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– ¿Cuál?

– ¡Keller y los Galjero conocen bien las perversidades que les obsesionan, y adivino que a usted aún le falta mucho para eso, oficial Tewp!

La voz de la francesa había acabado por quebrarse como la de una vieja urraca. No sé si cabía atribuirlo al cansancio de sus últimos viajes, a los picotazos de la edad -que finalmente se había lanzado sobre ella y la iba minando poco a poco-, o a alguna otra razón que yo ignoraba, pero Garance de Réault ya no era la mujer de armas tomar que yo había conocido. La abandoné casi de puntillas, feliz por haber aprendido tantas cosas conversando con ella, pero también con cierto disgusto por mi fracaso en mi intento de sonsacarle algún dato concreto que pudiera utilizar en mi caza de los asesinos de niños.

Durante algún tiempo aún me obligué a llevar la vida austera de un oficial de la administración colonial ordinaria. Durante el día trabajaba con expedientes anodinos, y de noche me alegraba si llegaba el alba sin que el recuerdo de Khamurjee hubiera venido a atormentarme.

Con frecuencia, demasiada tal vez, cuando la melancolía y la desesperación se hacían casi insoportables, no podía evitar rondar por las inmediaciones de Shapur Street. La propiedad se encontraba abandonada. Nadie se ocupaba ya de ella. Hasta el punto de que un día la gruesa cadena que habían pasado por los barrotes de la verja, carcomida por la herrumbre, cedió bajo mi presión. Ansioso, desazonado, pero al mismo tiempo dominado por una curiosidad devoradora, caminé por las avenidas hasta la fachada de la mansión. La podredumbre lo invadía todo. El revoque de las paredes saltaba a pedazos, los postigos y las ventanas habían cedido a la fuerza destructora de las tempestades y los monzones, arañas enormes corrían por la terraza cubierta de hojas muertas y ramas rotas. No entré; me contenté con errar al azar por este lugar tan extraño, iluminado por una luz tenue. Vi de nuevo el laberinto de bambús y la fuente esculpida donde Laüme y Simpson se habían bañado desnudas en mi presencia, volví al lindero de la zona salvaje del parque, donde Darpán había obligado al «guardián del umbral» a abrirnos un pasaje. Apenas había rastros de los límites entre las otrora limpias extensiones de césped y la jungla. No sin mucho esfuerzo, encontré el arbusto mágico. Después de despejar la maleza que había crecido alrededor, no supe, de todos modos, obtener nada de él. Taciturno, con secreta nostalgia también, partí, pues, de Shapur Street sin haber conseguido desvelar los misterios y los sacrilegios que allí se habían perpetrado.

Y luego, después de todos estos horribles meses de languidez e impotencia, nació por fin ese día extraño de diciembre de 1938 en el que dos truenos estallaron con apenas unas horas de intervalo. Fue, en primer lugar, una simple lectura en la tranquila sala de estudio de la Sociedad de Estudios Asiáticos la que me hizo dar un brinco en mi silla. Desde finales del año 1936, yo era un habitual del centro, y acudía allí a menudo para investigar a mi aire el enorme fondo de archivos que generaciones de conservadores tan escrupulosos como sorprendentes habían constituido. Porque, bajo la muy conveniente apariencia de una congregación de humanistas de lo más probo y severo, se ocultaba una especie de infierno que encerraba, no una colección de obras licenciosas, sino más bien textos raros consagrados a la magia, a creencias diversas y variadas de la mayor parte de los pueblos que se extienden desde las riberas del Líbano hasta la costa de Coromandel. Y no eran bobadas de iluminados o fantasmagorías de mitómanos ansiosos de reconocimiento. Bien al contrario. ¡Todos los documentos clasificados y conservados por la Sociedad de Estudios Asiáticos, al abrigo del polvo, la luz y los ratones, eran auténticos y serios estudios de verdaderos eruditos, occidentales en su mayor parte e incluso británicos en una aplastante mayoría! Desde luego, yo lo había advertido ya hacía tiempo, y esta sala se había convertido en objeto de mis preferencias. Pero ese día en concreto la fortuna quiso que mi mano eligiera al azar, de entre una pila de viejas anotaciones no referenciadas, un opúsculo de tres páginas consagrado a la mitología de las piedras de guardia en las ciudades antiguas de los valles del Jordán, el Tigris y el Eufrates. El autor era un tal Constantin Alois Chadwick, aparentemente un oscuro cronista -textos y dibujos- de una campaña de excavaciones dirigida por un departamento del British Museum de 1847 a 1850. El texto describía a grandes rasgos la misión que había conducido a esta gente desde las colinas que rodeaban Jerusalén hasta los márgenes del desierto mesopotámico. Según rezaba en este breve informe, era tradición tanto en la Antigüedad europea como en la mediooriental consagrar piedras o estatuas a la protección de lugares específicos y casas de particulares pero también de edificios públicos, militares o religiosos. Ése había sido el caso en Grecia y en Judea. A fin de complementar el texto -estrictamente académico y en el que, por descontado, toda referencia a los ritos que entonces se empleaban para consagrar estos talismanes brillaba por su ausencia-, el autor había trazado el dibujo del supuesto palladium de Jerusalén. Se trataba de un vulgar cuadrado de piedra cocida grabado con glifos. Chadwick sugería que el interior estaba hueco y lleno, en su origen, bien de un líquido aceitoso consagrado según el dogma, bien de un polvo de cristales. No citaba las fuentes sobre las que se sustentaba para plantear estas hipótesis, pero esto carecía de importancia. Todo lo que retuve fue el paralelismo que podía establecer entre la descripción de estos antiguos palladia y la piedra negra que había visto en casa de los Galjero, en el sótano de la torre diabólica.

Presa de un frenesí creciente, orienté mis investigaciones en esta dirección, e incluso establecí contacto epistolar con un famoso profesor de filología de Cambridge; a raíz de ello, acabé por convencerme de que la piedra oscura cumplía una función equiparable a la de los antiguos palladla. Y tras extraer conclusiones de lo que había visto en la torre, estimé también que el líquido que había oído agitarse en su cavidad había podido estar constituido, no por un simple aceite consagrado, ¡sino por la sangre de los niños sacrificados! «¡El fluido sanguíneo posee extrañas virtudes, oficial Tewp! -me habían dicho Darpán y Réault-. Es el líquido de vida que todas las religiones adoran de manera directa o simbólica.» Por desgracia, no pude hacer otra cosa que acumular y seleccionar los escasos documentos disponibles sobre el tema -áridos estudios universitarios en su mayoría-, porque pronto otras consideraciones ocuparon mi mente. Esa misma noche, después de haber exhumado el opúsculo de Chadwick, fui abordado en plena calle por un civil con aire de asistente de notaría, que me preguntó si podíamos conversar en un lugar tranquilo. Como me pareció que el solicitante tenía aspecto de persona honesta y me complació la actitud reservada que había mostrado al presentarse, le llevé al bar del Harnett, que había convertido en una pausa obligada en mis salidas a la ciudad. Hasta que no estuvo instalado entre las caobas y los ébanos de un salón apartado, el individuo no consintió en revelarme la razón que le había conducido hasta mí.