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– ¿Crees que los negros son igual que los blancos? -le preguntó Serge a Gus que seguía contemplando el ocaso.

– Sí -dijo Gus con aire ausente-. Lo aprendí hace cinco años al lado de mi primer compañero que era el mejor policía que jamás he conocido. Kilvinsky decía que la mayoría de las personas son como el plancton que no puede luchar contra las corrientes y se ve arrastrado por las olas y las mareas y que algunas son como la fauna del fondo del mar que puede hacerlo pero, para ello, tiene que arrastrarse por el cenagoso fondo del océano. Y otras son como el necton que puede luchar contra las corrientes pero no necesita arrastrase por el fondo; sin embargo el necton resulta tan difícil que hay que ser muy fuertes. Creo que se imaginaba que los mejores de entre nosotros eran como el necton. En cualquier caso, siempre decía que en la gran oscuridad del mar ni la forma ni el color de los pobres seres dolientes contaban para nada.

– Parece que era un filósofo -dijo Roy sonriendo.

– A veces creo que cometí un error al hacerme policía -dijo Serge-. Miro estos cinco años pasados y veo que las frustraciones han sido graves pero no creo que prefiera hacer otra cosa.

– Hoy he visto un editorial que decía que era deplorable que hubieran recibido disparos y se hubieran muerto tantas personas en los disturbios -dijo Gus-. El individuo decía: "Hay que suponer que la policía dispara para herir. Por consiguiente, se deduce de ello que la policía ha matado intencionadamente a toda esta gente".

– Es un silogismo retorcido -dijo Serge -. Pero no podemos reprochárselo a estos pobres bastardos ignorantes. Han visto miles de películas en las que se demuestra que se puede inmovilizar a un individuo o quitarle el arma de las manos de un disparo.

– ¿Un montón de plancton vertido en un mar de cemento, verdad, Gus? -dijo Roy.

– Creo que no me arrepiento de este trabajo -dijo Gus-. Creo que sé algo que la mayoría de la gente no sabe.

– Lo único que podemos hacer es procurar protegerlos -dijo Roy -. Desde luego, no podemos cambiarlos.

– Y tampoco podemos salvarlos -dijo Gus -. Ni a nosotros tampoco. Pobres bastardos.

– Oye, me parece que esta conversación se está haciendo muy deprimente -dijo Roy repentinamente-. Los disturbios han terminado. Vendrán días mejores. Mañana nos reuniremos para nadar. Alegrémonos.

– Muy bien, a ver si podemos pillar a algún sinvergüenza -dijo Serge -. Una buena detención siempre me produce optimismo. ¿Tú trabajabas por esta zona, verdad Gus?

– Claro -dijo Gus enderezándose y sonriendo-. Conduce en dirección Oeste hacia Crenshaw. Sé lugares donde pueden localizarse coches robados. Quizá podamos atrapar a un ladrón de coches.

Roy fue el primero que vio a la mujer haciéndoles señales desde un coche aparcado junto a la cabina telefónica de la calle Rodeo.

– Creo que tenemos una llamada de una ciudadana- dijo Roy.

– Estupendo, empezaba a cansarme de conducir por ahí -dijo Serge -. A lo mejor tiene un problema insuperable que nosotros podemos superar.

– Ha oscurecido muy pronto esta noche -observó Gus -. Hace un par de minutos estaba contemplando la puesta de sol y ahora, zás, ya ha oscurecido.

Serge aparcó al lado de la mujer que descendió torpemente del Volkswagen y corrió hasta su coche en zapatillas y una bata que a duras penas podía contener su expansiva gordura.

– Iba a la cabina para llamar a la policía -dijo ella jadeando y, antes de descender del coche, Roy notó su aliento de alcohólica y examinó su cara enrojecida y su cabello pelirrojo teñido.

– ¿Qué sucede, señora? -preguntó Gus.

– Mi marido está loco. Últimamente ha estado bebiendo y no trabajaba, no me mantenía ni a mí ni a los niños y me pegaba cuando le venía en gana y esta noche parece que está completamente loco y me ha dado un puntapié en el costado. El bastardo. Creo que me ha roto una costilla.

La mujer se estremeció dentro de la bata y se tocó las costillas.

– ¿Vive lejos de aquí? -preguntó Serge.

– Al fondo de la calle, en Coliseum -dijo la mujer -. ¿Qué les parecería si me acompañaran a casa y lo echaran?

– ¿Es su marido legal? -preguntó Serge.

– Sí, pero está loco.

– Muy bien, la acompañaremos a casa y hablaremos con él.

– No pueden hablar con él -insistió la mujer entrando de nuevo en el Volkswagen-. El bastardo está loco esta noche.

– Muy bien, la acompañaremos a casa -dijo Roy.

– Por lo menos romperá la monotonía -dijo Gus mientras seguían el pequeño coche y Roy colocaba el fusil en el suelo de la parte de atrás del coche y se preguntaba si sería conveniente encerrarlo en la parte delantera o bien si sería suficiente dejarlo en el suelo si cerraban con llave las portezuelas. Decidió dejarlo en el suelo.

– ¿Este barrio es de mayoría blanca? -le preguntó Serge a Gus.

– Es mixto -dijo Gus -. Es mixto hasta La Ciénaga y hasta Hollywood.

– Si esta ciudad tiene un ghetto, debe ser el ghetto más grande del mundo -dijo Serge-. Menudo ghetto. Mirad allí en Baldwin Hills.

– Residencias de lujo -dijo Gus -. Es un barrio muy mezclado también.

– Creo que la mujer del VW será la mejor detención que hagamos esta noche -dijo Roy -. Casi se ha cargado a este Ford al girar.

– Está borracha -dijo Serge -. Os diré una cosa, si choca contra alguien nosotros intervendremos como si no la conociéramos. Me imaginé que estaba demasiado bebida para poder conducir al acercarse al coche haciendo eses y encenderme el cigarrillo con el aliento.

– Debe ser esta casa -dijo Gus iluminando con la linterna el número de la puerta mientras Serge se acercaba por detrás del Volkswagen que ella aparcó a más de un metro del bordillo.

– Tres-Z-Noventa y Uno, llamada de ciudadano, cuarenta y uno veintitrés, paseo Coliseum -dijo Gus al micrófono.

– No olvides cerrar la portezuela -dijo Roy -. He dejado el fusil en el suelo.

– Yo no entro -dijo la mujer-. Le tengo miedo. Dijo que me mataría si llamaba a la policía.

– ¿Los niños están dentro? -preguntó Serge.

– No -dijo ella jadeando -. Corrieron a la casa de al lado cuando empezamos a pelearnos. Creo que tengo que decirles que dentro hay un arma y que está hecho una furia esta noche.

– ¿Dónde está el arma? -preguntó Gus.

– En el armario de la alcoba -dijo la mujer -. Cuando se lo lleven a él, podrán llevársela.

– Todavía no sabemos si nos vamos a llevar a alguien -dijo Roy -. Primero hablaremos con él.

Serge ya había empezado a subir los peldaños cuando ella le dijo:

– Número doce. Vivimos en el número doce.

Cruzaron un pasadizo abovedado adornado con plantas y salieron a un patio rodeado de apartamentos. Había una tranquila piscina iluminada a la izquierda y un entoldado con mesas de ping-pong a la derecha. Roy se sorprendió de la magnitud del edificio de apartamentos tras cruzar el engañoso pasadizo.

– Muy bonito -dijo Gus admirando evidentemente la piscina.

– El doce debe ser por aquí -dijo Roy dirigiéndose hacia la escalera de mosaico rodeada por helechos que llegaban hasta la altura de la cara.

A Roy le pareció que todavía olía el aliento de la alcohólica cuando un hombre de color del yeso y aspecto débil, luciendo una camiseta húmeda, apareció desde detrás de un retorcido árbol enano y se abalanzó contra Roy que se volvió estando ya en la escalera. El hombre apuntó con el barato revólver del 22 contra el estómago de Roy y disparó una vez y mientras Roy se sentaba en la escalera presa del asombro, los rumores de gritos y de disparos y un chillido mortal resonaron por el amplio patio. Entonces Roy advirtió que se encontraba tendido al pie de la escalera, solo, y todo quedó tranquilo durante un momento. Después fue consciente de que era el estómago.