– ¡Que nadie se mueva de la sala! -ordenó mientras salía por la puerta.
Fuera, estableció posiciones de guardia para sus hombres y escogió a dos para que inspeccionaran la salida por la escalera de seguridad norte.
– Extremad la precaución -les dijo-; puede ser una trampa.
102
– Laura, ve a ver qué ocurre -dijo Beck al oír los estampidos.
Laura hizo el gesto de levantarse, pero antes de que saliera se abrió la puerta y apareció otro hombre equipado de forma semejante al anterior. ¡Era Daniel Douglas, el ex compañero de Jaime!
– ¿Ha empezado ya la fiesta, Daniel? -preguntó Beck.
– Un par de guardaespaldas salieron por la escalera de seguridad norte. Los esperábamos, intentamos asaltar el piso veintidós pero estaban preparados y nos recibieron a tiros. Cazamos a uno el tipo ha caído muerto en la escalera, pero los de arriba nos rechazaron, encerrándose a cal y canto. Vamos a colocar las cargas explosivas en el techo. -Luego lanzó una mirada de triunfo a Jaime y le dijo-: Te creías muy listo, Berenguer. Lograste incluso que el viejo te ascendiera a presidente, ¿verdad? Pensabas que nos habías derrotado a mí y a los Guardianes. ¡Qué estúpido!
Jaime estaba sorprendido, sabía que Douglas era uno de los principales implicados en el fraude; pero no se lo imaginó así, con las armas en la mano en el asalto del edificio de la Corporación. Mantuvo su mirada, pero no respondió. Ante su silencio, Douglas dijo a Beck:
– Termina pronto con ellos.
– De acuerdo. Pero tú a lo tuyo; no debes mezclar en esto tus sentimientos personales. Seguid sin mí, según lo planeado; aún tengo asuntos que resolver aquí.
– De acuerdo, Arkángel. -Y dedicándoles a Karen y Jaime una sonrisa satisfecha, Douglas salió dando un portazo.
– Bien, por una vez tiene razón, Berenguer. No me da tiempo de llamar a Paul para que haga hablar a su amiguita, pero le contaré el programa. El primer disparo será al estómago de su chica; el segundo a los intestinos. Producen una muerte muy lenta y dolorosa. Ella suplicará morir y haré que usted lo vea; usted lo pasará aún peor que ella. -Beck apuntó al estómago de Karen-. Laura, vigila a Berenguer; que no haga ninguna tontería. Jaime, su última oportunidad de hablar.
– No digas nada. -Karen hablaba calmada-. Moriremos igualmente, y el dolor no durará siempre. Prefiero sufrir físicamente a darles una victoria.
– La cátara quiere ser mártir, ¿verdad? Bien, Berenguer. Su última oportunidad; cuento hasta tres y disparo. Uno. -Beck se levantó de la silla apuntando el vientre de Karen.
Jaime vio en la expresión fría y determinada del hombre que éste era un asesino y que disfrutaba con aquello. Miró luego a Laura, que, también de pie, pálida pero firme, le encañonaba a él. Veía el siniestro agujero del cañón apuntándole al estómago. No podía creer que ésa fuera la Laura que conocía; parecía una pesadilla y sintió un sudor frío.
Evaluó las posibilidades de saltar a un lado para intentar despistarles. Eran nulas; lo acribillarían de inmediato. Era imposible escapar de la habitación y, aun consiguiéndolo, lo cazarían en el pasillo como a un conejo. No le daría ese placer a Beck. Apretó la mano de Karen, y ella le devolvió el apretón.
– Dos. -Beck pronunció el número en voz más alta.
Jaime notaba cómo los pensamientos e imágenes se agolpaban en su mente. ¡Maldita sea! ¿Por qué tiene que terminar así? ¡Otra vez no! El recuerdo de su muerte en la batalla de Muret llegaba nítido. Al menos entonces sabía en qué se había equivocado. ¿Qué había hecho mal ahora? ¡Otra vez perdía! Con rapidez de vértigo vinieron a su mente escenas de su niñez, el nacimiento de su hija, Jenny, su primer encuentro con Karen; y la intensidad con la que la había amado y la amaba.
– Te quiero, Karen -dijo quedamente.
– Te quiero, Jaime -contestó ella.
– Y tres.
El ruido sordo del disparo a través del silenciador se mezcló con el sonido indecente de hueso y carne reventando. En algún lugar del despacho la bala rebotó luego de cumplir con su nefasto cometido.
103
El segundo pretoriano tuvo que abandonar a su compañero en la escalera y a duras penas logró refugiarse de los disparos detrás de la puerta blindada.
– ¡Era una trampa! -exclamó Gutierres, y pidió a un pretoriano que se asegurara de que el inspector Ramsey, que había salido de la salita de espera al oír los disparos, no entrara en la reunión. Luego se dirigió a grandes zancadas a la sala.
El puñetazo partió los labios de White, que cayó de su silla al suelo. Gutierres había recorrido la distancia de la puerta hasta él tan rápido que el hombretón no tuvo ni tiempo de incorporarse. Los demás se levantaron de las sillas para ver con una mezcla de horror y morbosidad, cómo Gutierres lo machacaba a patadas. Nadie dijo nada. La siniestra alarma amortiguaba el sonido de los golpes y los lamentos de White. Cuando Gutierres se sintió satisfecho, tirando del cabello gris de White lo hizo sentarse en el suelo, para de inmediato colocar su pistola frente a los ensangrentados labios. Golpeó la boca hasta que White la abrió e introdujo el cañón del arma hasta el fondo.
– Por última vez, ¿qué está pasando? -Y dejó transcurrir unos instantes clavando su mirada en los ojos desorbitados del hombre. Luego apartó el revólver.
– Quieren matarles a todos. -Las palabras salían con dificultad de los labios hinchados-. Asaltarán esta planta.
– ¿Cuántos son?
– Quizá unos veinticinco o treinta.
– ¿Cómo podemos salir de aquí?
– No pueden. Toda posibilidad ha sido considerada.
– Debemos comunicarnos a toda costa con el exterior. -Gutierres se dirigía por primera vez al resto de los presentes-. Los Guardianes nos tienen sitiados y han bloqueado los teléfonos. A falta de un plan de acción para escapar, debemos esforzarnos en pedir ayuda. Intenten una y otra vez la comunicación tanto con sus teléfonos móviles como con los fijos.
104
Ocurrió con mucha rapidez; no había terminado Beck de pronunciar el número «tres» cuando Laura, veloz, le encañonaba a la sien, disparando de inmediato.
Jaime vio cómo una masa de despojos sangrientos salía por el lado derecho de la cabeza. Por unos segundos, Beck se mantuvo de pie, con la sonrisa aún en la cara y una expresión de sorpresa. El brazo de la pistola cayó, mientras el cuerpo se desplomaba golpeando la mesa antes de hacerlo en su asiento. Y allí quedó, en una extraña posición, de rodillas en el suelo, cabeza apoyada en la silla y una mirada vacía perdida en el techo.
– ¿Hablamos ahora de mi aumento de sueldo? -Laura, brazos en jarras, sujetando aún la pistola, sonreía mostrando los dientes en una expresión felina que Jaime no recordaba haber visto en ella, pero que le era familiar. La miró con asombro sintiendo un alivio infinito. Ahora percibía el olor a pólvora. La situación era surrealista-. Bueno, ¿qué hay de mi aumento? -insistió Laura.
Jaime necesitó tiempo para reaccionar.
– ¡Concedido! -exclamó al fin, admirando su extraño sentido del humor-. Pero antes tienes mucho que contarme.
– No hay tiempo ahora -intervino Karen, teléfono en mano-. Beck tenía razón. Están cortadas todas las líneas.
– Debemos ayudar a los de arriba -dijo Laura-. Jaime, tú tienes experiencia con armas. ¿Verdad?
– Alguna.
– ¿Y tú, Karen?
– No.
– Entonces, Jaime, coge la pistola de Beck, ponte su chaleco y cuélgate al cuello la máscara antigás. ¿Sabes cómo funciona?
Jaime manipuló la mascarilla, afirmando luego con la cabeza.
– Ahora, mientras están entretenidos con los explosivos, podemos limpiar la escalera de emergencia norte para que Davis y los suyos escapen.
– Un momento, Laura -le detuvo Jaime-. ¿Cómo sabrán que nosotros somos los buenos? Los pretorianos dispararán al primero que vean.