—No tengo por qué perdonarte, Kamchak. En tu lugar, creo que habría hecho lo mismo.
La mano de Kamchak se cerró en la mía, y permanecieron estrechadas durante un buen rato.
—¿Dónde está el huevo? —pregunté.
—¿Dónde crees tú que podrías encontrarlo?
—Si no hubiese dispuesto de otras informaciones..., lo habría buscado en el carro de Kutaituchik, el carro del Ubar de los tuchuks.
—Apruebo tu conjetura —dijo Kamchak—, pero como ya sabes, Kutaituchik no era el Ubar de los tuchuks.
Le miré fijamente.
—Yo soy el Ubar de los tuchuks —dijo sosteniendo mi mirada.
—¿Quieres decir que...?
—Sí. El huevo ha estado en mi carro durante dos años.
—¡Pero si yo he vivido durante meses en tu carro, y no...!
—¿No has visto nunca el huevo?
—No. Debía estar maravillosamente bien escondido.
—¿Qué apariencia crees que tiene ese huevo?
Permanecí unos momentos en silencio sobre la silla de mi kaiila, pensativo.
—No... No lo sé...
—¿Acaso no pensabas que sería un huevo esférico, un huevo dorado?
—Sí, es cierto.
—Por esa misma razón, nosotros los tuchuks tomamos un huevo de tharlarión, lo teñimos, y lo colocamos en el carro Kutaituchik. Luego, solamente tuvimos que hacer saber dónde se encontraba.
Me había quedado sin habla, y no podía hacer comentario alguno.
—Me parece que habrás visto en muchas ocasiones el huevo de los Reyes Sacerdotes —continuó diciendo Kamchak— porque está en el interior de mi carro, bien a la vista. Pero ni siquiera los paravaci que lo saquearon lo encontraron digno de interés, y lo dejaron allí.
—¡Era aquello! —grite.
—Sí —dijo Kamchak—, esa curiosidad, ese objeto gris, como de piel. Ése es el huevo.
Sacudí la cabeza, sin poder creer lo que estaba oyendo.
Recordaba que Kamchak se sentaba en aquella cosa gris, más bien angular, granulosa, de esquinas redondeadas.
—A veces —dijo Kamchak—, la mejor forma de ocultar algo es no ocultarlo, porque todos creemos que si tiene algún valor, esa cosa estará oculta, y por tanto, si está a la vista, es señal de que no lo tiene.
—Pero... Pero lo tenías allí en medio —dije con voz temblorosa—. Lo arrastrabas sobre la alfombra del carro, y un día incluso le diste una patada para que pudiese examinarlo... ¡Y te sentabas encima!
—Espero —dijo Kamchak alborozado— que los Reyes Sacerdotes no se ofendan, y que entiendan que esos pequeños detalles eran una parte esencial del engaño..., que por lo que creo ha funcionado bastante bien.
—No te preocupes —sonreí al pensar en la alegría de Misk al recibir el huevo—, no se ofenderán en absoluto.
—Y no temas, que no ha sufrido ningún daño. Para perjudicar al huevo de los Reyes Sacerdotes habría tenido que usar una quiva o un hacha.
—¡Tuchuk astuto! —exclamé.
Kamchak y Harold se echaron a reír.
—Ahora sólo espero que después de todo este tiempo, el huevo siga viable.
—Lo hemos vigilado —dijo Kamchak encogiéndose de hombros—, hemos hecho lo que ha estado en nuestra mano.
—Y yo te lo agradezco en nombre de los Reyes Sacerdotes.
—Nos complace estar al servicio de los Reyes Sacerdotes. Pero recuerda que nosotros sólo reverenciamos al cielo.
—Y al coraje, y a esa clase de cosas —añadió Harold.
Kamchak y yo reímos.
—Creo que por esta razón, porque reverenciáis al cielo, y al coraje, y esa clase de cosas, os trajeron el huevo a vosotros.
—Quizás sea cierto —dijo Kamchak—, pero sentiré un gran alivio cuando me libre de él, y por otra parte estamos casi en la mejor época para la caza del tumit con la boleadora.
—Hablando de otra cosa, Ubar —dijo Harold guiñándome un ojo—. ¿Cuánto has pagado por Aphris de Turia?
Kamchak le dirigió una mirada que parecía una quiva, directa al corazón.
—¿Has encontrado a Aphris? —pregunté con alegría.
—Albrecht de los kassars la recogió cuando atacaban el campamento paravaci —comentó despreocupadamente Harold.
—¡Fantástico! —exclamé.
—Solamente es una esclava —gruñó Kamchak—, una persona de poca importancia.
—¿Cuánto pagaste para volver a disponer de ella? —inquirió Harold con aire inocente.
—Prácticamente, nada, porque es casi una inútil.
—Me alegra mucho saber que Aphris está bien. Supongo que no te fue demasiado difícil arrebatársela a Albrecht de los kassars.
Harold se puso la mano sobre la boca y volvió la cabeza para reírse más disimuladamente. La cabeza de Kamchak parecía hundírsele en los hombros a causa de la ira que le invadía.
—¿Cuánto pagaste? —pregunté.
—Es difícil ser más listo que un tuchuk cuando se trata de negocios —dijo Harold, con tono seguro.
—Pronto llegará la época de la caza de tumits —murmuró Kamchak, que miraba por la llanura, hacia los carros apostados más allá de la muralla.
Recordaba muy bien cómo Kamchak había hecho que Albrecht de los kassars pagase por el retorno a su carro de la pequeña Tenchika, y recordaba también cómo el Ubar de los tuchuks estuvo a punto de morirse de risa al ver que el kassar pagaba un precio exorbitante, lo que era señal evidente de que había cometido el error de caer en las redes amorosas de la chica, ¡que encima era turiana!
—En mi opinión —dijo Harold— un tuchuk tan despierto como Kamchak, el Ubar de nuestros carros, no debe haber pagado más que un puñado de discotarns de bronce por una muchacha de su estilo.
—En esta época del año —observó Kamchak—, los tumits suelen correr hacia el Cartius.
—De verdad —dije—, estoy muy contento de que Aphris vuelva a estar en tu carro. Te aprecia mucho, ¿sabes?
Kamchak se encogió de hombros.
—Por lo que he oído —dijo Harold—, no hace más que cantar alrededor de los boskos y en el interior del carro todo el día. Yo también me desharía de una chica que insiste en hacer tanto ruido.
—Creo que voy a encargar que me hagan otra boleadora para mis cacerías —dijo Kamchak.
—Estoy seguro —continuó Harold— de que habrá mantenido bien alto el honor de los tuchuks, y que le habrá pagado una cantidad ridícula al estúpido kassar.
Cabalgamos en silencio un rato más, y luego pregunté:
—Oye, Kamchak, sólo por saberlo, ¿cuánto has pagado por ella?
La cara de Kamchak había oscurecido por la rabia. Miró primero a Harold, que sonreía con aire inocente e interrogante, y luego me miró a mí. Puedo asegurar que mi curiosidad era honesta, pero no diría lo mismo de la de Harold, mucho más maliciosa. Las manos de Kamchak sujetaban, rígidas y blancas, las riendas.
—Diez mil barras de oro —respondió al fin.
Tiré de las riendas de mi kaiila y le miré, perplejo. Harold empezó a dar palmadas en su silla mientras se reía a carcajadas.
Los ojos de Kamchak, si hubiesen sido cohetes de fuego, habrían carbonizado al joven tuchuk.
—Vaya, vaya, vaya —dije, sin estar muy seguro de que en mi voz no se detectase un cierto grado de malicia socarrona.
Los ojos de Kamchak parecían tener la intención de carbonizarme a mí también.
Una expresión divertida empezó a vislumbrarse en los ojos del Ubar, y finalmente la cara cicatrizada se distorsionó en una tímida mueca:
—Sí, Tarl Cabot, hasta ahora no sabía que era un estúpido.
—De todos modos, Cabot —dijo Harold—, ¿no crees que después de todo, aunque un poco insensato en ciertos asuntos, Kamchak es un excelente Ubar?
—Bien, pues sí —dije yo—. Después de todo, y aunque sea un poco insensato en ciertos asuntos, es un excelente Ubar.
Kamchak miró a Harold, y luego a mí, para finalmente bajar la cabeza y rascarse la oreja. Volvió a levantar la cabeza, nos miró, y después los tres rompimos a reír, y el rostro de Kamchak incluso se llenó de lágrimas, que bajaban por entre los surcos de sus cicatrices.
—Deberías haber precisado —dijo Harold— que el oro era turiano.