El invierno cayó violentamente sobre las manadas antes de lo previsto. Pronto se produjeron las fuertes nevadas, y los largos vientos, que a veces han barrido hasta doscientos cincuenta pasangs de llanura, empezaron a soplar. La nieve cubrió la hierba que ya estaba seca y quebradiza, y las manadas se dividieron en mil fragmentos, cada una con sus propios jinetes, extendiéndose por la llanura. Los boskos piafaban la nieve, la olfateaban, y levantaban la hierba para luego masticarla, aunque ya estaba helada, seca y no tenía ningún valor nutritivo. Los animales empezaron a morir, y los cantos fúnebres de las mujeres, que lloraban como si los carros se incendiaran y los turianos hubiesen entrado a degüello, se esparcieron por todas aquellas tierras. Las gentes de los carros, ya fueran esclavos o personas libres, empezaron a cavar en la nieve para encontrar aunque solamente fuera un puñado de hierba con el que alimentar a sus animales. Tuvieron que abandonar algunos carros en medio de la llanura, pues no había tiempo de enganchar boskos de refresco a las varas, y era absolutamente necesario que las manadas continuaran avanzando.
Finalmente, diecisiete días después de las primeras nieves, la avanzadilla de las manadas empezó a alcanzar sus pastos de invierno. Eso sucedía muy al norte ya de Turia, y seguíamos acercándonos al ecuador desde el sur. La nieve se convertía en una escarcha helada que se fundía con el sol de la tarde, y la hierba era fresca y nutritiva. Mucho más al norte, a unos cien pasangs más, ya no encontramos nieve. Todo el mundo cantaba, y se reiniciaron las danzas en torno a los fuegos de excremento de bosko.
—El bosko está seguro —había dicho Kamchak.
Había visto cómo feroces guerreros bajaban de sus kaiilas y de rodillas, con lágrimas en los ojos, besaban la hierba verde y fresca.
—¡El bosko está seguro! —gritaban.
Y este grito lo repetían las mujeres, y corría de carro en carro.
—¡El bosko está seguro!
Ese año, quizás porque era el Año del Presagio, los Pueblos del Carro no avanzaron más al norte de lo estrictamente necesario para asegurarse del bienestar de las manadas. De hecho, ni siquiera cruzaron el Cartius occidental, que está lejos de las ciudades y que acostumbran a pasar, pues tanto los boskos como las kaiilas saben nadar, y los carros pueden flotar. Era el Año del Presagio, y aparentemente no convenía arriesgarse a entrar en guerra con pueblos lejanos, en particular con ciudades como Ar, cuyos guerreros han adiestrado a los tarns y podrían ocasionar grandes pérdidas en las manadas y carros desde el aire.
La Invernada no era desagradable, aunque incluso estando tan al norte los días y las noches eran a menudo bastante fríos. Tanto las gentes de los carros como sus esclavos se abrigaban con ropas de cuero y pieles durante este tiempo. Hombres y mujeres, esclavos o libres, llevaban botas y pantalones de pieles, abrigos y gorros provistos de orejeras que se ataban por debajo de la barbilla. En esa época a veces era difícil distinguir a las mujeres libres de las esclavas, y tenía uno que fijarse en el pelo: si lo llevaban suelto era una de estas últimas. En otros casos, naturalmente, se distinguía el collar turiano, sobre todo si lo llevaban por fuera del abrigo, normalmente bajo el cuello de pieles. Los hombres también vestían de manera similar, ya se tratase de hombres libres o de esclavos, aunque estos últimos, los Kajirus, llevan grilletes unidos por una cadena de unos treinta centímetros.
Montado en mi kaiila, empuñando mi lanza negra y con el cuerpo inclinado hacia delante pasé velozmente por el lado de una vara de madera fijada en el suelo, en cuyo extremo se había colocado un tóspit seco. El tóspit es un fruto semejante al melocotón, pequeño, arrugado, de un color amarillo blanquecino, del tamaño de una ciruela, que crece en unos matorrales que se cultivan en los valles más secos del Cartius occidental. Es amargo, pero comestible.
—¡Bien hecho! —gritó Kamchak al ver que había atravesado el tóspit con mi lanza. La verdad era que no sólo lo había atravesado, sino que además el fruto se había desplazado por el asta, y habría vuelto a salir por detrás de la lanza si mi mano, rodeada por la correa de empuñar, no hubiese interrumpido su trayecto.
Esa estocada equivalía a dos puntos para nuestro equipo.
Oí cómo Elizabeth Cardwell gritaba de alegría y saltaba dando palmadas. Con aquellas pieles no se podía mover demasiado cómodamente. Colgado del cuello llevaba un saquito con tóspits. La miré y sonreí. Su expresión estaba llena de vida, se la veía sofocada por la emoción.
—¡Tóspit! —indicó Conrad de los kassars, el Pueblo Sangriento, y la chica corrió a colocar otro fruto en la punta de la vara.
Se oyó el estruendo de la carga de la kaiila sobre aquella superficie cubierta de césped, y Conrad arrebató con su lanza roja el fruto limpiamente. La punta del arma apenas lo traspasó, pues la había echado hacia atrás en el último momento.
—¡Bien hecho! —le dije.
Yo había cargado con todas mis fuerzas, y con buena puntería, pero demasiado violentamente. En caso de guerra, una carga semejante me hubiese hecho perder la lanza, pues se habría quedado clavada en el cuerpo de un enemigo. La carga de Conrad había sido más delicada, y merecía claramente, como bien dije, tres puntos.