Pero a la vez, experimenté una sensación de tristeza al observarle detalladamente, pues vi que para ese hombre ya no habría más sillas de kaiila, ni más vueltas de las boleadoras, ni más cacerías, ni más guerras. Ahora, en el lado derecho de su boca empezaba a emerger lentamente, centímetro a centímetro, la cuerda mascada de kanda, convertida en una hebra húmeda y oscura. Sus ojos marchitos, helados, nos seguían mirando. Para él se habían acabado las rápidas carreras a través de la fría pradera, y los encuentros de los guerreros, e incluso las danzas ofrecidas al cielo alrededor de una hoguera de excremento de bosko.
Kamchak y yo esperamos hasta que acabó de mascar la cuerda.
Cuando así ocurrió, Kutaituchik levantó su mano derecha y un hombre, que no era tuchuk y vestía las ropas verdes de la Casta de los Médicos, le trajo un vaso de cuerno de bosko que contenía cierto líquido amarillo. Sin ocultar su disgusto, el Ubar bebió el líquido y luego lanzó el vaso hacia atrás.
Sacudió la cabeza y miró a Kamchak, sonriéndole como hacen los tuchuks.
—¿Cómo están los boskos? —le preguntó.
—Tan bien como puede esperarse —respondió Kamchak.
—¿Están afiladas las quivas?
—Así procuro mantenerlas.
—Es muy importante que los ejes de los carros estén engrasados —observó Kutaituchik.
—Sí, yo también lo creo así.
De pronto, Kutaituchik se inclinó hacia delante y él y Kamchak, riéndose, se estrecharon las manos con fuerza por dos veces. Después, Kutaituchik dijo:
—Traed a la esclava.
Me volví para ver a un hombre de armas muy robusto que subió a la tarima llevando en los brazos el cuerpo de una chica envuelta en las pieles de un larl escarlata.
Oí el débil sonido de una cadena.
El hombre de armas colocó a Elizabeth Cardwell ante nosotros y le quitó las pieles de larl rojo.
Habían lavado el cuerpo de la chica, y peinado sus cabellos. Era esbelta y muy bonita.
El hombre de armas la puso en la posición correcta ante el Ubar.
Me di cuenta de que el collar de cuero seguía apresándole el cuello.
Aunque Elizabeth Cardwell no podía saberlo, estaba arrodillada ante nosotros en la posición de la esclava de placer.
Miró con furia a su alrededor, y después bajó la cabeza. Aparte del collar que rodeaba su cuello, solamente vestía, como las demás muchachas, el Sirik.
Kamchak me hizo un gesto.
—Habla —le dije a la chica.
Ella levantó la cabeza. El Sirik, que le impedía moverse libremente, temblaba como su cuerpo.
—La Kajira —dijo por fin. Y después, volvió a bajar la cabeza.
Kutaituchik parecía satisfecho.
—Es lo único que sabe decir en goreano —le informó Kamchak.
—Por ahora es suficiente —dijo. Y volviéndose hacia el hombre de armas, preguntó—: ¿La habéis alimentado bien?
El hombre asintió.
—Mejor —dijo Kutaituchik—, porque la esclava va a necesitar sus fuerzas.
El interrogatorio a Elizabeth Cardwell se prolongó durante horas. No será necesario precisar quién ejerció las funciones de traductor.
Para mi sorpresa fue Kamchak, y no Kutaituchik, el Ubar de los tuchuks, quien condujo la mayor parte del interrogatorio. Las preguntas de Kamchak eran detalladas, numerosas y complejas, y se repetían en ocasiones de diferentes maneras; era evidente que con este método el guerrero pretendía hacer caer a la chica en alguna contradicción. Era un examen tejido como una red delicada y fina de sofisticadas cuestiones que cayó sobre ella. Me maravilló la habilidad de Kamchak en esta materia. A buen seguro, si ella hubiese intentado echar mano de las mentiras para hacer creíbles sus respuestas, de inmediato se habría detectado.
Las horas fueron pasando y se trajeron antorchas. Sin embargo, no se permitió que Elizabeth Cardwell se moviera; la chica se vio obligada a mantenerse en la postura de la esclava de placer, con las rodillas puestas de la manera adecuada, la espalda recta y la cabeza bien alta. La cadena brillante del Sirik caía desde el collar turiano hasta la piel de larl rojo sobre la que la interrogada estaba arrodillada.
La traducción no fue tarea fácil, pero hice todo lo que pude por ser fiel a lo que ella, de manera patética, con palabras que se atropellaban, intentaba decirme.
Aunque era arriesgado hacerlo, intenté traducir tan exactamente como pude y dejé que la señorita Cardwell hablase libremente. Y digo que era arriesgado porque en muchas ocasiones sus palabras podían resultar fantásticas para los tuchuks, pues les hablaba de un mundo extraño para ellos. Era un mundo en el que no había ciudades autónomas, sino enormes naciones; ni casta y gremios, sino complejos industriales coordinados y globales; ni discotarns, sino fantásticos sistemas de cambio y crédito. Un mundo en el que los aviones, los autobuses y los camiones sustituían a los tarns y tharlariones de Gor, un mundo en el que los mensajes, en lugar de ser transportados por un jinete solitario a lomos de una kaiila, se podían enviar desde un rincón del planeta al otro haciéndolos rebotar en una luna artificial.
Me sentí muy aliviado al ver que Kutaituchik y Kamchak no se paraban a enjuiciar estos temas, y además no parecían considerar que la chica estuviese loca. A veces temía que perdieran la paciencia con cosas que a sus ojos no debían ser más que absurdos despropósitos, y que por ello ordenaran que pegasen a la chica o que la empalaran.
Entonces lo ignoraba, pero Kutaituchik y Kamchak tenían sus razones para suponer que la chica debía estar diciendo la verdad.
Naturalmente, lo que más les interesaba, y no hace falta precisar lo mucho que también me interesaba a mí, era saber cómo y por qué se encontraba en las Llanuras de Turia, en la Tierra de los Pueblos del Carro. Pero ni ellos ni yo conseguimos averiguarlo.
Finalmente incluso nos sentimos aliviados de que ni siquiera la chica conociese la respuesta.
Las preguntas de Kamchak y Kutaituchik acabaron, y ambos se inclinaron hacia atrás para contemplar a la chica.
—No muevas ni un músculo —la avisé.
No se movió. Era realmente bella.
Kamchak hizo un gesto con la cabeza.
—Debes inclinar la cabeza —le dije a la chica.
Su cabeza y hombros cayeron hacia adelante en un gesto conmovedor. Se oyó el ruido de los eslabones de la cadena, y aunque seguía de rodillas, su cabeza tocó la piel del larl. Su espalda y sus hombros temblaban, se agitaban.
Por lo que podía saber, no creía que existiese una razón particular para que Elizabeth Cardwell, y no cualquier otra de las incontables personas que habitan la Tierra, fuera la elegida para llevar el collar del mensaje. Quizás había una única razón: era del tipo que les convenía y además, bellísima, con lo que se convertía en la portadora apropiada del collar. Ella misma constituía un regalo apreciado por los tuchuks, y así quizás lograría encontrar una mejor disposición hacia el mensaje que portaba.
No había muchas diferencias entre la señorita Cardwell y miles y miles de encantadoras empleadas de las grandes ciudades de la Tierra. Quizás fuese más inteligente que muchas, y quizás también más bella, pero esencialmente era como las demás chicas que viven solas o juntas en un apartamento, trabajan en oficinas, estudios y tiendas, y se ganan la vida como pueden en una ciudad elegante y llena de riquezas y placeres que difícilmente podrían comprar. Lo que le había ocurrido a Elizabeth Cardwell podía haberle ocurrido a cualquiera de ellas, suponía.
Ella recordaba que aquel día se había levantado, lavado y vestido para luego tomar rápidamente el desayuno y bajar en ascensor desde su apartamento a la calle tomando el metro, y llegado al trabajo: la rutina matinal de una joven secretaria empleada en una de las mayores agencias de publicidad de Madison Avenue. Recordaba también que estaba muy nerviosa, porque iba a mantener una entrevista de cuyo resultado dependía que pasase a ser secretaria adjunta del director del departamento artístico. Así que se había pintado los labios, dado un retoque al dobladillo de su vestido y entrado en el despacho del director con la libreta de notas en la mano.