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—Seré tu esclava para siempre —murmuró—. Para siempre, amo, para siempre.

Me resultaba difícil comprender que esa belleza que tenía en mis brazos había sido una vez una simple muchacha de la Tierra. Era casi incomprensible que esa criatura, ahora tuchuk y goreana, era la misma Elizabeth Cardwell, la joven secretaria que hacía ya tanto tiempo se encontrara inexplicablemente en medio de las llanuras de Gor, entre intrigas y circunstancias que tan lejos quedaban de su comprensión. No importaba lo que hubiese sido antes, no importaba que en la Tierra no tuviese más valor que un número de teléfono, que hubiese sido una empleada de poca importancia, con su salario, con la obligación de complacer e impresionar a otros empleados un poco más importantes que ella. No, todo eso no importaba, porque ahora era una criatura que vivía, con libertad de emociones, aunque su carne estuviera sujeta por las cadenas. Ahora era una chica vital, apasionada, enternecedora, amante, mía. Pensaba si aquella transformación habría sido posible en otras muchachas de la Tierra, si habrían podido acabar perteneciendo a un hombre, a un mundo, sin entender lo ocurrido. Me preguntaba si realmente habrían podido sobrevivir en un mundo en el que debían encontrarse con ellas mismas, para ser ellas mismas, un mundo en el que deberían correr, y respirar, y reír, y ser rápidas, y amables. Me preguntaba si otras chicas de mi planeta podrían conservar el orgullo, y hacer que sus corazones se sintieran libres y abiertos mientras su hombre las mantenía con el collar de la esclava durante el tiempo que le viniera en gana. Pero finalmente rechacé estos pensamientos, pues me parecieron cosa de locos.

En la corte del Ubar no quedábamos más que Kamchak y Aphris, Harold y Hereena, y yo junto a Elizabeth Cardwell.

Kamchak me miró desde el otro lado de la habitación.

—En fin —dijo—, parece que la apuesta ha salido bien.

—Apostaste que los otros pueblos, los kassars y los kataii —dije recordando de qué me hablaba—, acudirían en nuestra ayuda, y por eso decidiste no abandonar la ciudad para defender los boskos y los carros de los tuchuks. Realmente, era una apuesta peligrosa.

—Quizás no fuera tan peligrosa como crees, pues conozco a los kataii y a los kassars mejor que ellos mismos.

—Pero también me dijiste que una parte de tu apuesta no había acabado. ¿Ha acabado ya?

—Sí, ha acabado.

—¿Cuál era esta última parte?

—Preveía que los kataii y los kassars, y con el tiempo también los paravaci, comprenderían de qué manera habíamos estado divididos entre nosotros, y cómo nos habíamos destruido, y que al comprenderlo, intentarían ponerle remedio, reconociendo la necesidad de unir nuestros estandartes y poner a todos los millares a las órdenes de un solo mando...

—Es decir, preveías que reconocerían la necesidad de un Ubar San.

—Sí, eso es. En eso consistía la apuesta, en que comprenderían que necesitaban un Ubar San.

—¡Salve! —grité—. ¡Kamchak, Ubar San!

—¡Salve! —gritó Harold—. ¡Kamchak, Ubar San!

Kamchak sonrió y bajó la mirada.

—Pronto llegará la época de caza de los tumits —dijo.

Cuando se volvió para abandonar la habitación del trono de Phanius Turmus, Aphris de Turia se levantó para seguir sus pasos, discretamente.

Kamchak se giró para encararse con ella, que le miró, tratando de averiguar qué era lo que ocurría, pero la expresión de Kamchak era inescrutable. Aphris se quedó donde estaba.

Con gran delicadeza, Kamchak puso las manos en sus brazos y la atrajo hacia sí. Entonces, muy suavemente, la besó.

—¿Amo? —dijo ella, extrañada.

Las manos de Kamchak se pusieron sobre el pesado cierre del collar turiano que ella llevaba. Hizo girar la llave y lo abrió, para luego lanzarlo lejos.

Aphris no decía nada. Solamente se la veía temblar, y su cabeza se agitaba un poco. Se tocó el cuello, todavía incrédula.

—Eres libre —dijo el tuchuk.

Ella le miraba, y era evidente que no le creía.

—No temas. Te daré riquezas —dijo Kamchak sonriendo—. Volverás a ser la mujer más rica de todo Turia.

Aphris no podía responderle nada.

Ella, como los demás, estaba perpleja. Todos nosotros sabíamos que el tuchuk había asumido muchos riesgos para adquirirla. Todos sabíamos el alto precio que había pagado recientemente para que volviese a su carro, tras haber caído en las manos de otro guerrero.

No podíamos entender lo que había hecho.

Kamchak se volvió lentamente y dio la espalda a Aphris. Tomó las riendas de su kaiila, puso un pie en el estribo y montó con facilidad. Después, sin azuzar al animal, salió lentamente de la estancia. Los demás le seguimos, a excepción de Aphris, que permanecía atónita en pie ante el trono del Ubar, vestida de Kajira cubierta, pero ahora sin collar, libre. Se había llevado los dedos a los labios. Parecía aturdida, y sacudía su cabeza.

Caminé tras Kamchak, y Harold lo hacía a mi lado. Hereena y Elizabeth nos seguían, según los cánones, dos pasos atrás.

—¿Cómo es posible que haya perdonado a Turia? —le pregunté a Harold.

—Su madre era turiana —me respondió.

Me detuve.

—¿Acaso no lo sabías? —preguntó.

—No —dije sacudiendo la cabeza—, no lo sabía.

—Tras su muerte, Kutaituchik se aficionó a las cuerdas de kanda.

Kamchak estaba a bastante distancia de nosotros ahora. Harold me miró.

—Sí. Era una chica turiana a la que Kutaituchik había adoptado como esclava. Pero la apreciaba, y la liberó. Se quedó con él en los carros hasta que murió. Era la Ubara de los tuchuks.

Kamchak nos esperaba en el exterior de la puerta principal del palacio. Nuestras kaiilas estaban atadas allí y montamos. Hereena y Elizabeth correrían junto a los estribos.

Empezamos a cabalgar para descender por la avenida que nos llevaría a la puerta principal de la ciudad.

La cara de Kamchak seguía inescrutable.

—¡Esperad! —oímos.

Al girar nuestras monturas vimos a Aphris de Turia, descalza y vestida de Kajira cubierta, corriendo detrás de nosotros.

Se detuvo junto al estribo de Kamchak, y allí se quedó quieta, con la cabeza gacha.

—¿Qué significa esto? —preguntó Kamchak con severidad.

La muchacha no respondió, ni tampoco levantó la cabeza.

Kamchak hizo volver a su kaiila y continuó cabalgando hacia la puerta principal, con nosotros detrás. Aphris, como Hereena y Elizabeth, corría junto al estribo.

Kamchak tiró de las riendas, y todos nos detuvimos. Aphris estaba a su lado, con la cabeza gacha.

—Eres libre —le dijo Kamchak.

Ella, sin levantar la mirada, negó con la cabeza.

—No, no soy libre. Soy de Kamchak de los tuchuks.

Apoyó la cabeza tímidamente en la bota de piel de Kamchak.

—No te entiendo.

Aphris levantó la cabeza, y había lágrimas en sus ojos.

—Por favor, amo —imploró.

—Pero, ¿por qué?

—Porque el olor de los boskos ha acabado por gustarme —dijo sonriendo.

Kamchak también sonrió, y alargó su mano hacia ella.

—Cabalga conmigo, Aphris de Turia —dijo Kamchak de los tuchuks.

Ella tomó su mano, y él la levantó hasta la silla y la colocó frente a sí. Una vez sentada, se volvió y apoyó la cabeza en el hombro del guerrero, llorando dulcemente.

—Esta mujer —dijo Kamchak de los tuchuks con brusquedad, con voz severa, pero a la vez emocionada—, esta mujer se llama Aphris, ¡conocedla! ¡Es la Ubara de los tuchuks! ¡Es la Ubara Sana, la Ubara Sana de mi corazón!

Dejamos que Kamchak y Aphris se adelantaran, y los seguimos unos centenares de metros más atrás, siempre en dirección a la puerta principal de Turia. Abandonamos aquella ciudad, y su Piedra del Hogar, y a sus gentes. Volvíamos a los carros, a los espacios abiertos, a la llanura azotada por el viento que quedaba más allá de las puertas de las altas murallas turianas, de esa ciudad que sólo había sido conquistada una vez. Turia la de las nueve puertas. Turia, la ciudad de las llanuras meridionales de Gor.