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Una cuidada decoración establecía, con una mínima presencia de paredes, varios ambientes permitiendo el recogimiento del despacho, el relax del comedor y una amplia sala de estar que podía acoger fiestas con cientos de invitados. Antigüedades, obras de arte moderno y un mobiliario ecléctico se combinaban con gusto y estilo.

Los grandes ventanales ofrecían una vista en un ángulo de más de ciento ochenta grados, en la que el océano brillaba al fondo, más allá de Santa Mónica e incluso por encima de Palos Verdes, al sur. Hoy era un día claro y brillante, y Ruth había hecho bajar algunos de los cortinajes para moderar la intensa luz exterior.

– Gracias a los cátaros ha descubierto un fraude de millones, salvando su vida y evitando que una secta fundamentalista controle la Corporación. ¿Le parece poco? -respondió Jaime.

– Cierto, pero los cátaros han obtenido mayor poder. ¿Cómo sé que no intentarán lo mismo que los Guardianes?

– Yo soy el único que ha ganado poder, y ha sido porque usted me lo ha dado. Usted tiene buenos informadores, sabe que los cátaros no son una secta; no persiguen el poder material como otros hacen, sólo quieren el desarrollo espiritual de la humanidad. No luchamos para controlar la Corporación, sino para evitar que otros, de ideología ultraconservadora y fundamentalista, tomaran el poder. Creemos que los mensajes que lanza al mundo la Corporación son neutrales o buenos para el desarrollo de un individuo mejor y deseamos que así continúe.

– Entonces ¿los cátaros aprueban mi línea editorial? -Davis sonreía divertido.

– Sí, y seremos buenos aliados, tómenos como tales. Todo el mundo necesita amigos; usted también.

– Me han informado que es usted un cátaro reciente.

– Cierto.

– ¿Sabe?, tiene usted un gran futuro. -La sonrisa de Davis se había tornado irónica-. Y ya que está en cambiar de religiones, quizá le pudiera recomendar otra que le iría mejor profesionalmente.

Jaime lo miró con atención. Su cara de vieja esfinge arrugada mantenía aquella sonrisa difícil de interpretar; no podía creer lo que el viejo le estaba diciendo. ¿Lo estaría probando? ¿Sondeaba su reacción? O quizá le tanteaba seriamente.

– Este tipo de conversación es anticonstitucional, señor Davis.

– No. En absoluto. Tengo un testigo que jurará que no hemos hablado de eso -dijo señalando a Gutierres, que les acompañaba en la comida.

– Habla usted de abrazar una fe como de inscribirse en un club. «Hágase socio de mi club. Tendrá ventajas sociales y quizá laborales.»

– ¿De qué se asombra? La gente cambia. De trabajo, de religión y de amantes. Usted se divorció hace unos años y hace unas semanas cambió de religión. ¿Por qué no iba a cambiar de nuevo?

– Es imprudente negarle alternativas a la vida -contestó Jaime con cuidado-, pero no hay ganancia profesional que me compensara de la pérdida afectiva que sufriría con un cambio.

– ¡Ah! -Davis amplió su sonrisa, lanzando una mirada a Gutierres, que mantenía su expresión impasible-. Esa rubita, ¿verdad?

Sin contestar, Jaime se concentró en la comida.

Después de una pausa, el tono de Davis cambió al tiempo que su sonrisa se esfumaba.

– Lo ocurrido hace una semana es muy grave. Me refiero a los Guardianes. Murieron algunos de los nuestros y muchos de ellos, pero no necesariamente los más importantes. No puedo esperar a que usted reúna pruebas para llevarlos a la justicia. De algunos jamás probaremos nada; confiaba en que White hablara, pero no lo hizo. Sé que los cátaros han tenido agentes dobles infiltrados y quiero que me dé la lista de los cabecillas máximos de esa secta. Quiero saber quiénes en la Corporación pertenecen a ella, y su grado de responsabilidad. La muerte de Kurth continúa impune, y yo conozco otra forma de justicia más rápida y segura.

– Los cátaros jamás lo aceptarán. El «ojo por ojo» va contra sus principios; es propio del Dios malo, el Dios del odio. Los nombres que le daré serán los de quienes tengamos pruebas para llevarles a los tribunales.

– Yo sí creo en el «ojo por ojo». Y no le pido nada a los cátaros. Se lo pido a usted. Esa gente es aún peligrosa y hay que cortar la cabeza de la víbora antes de que vuelva a morder.

– Lo que insinúa es ilegal. Si yo le doy los nombres sabiendo las intenciones que tiene, me convierto en su cómplice y puedo ir a la cárcel por ello. No pienso hacerlo.

– ¡Maldita sea, Jaime! -Davis golpeó la mesa-. ¡No sea estúpido! Usted y su amiguita peligran tanto o más que yo. Los Guardianes sí creen en la venganza, y ustedes les deben varios «ojos». Me he informado sobre los antiguos cátaros; un tal Brice Largaud escribió: «En la historia, el catarismo fue esa Iglesia que sólo tuvo tiempo de perdonar y desaparecer.»

»¿Qué pretenden? ¿Perdonarles y desaparecer de nuevo cuando ellos recuperen fuerzas y se puedan vengar? ¡Claro que los cátaros no son una secta! ¡Son una pandilla de estúpidos!

Jaime se encogió de hombros.

– Los cátaros nunca le ayudarán a que haga su propia justicia. ¡Nunca! Va contra lo más fundamental de sus creencias. Y yo estoy con ellos.

– ¡No sea bobo! ¿Se quiere usted suicidar? Olvídese de esa gente. Es su propia vida la que se juega. Y quizá la mía. Y eso no se lo consiento. -El viejo hizo una pausa y luego continuó con toda su energía-. Y ya no se lo pido, ¡se lo ordeno! ¡Quiero esos nombres!

Davis hablaba ahora con la fuerza intimidante que le hacía legendario en Hollywood. Pero Jaime no se sentía intimidado, al contrario, sentía la indignación crecer dentro de sí y se encontró odiando a aquel viejo arrugado y pequeño. Lo odiaba desde mucho antes.

– ¿Qué pretende hacer, Davis? ¿Crear otra vez la Inquisición? ¿Le gusta mandar a la gente a la hoguera, verdad? Le gusta oler la carne quemada y el sufrimiento ajeno. -Jaime se puso de pie. Sentía, surgiendo de su interior, un resentimiento antiguo y profundo hacia el viejo-. Después de ocho siglos quiere repetir la historia, sólo que con otras víctimas. Quiere volver a exterminar, ¿verdad? ¡No cuente conmigo!

– No sé de lo que está hablando. -Davis le miraba sorprendido.

– Pues yo sí. -Jaime arrojó la servilleta con rabia encima de la mesa-. Gracias por su comida -dijo antes de darle la espalda y dirigirse a los ascensores-. Pero la invitación tenía un precio demasiado alto -añadió a media voz y sin girarse.

Las miradas de Davis y Gutierres se cruzaron interrogándose.

SÁBADO

114

– ¿Cómo crees que les va? -preguntó Karen.

– Con dificultades, pero existe una fascinación entre ellos -respondió Jaime-. Nunca he visto a Ricardo tan enamorado, persigue a Laura como si se tratara de su primer amor.

Jaime y Karen reposaban en un sillón columpio en el cuidado jardín de los Berenguer, en Laguna Beach. Buganvillas, rosales y colibríes. Tomaban una Coronita y la mesa estaba ya dispuesta en el jardín. Joan Berenguer había terminado de cocinar una paella que colocó orgulloso en una mesita lateral. El viejo permanecía de pie junto a su obra de arte y anunció en españoclass="underline"

– ¡La paella está lista y hay que empezar a comerla en cinco minutos!

– Ahorita termino, don Joan, y nos sentamos. Prometido, cinco minutos -informó Ricardo, que preparaba las hamburguesas ayudado por Laura.

– ¿Qué dicen? -preguntó Karen.

– Que hay que sentarse a comer en cinco minutos.

– ¿Cuándo te diste cuenta de lo de Laura?

– Cuando estábamos atrincherados en la escalera me explicó que nos habíamos conocido en tiempo de los cátaros. Estamos vivos gracias a su puntería y sangre fría; se comportó en el tiroteo como si tuviera costumbre de mil batallas. Ya antes había notado en ella algo a la vez extraño y familiar; primero deseché la idea, pero al final de la refriega estaba seguro: ¡ella es Miguel de Luisián! Alférez real y, junto con Hug de Mataplana, mi mejor amigo entonces.