casi escupiéndole en la cara.

– Está sonando la alarma -respondió White con un asomo de sonrisa.

Gutierres le soltó las solapas y rápido, casi antes de que White terminara de hablar, le propinó un bofetón con el revés de su mano haciéndole caer en la silla.

– ¿Qué está pasando? -repitió.

– No lo sé. ¿Cómo lo voy a saber si estoy aquí? -White hablaba ahora alterado y cubriéndose con la mano la mejilla-. Sólo sé que está sonando la alarma.

– ¿Qué está pasando? ¿Qué traman tus amigos? -La marca de sus mandíbulas apretadas era el único signo de tensión en el rostro de Gutierres-. Cuéntame todo lo que sabes; y como mientas, te voy a cortar los huevos. ¡Habla!

– No sé nada. Te lo juro.

En aquel momento el teléfono de la sala de juntas sonó. Gutierres lo miró con extrañeza mientras el pretoriano que tomaba las minutas de la reunión descolgaba el auricular.

– Es para usted -dijo ofreciéndoselo a Gutierres.

– Gutierres. -Éste reconoció la voz de Moore, el jefe de seguridad del edificio-. Tenemos un incendio causado por una pequeña explosión en el piso dieciséis en el ala sur. No se ha podido controlar aún. Debemos desalojar de inmediato el edificio por la escalera de emergencia norte. Siguiendo normas de seguridad, el ascensor ha sido bloqueado. Hay amenazas de más bombas; salgan de ahí lo antes posible.

– ¿Por qué no funcionan los otros teléfonos?

– No lo sé. Quizá el incendio ha afectado algunas líneas. ¡Salgan ya!

– De acuerdo. Gracias.

Gutierres colgó el teléfono, para descolgar de nuevo e intentar una llamada al exterior. No consiguió tono. Intentó una llamada al propio Moore. Tampoco. Las líneas interiores tampoco funcionaban.