—Parece apasionada.
Kutaituchik volvió a repetir la pregunta, y yo volví a traducirla.
—¿Eres apasionada para complacer los gustos de los tuchuks?
Los hombres que sujetaban a la chica la dejaron caer entre ellos, de rodillas.
—¡Sí! —dijo patéticamente— ¡Sí!
Kutaituchik, Kamchak y yo miramos entonces a Elizabeth Cardwell.
—¡Sí! —sollozó apoyando la cabeza en la piel—. Seré apasionada para complacer los gustos de los tuchuks.
Traduje su respuesta a Kutaituchik y Kamchak.
—Pregúntale —me indicó Kutaituchik— si nos suplica que la convirtamos en esclava.
Traduje la pregunta.
—Sí —dijo llorando Elizabeth Cardwell—. Sí, les suplico que me conviertan en esclava.
Quizás en ese momento Elizabeth Cardwell se acordó de aquel hombre de aspecto temible, de tez grisácea y ojos como el hielo que la había examinado en la Tierra de aquella manera, como si fueran a subastarla. Ella no podía saber entonces que la examinaban para determinar si era una portadora conveniente del collar de mensaje de Turia. ¡Cómo había desafiado a aquel hombre! ¡Cómo había caminado! ¡Qué insolente había sido! Probablemente, al hombre le haría mucha gracia verla ahora, ver a esa chica tan orgullosa ataviada con el Sirik, con la cabeza en un pedazo de piel de larl, arrodillada frente a unos bárbaros, suplicando que la convirtieran en esclava. Y si Elizabeth Cardwell pensó en todo eso, ¡con qué desesperación debería llorar al descubrir que el hombre había sabido prever todas sus reacciones! Sí, aquel hombre se habría reído para sus adentros ante ese despliegue de orgullo femenino, de vanidad, pues de sobra sabía cuál era el destino de esa encantadora muchacha de pelo castaño vestida de amarillo.
—Le concedo ese deseo —dijo Kutaituchik, y señalando a un guerrero, le indicó—: Trae carne.
El guerrero bajó de la tarima, y al cabo de un momento volvió con un buen trozo de carne de bosko asada.
Kutaituchik indicó que pusieran a la chica, que seguía temblando, más cerca. Los dos guerreros obedecieron y la dejaron justo frente a él.
Kutaituchik tomó la carne con la mano y se la entregó a Kamchak. Éste la mordió, y por la comisura de sus labios se escapó un hilillo de jugo. Después le dio el pedazo de carne a la chica.
—Come —le dije.
Elizabeth Cardwell tomó la carne con sus dos manos unidas por los brazaletes de esclava y la cadena del Sirik e inclinando la cabeza, con la cara oculta por su melena, comió.
Ella, una esclava, había aceptado la comida que le había ofrecido la mano de Kamchak de los tuchuks.
Ahora era suya.
—La Kajira —dijo ella inclinándose. Después, cubriéndose la cara con sus manos esposadas, empezó a sollozar—. ¡La Kajira! ¡La Kajira!
8. La invernada
Si por ventura esperaba una respuesta fácil a los enigmas que me preocupaban, o un final rápido a mi búsqueda del huevo de los Reyes Sacerdotes, estaba muy equivocado, pues durante meses no encontré ni lo uno ni lo otro.
Tenía la esperanza de poder ir a Turia para buscar allí la respuesta al misterio del collar de mensaje, pero debería esperar por lo menos hasta la primavera.
—Estamos en el Año del Presagio —había dicho Kamchak de los tuchuks.
Las manadas tenían que rodear Turia, pues esa época correspondería a lo que se conoce como el Paso de Turia en el Año del Presagio; en su transcurso, los Pueblos del Carro se reúnen y empiezan a desplazarse hacia los pastos del invierno. La segunda parte del Año del Presagio es la Invernada, que empieza muy al norte de Turia y continúa con el consecutivo avance hacia el ecuador, siempre desde el sur, naturalmente. La tercera y última parte de ese año es el retorno de Turia, que tiene lugar en primavera o, según dicen los Pueblos del Carro, en la Estación de la Hierba Corta. En primavera es cuando se realizan los presagios concernientes a la posible elección del Ubar San, el Ubar único, el que debía ser el Ubar de Todos los Carros, de Todos los Pueblos.
Había aprendido a montar la Kaiila, y desde sus lomos pude distinguir la lejana ciudad de Turia y sus altas murallas con nueve puertas.
Me pareció una ciudad altiva y hermosa, blanca y radiante, que emergía entre las llanuras.
—Has de tener paciencia, Tarl Cabot —dijo Kamchak, que se hallaba tras de mí montado en su kaiila—. En primavera se celebrarán los juegos de la Guerra del Amor, y yo iré a Turia. Si entonces todavía lo deseas, podrás acompañarme.
—De acuerdo —dije yo.
Esperaría. Bien pensado, era lo mejor que podía hacer por muy intrigante que pudiera ser el misterio del collar de mensaje, no era más que una cuestión de segunda importancia. Así que la aparté de mi mente. Mis intereses primordiales, mi objetivo principal no estaba en la lejana Turia, sino en los carros.
Recordé lo que Kamchak había dicho sobre los juegos de la Guerra del Amor, que tenían lugar en las llamadas Llanuras de las Mil Estacas. Suponía que con el tiempo dispondría de más información sobre el tema.
—Los presagios se celebrarán tras los juegos de la Guerra del Amor —dijo Kamchak.
Asentí, y cabalgamos de nuevo hacia las manadas.
Sabía que desde hacía más de cien años no se designaba a un Ubar San, Todos los indicios parecían señalar que tampoco en esa primavera iba a suceder tal cosa. Durante el tiempo que pasé con los Pueblos del Carro deduje que solamente la tregua implícita en el Año del Presagio evitaba que esos cuatro pueblos tan violentos y guerreros se lanzasen unos contra otros, o para decirlo más exactamente, contra los boskos de unos y otros. Naturalmente, como korobano, y por tanto desde el punto de vista de alguien que tiene cierto afecto por las ciudades de Gor y particularmente por las del norte, y más concretamente todavía por Ko-ro-ba, Ar, Thentis y Tharna, no encontraba nada mal que las posibilidades de elección de un Ubar San fuesen remotas. Por otra parte, conocía a muy pocos que deseasen un Ubar San. Los tuchuks, como los demás Pueblos del Carro, son muy independientes. Pero de todos modos, cada diez años se celebran los presagios. Al principio pensaba que esos años del Presagio eran unas instituciones sin sentido alguno, pero luego llegué a la conclusión de que había muchas cosas que decir en su favor: son la única posibilidad de que los Pueblos del Carro se reúnan de vez en cuando. Durante el tiempo que duran esas reuniones no solamente se benefician del simple hecho de estar reunidos, sino también del comercio de boskos y del intercambio de mujeres, tanto libres como esclavas; el comercio de boskos refresca las manadas, y supongo que más o menos lo mismo se puede decir, desde el punto de vista genético, del intercambio de mujeres. Pero lo más importante de estas reuniones no es esto, ya que uno puede recurrir siempre al robo de mujeres y de boskos. Lo más importante es que el Año del Presagio proporciona a los Pueblos del Carro una posibilidad institucionalizada de unión en los tiempos de crisis, en las ocasiones en las que se vieran divididos o amenazados. Creo que los hombres de los carros que crearon el Año del Presagio, y de eso hace más de mil años, eran unos sabios personajes.
¿Por qué motivo, pensaba, iba a visitar Kamchak la ciudad de Turia en primavera?
Sospechaba que era un hombre de importancia entre los Pueblos del Carro.
Quizá debería llevar a cabo alguna negociación, posiblemente relacionada con los llamados juegos de la Guerra del Amor, o con el comercio.
Para mi sorpresa me enteré de que en ocasiones comerciaban con Turia. Eso había avivado mis esperanzas de acercarme a esa ciudad en un plazo corto de tiempo. Luego se vio que mis esperanzas eran infundadas, aunque no las perdí por completo.
Por muy enemigos de Turia que sean, los Pueblos del Carro necesitan y desean sus mercancías, sobre todo los metales y los tejidos, que se cotizan muchísimo en los campamentos. Tanto es así, que incluso las cadenas y los collares de las esclavas, cadenas y collares que muchas veces llevan las mismas turianas cautivas, son de origen turiano. Los habitantes de esa ciudad, por otro lado, toman a cambio de sus mercancías (provenientes de sus propias fábricas o del comercio con otras ciudades) principalmente pieles y cuernos de bosko, materiales que naturalmente abundan entre los Pueblos del Carro, ya que viven del bosko. Pude comprobar que los turianos también obtienen otros artículos de su comercio con los Pueblos del Carro. Al ser éstos tan amantes de las correrías, disponen de botines obtenidos en ataques a caravanas que avanzan quizás a más de un millar de pasangs de las manadas, o sobre las que caen por casualidad en su camino hacia Turia, o cuando vuelven de esta ciudad. La cuestión es que con estos asaltos los Pueblos del Carro se apoderan de un número considerable de artículos que están muy dispuestos a trocar con los turianos: joyas, metales preciosos, especias, sales de mesa coloreadas, arneses y sillas para los grandes tharlariones, pieles de pequeños animales de río, aperos, rollos de pergamino eruditos, tintas y papeles, tubérculos, pescado ahumado, polvos medicinales, ungüentos, perfumes y mujeres. En lo que respecta a estas últimas, normalmente se deshacen de aquellas que no tienen atractivo. Las muchachas bonitas, para su desesperación, muy difícilmente se verán libres de los Pueblos del Carro. A veces se puede llegar a cambiar a una mujer poco atractiva por una simple copa de bronce; una muchacha realmente bonita, en cambio, particularmente si es nacida libre y de alta alcurnia, puede llegar a valer cuarenta piezas de oro. De todos modos es muy raro que las vendan, porque para los Pueblos del Carro no hay nada como disfrutar de los servicios de una esclava civilizada de gran belleza y de casta alta. Durante el día, entre la polvareda y el calor, esas muchachas se encargarán del carro, y reunirán combustible para las hogueras de excremento. Por la noche complacerán a sus amos. En ocasiones, los Pueblos del Carro están dispuestos incluso a comerciar con la seda, pero lo habitual es que se la guarden para sus propias esclavas, quienes la visten en la intimidad de los carros. A las mujeres libres de esos pueblos no les está permitido vestir seda, pues se dice, y a mí me parece un comentario muy gracioso, que si a una mujer le gusta sentir la seda sobre su piel es señal de que en el fondo de su corazón y de su sangre es una esclava, aunque nunca un amo la haya forzado a llevar el collar. Se podría añadir que hay dos artículos que los Pueblos del Carro no venden a los turianos: el primero es el bosko vivo, y el segundo las muchachas provenientes de la misma ciudad, aunque bien es verdad que a veces dejan a éstas para que “corran a la ciudad”, como se suele decir; en realidad no se trata más que de un deporte para los hombres jóvenes que salen en su persecución montados en sus kaiilas y las capturan con boleadoras y correas.