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– Me llamo Sebastian Piggot, oficial Tewp. He venido aquí para dar con usted, en cumplimiento de un mandato especial de la sociedad de investigaciones privadas Xander y asociados, de Londres, a la que pertenezco.

Era del todo evidente que hacía poco que Piggot había pisado el territorio de las colonias. Su tez clara y su regulación calorífica corporal estaban ajustadas al clima fresco de la metrópoli: sudaba a chorros aunque estábamos casi en la vertical de un enorme ventilador que batía el aire con sus resplandecientes palas de cobre con la fuerza de una brisa caledónica.

– Si no he comprendido mal, señor Piggot, es usted una especie de detective, ¿no es eso?

– No exactamente, sólo soy un comisionado, oficial Tewp, no un investigador en el sentido estricto del término. Si he venido a verle aquí, no es para sonsacarle informaciones, sino para entregarle en mano un expediente que uno de nuestros clientes desea que conozca.

Mientras hablaba, abrió la cartera de cuero que llevaba consigo, sacó un bonito expediente encuadernado que llevaba grabado en el lomo el símbolo de la casa Xander y me tendió gentilmente el documento.

– Nuestros clientes son lord y lady Bentham. ¿Le es familiar este nombre, capitán? -preguntó Piggot mientras yo empezaba a examinar las páginas del documento.

Me sobresalté. Había oído hablar en una ocasión de esta gente en el despacho del archivero Blair, mientras éste me desgranaba el dudoso pedigrí de los Galjero: «Un día encontraron el cadáver de los dos hijos de lord y lady Bentham en el jardín de los rumanos… La investigación concluyó que se trataba de un suicidio por una doble pasión adolescente… El asunto se archivó».

– Lord y lady Bentham se enteraron de lo que había ocurrido aquí en el curso del año 1936, aun cuando se hizo un trabajo magnífico para tapar el asunto, sí, realmente magnífico… Desde entonces, nuestros clientes están persuadidos de la culpabilidad directa de la señora y el señor Galjero en la trágica desaparición de su hijo y de su hija.- Por desgracia, hasta ahora no han podido probar nada, pero encargaron a nuestra agencia que recogiera el máximo de datos contra ellos. Y debo decir que, desde el asunto de las Indias, su expediente se ha hinchado considerablemente…

Mi corazón se puso a latir con más fuerza y advertí que yo también transpiraba copiosamente. Piggot era un personaje poco agraciado físicamente, pero en aquel momento me hubiera gustado estrecharlo entre mis brazos como a un viejo camarada para agradecerle de algún modo lo feliz que me hacían sus palabras: ¡Swamy y yo no éramos los únicos que queríamos neutralizar a los Galjero! ¡En el otro extremo del mundo, en la metrópoli, una pareja azotada por la desgracia también había emprendido la caza! El emisario de Xander y asociados me ahorró la lectura inmediata del expediente resumiéndomelo.

– Desde finales de 1936, los Galjero han desaparecido literalmente de la circulación. No se les ha visto en Nueva York, ni tampoco en Londres o París. Una fuente de información, cierto que poco digna de confianza, afirma haberlos localizado durante un tiempo en Berlín, y también en Venecia. Pero no tenemos ninguna certeza. Tal vez se hayan retirado a sus posesiones de Rumania. El caso es que la situación política que atraviesa este país dificulta y mucho el acceso a su territorio, y la presencia de observadores extranjeros conlleva un enorme riesgo. Actualmente estamos trabajando para establecer un contacto fiable en el lugar, pero aún no hay nada en firme. Sea como fuere, y eso es lo que realmente me ha llevado hasta usted, nuestra agencia ha podido saber que la obra caritativa que los Galjero mantenían en Calcuta no es en absoluto la única en su género. Desde los años veinte han existido centros parecidos en Borneo, Dakar, Ceilán, Damasco y Buenos Aires. Y todos funcionan según el mismo modelo: selección de niños pobres y pretendido envío de estos chiquillos a Occidente, donde no se les ha vuelto a ver. Cada vez que se empezaban a plantear quejas o a suscitar sospechas, los Galjero se las ingeniaban para untar a las autoridades, cerraban el centro y trasladaban sus actividades a otra parte. El asunto de Bengala, sin embargo, parecía haber puesto freno a estas prácticas.

Borneo, Dakar, Ceilán, Damasco, Buenos Aires, Calcuta… El relato de Piggot me turbaba enormemente. Desde hacía más de quince años, los Galjero seleccionaban por todo el planeta chiquillos con un cociente de inteligencia superior a la media. ¿De cuántos niños sacrificados por estos monstruos estábamos hablando? Cuatrocientos, quinientos tal vez… No tenía sentido imaginar que los rumanos hubieran actuado con los chiquillos de África o de América del Sur de un modo distinto que con los de la India. La extensión de sus crímenes producía náuseas…

– Pero ¿por qué lord y lady Bentham quieren que se me informe de todo esto? -pregunté a Piggot después de haber vaciado de un trago el vaso de licor que había pedido.

– Porque han conocido en detalle todo lo que le había ocurrido, y consideran que usted es hoy por hoy una de las mejores bazas para abatir a estos monstruos. ¿Quiere colaborar con lord y lady Bentham, capitán Tewp?

Tercer libro de David Tewp

LOS IVANES

Apoyé la nuca contra la lava de hormigón frío y traté de distender los músculos de mi cuerpo, rígido por la intensa helada que reinaba en el exterior. A pesar del estrépito que me rodeaba en el refugio, de las idas y venidas de los hombres a mi alrededor, de las órdenes y los cantos estruendosos, y del olor a sudor, tabaco negro y col que saturaba el aire confinado del reducto de mando, conseguí cerrar los ojos y dormir un momento. Como cada vez que mi mente se relajaba, volví a verme años antes, cuando todavía estaba en la India. En este instante preciso, helado y extenuado, con mi battledress blanco cubierto de cristales de nieve y de placas de fango, deseé estar allí, bajo las cálidas tormentas de Calcuta, más aún que en los barrios elegantes de Londres o sobre una escollera de Brighton. Había permanecido ocho años en la India, al servicio del MI6, antes de ser enviado, en el otoño de 1944, a la delegación que la Firma mantenía en Moscú, entre estos aliados contra natura en que se habían convertido temporalmente los soviéticos. Lo paradójico de la situación residía en el hecho de que yo no era ni espía ni clandestino. Mi misión personal, de carácter plenamente oficial, era de sobras conocida por las autoridades del Ejército Rojo, que le daban un apoyo que yo no calificaría de absoluto, pero sí, como mínimo, de «diplomático», y eso me bastaba. Desde luego, no gozaba de una total libertad de movimientos, y desde el momento en que había puesto el pie en el suelo de su madre patria, me habían asignado un comisario político que ya no me había abandonado y que nos había acompañado, a Habid Swamy y a mí, en todas nuestras tribulaciones; porque yo había conservado a mi lado al pequeño sudra hindú. No puedo negar que me había beneficiado de algunos privilegios desde el día en que Sebastian Piggot me había propuesto aprovechar la ayuda de lord y lady Bentham. Y gracias a ellos, había podido aumentar considerablemente mis conocimientos sobre los rumanos. Si no hubiera estallado la guerra, creo incluso que hubiera acabado por ceder a su demanda de abandonar el ejército para consagrarme por entero a la persecución de los Galjero. Pero el destino había decidido que mi vida tomara otros derroteros.

En 1939, los ejércitos alemanes cruzaron la frontera polaca, provocando una respuesta dubitativa de Gran Bretaña y Francia que no hizo sino precipitar la catástrofe. El incendio se desató en varios puntos, de Narvik a El Cairo. Poco a poco el mundo entero se oscureció y yo no era el único en pensar que atravesábamos el Kali Yuga, la edad sombría de los últimos tiempos. En la India, sin embargo, el conflicto no nos alcanzó de lleno. Si bien es cierto que se enviaron, para mantener las formas, algunos regimientos a Europa, donde fueron literalmente destrozados en Dunkerque, el grueso de las tropas coloniales permaneció en su puesto y se limitó a efectuar un redesplegamiento estratégico destinado a prevenir una tentativa de desembarco japonés. De 1941 a 1945, los grandes combates que el Imperio mantenía en Asia contra su adversario nipón nunca alcanzaron directamente al subcontinente indio. Aun así, Bose, el principal adversario de la presencia inglesa en las Indias, no dudó en pactar abiertamente con los alemanes. Gracias a complicidades bien establecidas, Netaji, el Guía, consiguió escapar de la residencia vigilada donde se encontraba confinado y llegó a Berlín a finales de marzo de 1941. Allí organizó los primeros dispositivos de un pretendido ejército de liberación, compuesto principalmente por nuestros propios soldados indios del VIII Ejército capturados por Rommel en África del Norte. Bose y sus lugartenientes trabajaron tanto y tan bien que lograron persuadir a alrededor de cuatro mil de sus compatriotas de que se unieran a su causa, y de este modo, bajo el emblema de un tigre lanzándose al ataque, la legión india fue incorporada a la Wehrmacht y se convirtió en su 950 regimiento de infantería. Los avatares de la guerra pronto escindieron este cuerpo en dos divisiones: una fue destinada a Holanda, y luego a Francia, y la otra al frente del Este, donde los hindúes combatieron valerosamente a los soviéticos en una proporción de uno a cien. Hubo muchas bajas en sus filas. Y también prisioneros. El Ejército Rojo no tenía por costumbre cuidar de los desventurados que caían en sus manos, y nosotros, los británicos, sabíamos que había indios que combatían contra nuestros aliados soviéticos. Desconozco la razón exacta, pero un alma caritativa del Alto Mando se sintió conmovido por el destino de estos hombres y se las compuso para que asumiéramos la vigilancia de los prisioneros hindúes del frente del Este en lugar de que se les deportara a los campos de Siberia. También albergábamos la intención de encontrar a Bose entre ellos; teníamos aún esta esperanza, aunque por aquel entonces ignorábamos que había abandonado Alemania en submarino con destino a Japón, donde contaba con convencer al emperador de que desembarcara en las Indias. Nosotros aún creíamos que estaba en Europa para dirigir a su legión de renegados, y queríamos apresarlo para conducirlo ante la justicia, porque no confiábamos en que los comunistas nos lo entregaran si le capturaban. Tal vez madame de Réault hubiera llamado a esto «predestinación». Por mi parte, si bien no me gusta calificar así este azar, lo cierto es que fue a mí a quien se dirigieron para que ejerciera de intermediario entre los prisioneros de la legión india y las autoridades del Ejército Rojo. Mi tarea oficial consistía en interrogar a los cautivos hindúes, centralizar sus testimonios y tratar de sacar conclusiones en cuanto al paradero exacto de Netaji. También me habían pedido que, en la medida en que me fuera posible, recogiera las placas de identificación de los muertos y organizara el retorno a la India de los soldados de la Legión que pudiera recuperar. Insistí para que Habid Swamy fuera ascendido a sargento antes de nuestra partida, ¡del mismo modo que yo había ascendido de golpe, con este motivo, dos grados en la jerarquía y me había convertido en coronel del MI6!