Después le llegó el turno a Kamchak, y él, como Conrad de los kassars, se llevó el fruto clavado a su lanza con extrema destreza, aunque hay que decir que la punta del arma se había introducido un centímetro menos en el tóspit. De todos modos, también era una estocada que merecía tres puntos.
El guerrero que hacía pareja con Conrad fue el siguiente en cabalgar sobre el césped.
Se oyó un grito de descontento, y vimos que la lanza rozaba tan sólo el fruto, sin retenerlo, y lo hacía caer al suelo. Esa estocada solamente merecía un punto.
Elizabeth volvió a gritar de contento, pues pertenecía al carro de Kamchak y de Tarl Cabot.
El jinete que había realizado aquella carga insatisfactoria hizo girar súbitamente a su montura y la guió hasta donde se encontraba la chica. Elizabeth se arrodilló, pues se daba cuenta de que no debía expresar su alegría por el fallo de un jinete, y apoyó la cabeza en la tierra. Yo me puse en tensión, pero Kamchak se echó a reír y frenó mis impulsos. La kaiila del jinete ofendido se levantó sobre sus patas traseras ante ella. Finalmente, la bestia se calmó, y el jinete, con la punta de su lanza manchada por el fruto, cortó la cuerda que sujetaba el gorro de la chica y se lo arrebató de la cabeza. Después, muy delicadamente, con la misma punta, levantó su barbilla para que le mirara a los ojos.
—¡Perdóname, amo! —dijo Elizabeth Cardwell.
Aunque solamente pueden tener un amo, las esclavas de Gor se dirigen a todos los hombres libres tratándoles como a tales.
Estaba satisfecho de los progresos que Elizabeth había hecho en lo que respecta a la lengua durante los últimos meses. Kamchak había alquilado a tres esclavas goreanas para que la instruyeran, y así lo habían hecho: unieron sus muñecas y se la llevaron a pasear por los carros, enseñándole las palabras adecuadas para cada cosa. Cuando se equivocaba la azotaban con una fusta, pero no fue necesario que la pegaran demasiadas veces, porque Elizabeth había aprendido muy rápidamente. Era una chica inteligente.
Había sido muy duro para ella, sobre todo las primeras semanas. Cuando se es una secretaria joven, brillante y encantadora que trabaja en una oficina de Madison Avenue, en Nueva York, y se disfruta de las comodidades de la luz de los fluorescentes y del aire acondicionado, no es fácil convertirse de pronto en esclava de un guerrero tuchuk.
Cuando aquel interrogatorio hubo terminado y ella se había tendido sobre la tarima de Kutaituchik gritando “¡La Kajira! ¡La Kajira!” entre sollozos, Kamchak se había levantado para envolverla en la piel de larl rojo sobre la que estaba arrodillada ante nosotros. Así se llevó a la chica, que seguía llorando.
Yo me había levantado para seguirle, y pude ver que Kutaituchik alcanzaba con aire ausente la pequeña caja de cuerdas de kanda. Sus ojos empezaban a cerrarse, lentamente.
Aquella noche, Kamchak encadenó a Elizabeth Cardwell en el interior de su carro, en lugar de atarla a la rueda en el exterior y dejarla allí para que pasara la noche, como era lo normal. Kamchak le colocó en el Sirik una cadena que la ataba a una anilla de esclava fija en el suelo de la caja del carro. Después la envolvió cuidadosamente en la piel de larl rojo. Ella seguía estremeciéndose, y lloraba. Seguramente estaba en el umbral de la histeria, y yo sólo temía que a aquel estado le siguiera otro de entumecimiento, de shock, producido por el rechazo a creer todo lo que le había ocurrido. Y eso la podía conducir a la locura.
Kamchak me miraba. Estaba sinceramente sorprendido por lo que para él eran respuestas emocionales absolutamente insólitas. Era consciente, eso sí, de que ninguna muchacha, goreana o no, podía aceptar a la ligera su reducción a la categoría de esclava, y menos aún considerando lo que eso significa en los Pueblos del Carro. Pero aun teniendo en cuenta todas estas cosas, las reacciones de la señorita Cardwell le parecían peculiares, y de algún modo reprobables. En una ocasión se levantó y le dio una patada con su bota de piel, diciéndole que se callara. Como es natural, ella todavía no entendía ni una palabra de goreano, pero la intención y la impaciencia de Kamchak estaban tan claras que no se hacía necesaria ninguna traducción. Dejó de gemir, pero continuó estremeciéndose, y a veces sollozaba. Vi que Kamchak se levantaba para coger un látigo de esclavo y que se dirigía hacia ella, pero finalmente se dio la vuelta y dejó el látigo en su sitio. Me sorprendió ver que no hacía uso de él, y me preguntaba cuál era el motivo de tan sorprendente actitud. Me alegraba de que no la hubiese azotado, pues me habría visto obligado a intervenir. Intenté hablar con Kamchak, para ayudarle a entender el terrible shock que había sufrido la chica: la alteración total de su vida bajo circunstancias incomprensibles, la soledad en la llanura, el encuentro con los tuchuks, la captura, el trayecto hasta los carros, la curiosidad de la multitud en aquella avenida, el Sirik, el interrogatorio, la amenaza de ejecución, y finalmente el hecho, tan difícil de asumir para una chica como ella, de convertirse literalmente en propiedad de un hombre, de ser una esclava. Intenté explicarle a Kamchak que en su antiguo mundo no la habían preparado para esta clase de cosas, pues las esclavitudes allí son de diferente naturaleza, tan sutiles e invisibles que algunos creen que ni siquiera existen.
Kamchak no me había respondido, pero después se levantó y de un cofre extrajo una copa que llenó con un líquido ámbar. Luego echó unos polvos oscuros y azulados, y se dirigió a Elizabeth Cardwell. La incorporó y le entregó la copa. La expresión de la chica era de espanto, pero bebió. Al cabo de un momento, estaba dormida.
Para preocupación de Kamchak y turbando mi propio sueño, la chica gritó un par de veces en el transcurso de aquella noche, al tiempo que tiraba de la cadena, pero después descubrimos que ni siquiera se había despertado.
Supuse que al día siguiente Kamchak llamaría al Maestro de Hierro tuchuk para marcar con hierro candente a la que él llamaba “mi pequeña salvaje”. La marca del esclavo tuchuk no es igual que la practicada en las ciudades, es decir, en el caso de las chicas, la primera letra de la palabra “Kajira” en escritura cursiva; los tuchuks ponen la marca de los cuatro cuernos de bosko, que es su estandarte, y que de alguna manera se asemeja a la letra “H”. Por otro lado, esta marca mide tan sólo unos tres centímetros, cuando la marca goreana corriente puede medir de cuatro a seis. Los tuchuks emplean la misma señal para marcar con hierro candente a sus boskos, aunque en este caso, naturalmente, la marca es bastante mayor y forma un cuadrado de aproximadamente un palmo de lado. Después de marcar a la chica imaginaba que Kamchak desearía colocarle uno de esos delgados anillos en la nariz, como los que llevan todas las mujeres de los carros, ya sean libres o esclavas. Por último, solamente faltarían dos detalles: el collar turiano grabado y la indumentaria adecuada para la Kajira Elizabeth Cardwell.
Cuando desperté por la mañana, me encontré con Elizabeth sentada. Tenía los ojos enrojecidos, y se apoyaba en uno de los postes que sustentaban las pieles de la tienda. Se cubría con la piel de larl rojo.
—Tengo hambre —dijo mirándome.
Me dio un salto el corazón. Esa chica era más fuerte de lo que había creído, y eso me complacía. Allá en la tarima de Kutaituchik había temido que no fuese capaz de sobrevivir, que fuese demasiado débil para Gor. Creía que ese cambio de mundo, y también el verse convertida en esclava, podían perturbar completamente su sentido común. Y una loca no sirve como esclava de los tuchuks, que se habrían deshecho de ella utilizándola como carnaza para las kaiilas o para los eslines pastores. Pero ahora me daba cuenta de que Elizabeth Cardwell era una chica fuerte, que no iba a volverse loca, que quería sobrevivir.
—Tu amo es Kamchak de los tuchuks. Él debe comer primero. Después, si él quiere, comerás tú.
—De acuerdo —dijo ella apoyando la espalda en el poste.