Выбрать главу

—¡Que traigan la Piedra del Hogar de la ciudad! —ordenó Kamchak.

La piedra, que era de forma oval, muy antigua, y tallada con la letra inicial de la ciudad, fue traída ante Kamchak, quien la tomó, levantándola por encima de su cabeza y contemplando las miradas atemorizadas de los dos hombres encadenados ante él.

Pero no hizo que la Piedra estallara en mil pedazos lanzándola contra el suelo. Se levantó de su trono y la colocó sobre las manos encadenadas de Phanius Turmus, al tiempo que decía:

—Turia vive, Ubar.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Phanius Turmus, que levantó la Piedra del Hogar de su ciudad hasta su corazón.

—Mañana por la mañana —gritó Kamchak— volveremos a nuestros carros.

—¿Vas a dispensar a Turia de la destrucción, amo? —preguntó Aphris, que conocía muy bien el odio que Kamchak sentía por la ciudad.

—Sí. Turia vivirá.

Aphris le miró sin comprender.

Yo mismo estaba sorprendido, pero nada dije. Creía que Kamchak destruiría la Piedra, para así destruir el corazón de la ciudad y dejarla en ruinas en el recuerdo de los hombres. Fue sólo entonces, en esa audiencia en el palacio de Phanius Turmus, cuando me di cuenta de que permitiría a la ciudad seguir disfrutando de su libertad, y conservar su espíritu. Me había figurado que los turianos podrían retornar quizás a su ciudad, y que las murallas se mantendrían en pie; lo que hasta entonces no había pensado era que Kamchak les permitiría conservar su Piedra del Hogar.

Me parecía un comportamiento muy extraño para un conquistador, y todavía más para un tuchuk.

¿Qué había detrás de esa decisión? ¿Se trataba solamente de lo que dijera Kamchak sobre la necesidad de un enemigo para los Pueblos del Carro? ¿No se escondería tras esta excusa otra razón más compleja?

De pronto, se oyó un alboroto proveniente de la puerta. Tres hombres, seguidos por otros, irrumpieron en aquella sala.

El primero era Conrad de los kassars, y le acompañaban Hakimba de los kataii y un tercer hombre, al que yo no conocía, pero que era un paravaci. Entre los que iban detrás, pude distinguir a Albrecht de los kassars, y también, para mi sorpresa, vi a Tenchika, vestida con los breves cueros y sin collar. Llevaba un bulto envuelto con tela en su mano derecha.

Conrad, Hakimba y el paravaci corrieron hacia el trono de Kamchak, pero ninguno de ellos, como corresponde al Ubar de cada pueblo, se arrodilló ante él.

—Ya se han tomado los presagios —habló Conrad en primer lugar.

—Los han interpretado convenientemente —dijo Hakimba.

—¡Por primera vez en más de cien años —siguió el paravaci—, hay un Ubar San, un Ubar Único, un Amo de los Carros!

Kamchak se levantó y se despojó inmediatamente de la tela púrpura del Ubar turiano, para quedar ataviado con el cuero negro de los tuchuks.

Como un solo hombre, los tres Ubares levantaron sus brazos hacia él.

—¡Kamchak! —gritaron—. ¡Ubar San!

Kamchak alzó los brazos y la estancia quedó en silencio.

—Cada uno de vosotros —dijo—, kassars, kataii y paravaci, tenéis vuestros propios carros y vuestros propios boskos. Continuad así, pero en tiempo de guerra, cuando surjan aquellos que quieran dividirnos, aquellos que quieran combatirnos y amenacen a nuestros carros, a nuestros boskos, a nuestras mujeres, a nuestras llanuras y nuestra tierra, peleemos juntos. Será la única manera de que nadie más pretenda levantarse contra los Pueblos del Carro. Podemos vivir solos, pero cada uno de nosotros pertenece a los carros y lo que nos divide será siempre menos que lo que nos une. Cada uno de nosotros sabe que es malo matar a los boskos y que es bueno ser orgulloso, y que el ser libre y fuerte es algo deseable. Por eso debemos permanecer juntos, y así seremos fuertes y libres. ¡Prometámoslo!

Los tres hombres se colocaron junto a Kamchak y unieron sus manos.

—¡Lo prometemos! —dijeron—. ¡Lo prometemos!

Luego retrocedieron y saludaron:

—¡Salve, Kamchak! ¡Salve, Ubar San!

—¡Salve, Kamchak! —rugieron todos los presentes—. ¡Salve, Kamchak! ¡Ubar San!

Era ya entrada la tarde cuando, terminados todos los asuntos, la sala empezó a vaciarse. Sólo permanecieron algunos comandantes y líderes de centenares. Allí estaban Kamchak y Aphris y allí estábamos Harold y yo, así como Hereena y Elizabeth.

Hasta poco antes nos habían acompañado Albrecht y Tenchika, así como Dina de Turia con sus dos guardianes tuchuks, que habían estado velando por ella durante la caída de la ciudad.

Tenchika se había aproximado a Dina de Turia.

—¿Cómo es que ya no llevas collar? —le había preguntado Dina.

—Soy libre —fue la tímida respuesta de Tenchika.

—¿Volverás a Turia?

—No —sonrió Tenchika—. Me quedaré con Albrecht..., con los carros.

Albrecht estaba hablando entonces en otra parte de la sala con Conrad, el Ubar de los kassars.

—Toma —dijo Tenchika poniendo el fardo que llevaba entre las manos de Dina. Son tuyas. Es tu derecho tenerlas, porque te las has ganado.

Dina, que ignoraba el contenido de aquel envoltorio, lo abrió, y vio que en su interior había copas y anillos, piezas de oro y otros objetos valiosos que Albrecht le había dado como recompensa por sus victorias en las competiciones de boleadora.

—Tómalo —insistió Tenchika.

—¿Lo sabe él? —preguntó Dina.

—¡Claro que sí!

—Es muy amable.

—Le quiero —dijo Tenchika antes de besar a Dina y correr fuera de la estancia.

Me acerqué a Dina de Turia, y mirando los objetos que tenía en la mano dije:

—Debes haber hecho una carrera realmente buena.

Ella se echó a reír.

—Con esto tendré bastante para alquilar la ayuda de unos cuantos hombres. Podré reabrir el comercio de mi padre y mis hermanos.

—Si quieres, puedo darte mil veces esta cantidad.

—No —respondió sonriendo—. Prefiero empezar sólo con esto, que es realmente mío.

Acto seguido, se bajó brevemente el velo y me besó.

—Adiós, Tarl Cabot, te deseo lo mejor.

—Yo también te deseo lo mejor, noble Dina de Turia.

—¡Ésta sí que es una fantasía de guerrero! —exclamó—. ¡Sí sólo soy la hija de un panadero!

—Era un hombre noble y valiente.

—Gracias.

—Y su hija también lo es. Sí, es una mujer noble y valiente, y además muy bella.

No le permití que volviera a ponerse el velo hasta después de besarla por última vez, suavemente.

Volvió a cubrirse y se llevó las yemas de los dedos a los labios ahora ocultos para después tocar con ellas los míos, antes de volverse y abandonar la sala.

Elizabeth había contemplado la escena, pero no daba muestras de enfado.

—Es muy bella —me dijo.

—Sí, lo es. —Después miré a Elizabeth y añadí—: Tú también eres bella.

—Lo sé —dijo mirándome con una sonrisa.

—¡Qué muchacha más vanidosa!

—Una muchacha goreana —dijo— no necesita fingir que es modesta cuando sabe que es bella.

—Eso es cierto. Pero, ¿de dónde has sacado la noción de que eres bella?

—Mi amo me lo ha dicho —dijo levantando su preciosa nariz—, y mi amo no miente, ¿verdad que no?

—No demasiado a menudo, y menos cuando se trata de cuestiones de tal importancia.

—Por otra parte, he visto que los hombres me miran, y sé positivamente que alcanzaría un buen precio.

Debí parecer escandalizado.

—Sí —continuó diciendo ella—, estoy segura de que valgo muchos discotarns.

—Sí los vales —admití.

—Pero tú no me venderás, ¿verdad que no?

—No, de momento no. Ya veremos, si continúas complaciéndome.

—¡Oh, Tarl!

—Amo —corregí.

—Amo.

—¿Y bien? —inquirí.

—Procuraré seguir complaciéndote —dijo sonriendo.

Me rodeó el cuello con los brazos y me besó.

La retuve durante un buen rato en mis brazos, saboreando sus labios tibios, y la delicadeza de su lengua en la mía.