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De entre los hindúes que vi ese día, dos eran nativos de Ceilán, uno de Delhi, otro de Bombay y el último de Calcuta. Entre ellos no había ningún oficial ni suboficial. Eran sólo unos pobres tipos sin educación que prácticamente sólo habían conocido el orden militar y a los que una trágica jugada del destino había precipitado de los ergs sobrecalentados del desierto libio a las taigas rusas barridas por los vientos helados. Llevaban varios días sin comer nada y eran blanco constante de las vejaciones de los Ivanes, que se burlaban de su piel oscura y de sus grandes ojos dulces. Como yo me sentía feliz de poder proporcionarles un poco de calor y de tranquilidad, procuraba que mis interrogatorios durasen el mayor tiempo posible y aprovechaba la ocasión para reavituallarlos de té, galletas o margarina. De los cuatro primeros no obtuve ninguna información valiosa, pero las declaraciones del quinto hicieron que Habid Swamy y yo saltáramos de nuestras sillas. El hombre se llamaba Khanansu y era miembro del cuerpo sanitario de su compañía. Mientras se retiraba en medio de un convoy víctima del incesante acoso de los partisanos y ametrallado por los aviones Yack, habían requerido sus servicios para atender a una mujer y unos niños que acababan de resultar heridos cuando el half-track blindado que les transportaba había volcado en la cuneta. En varios meses de debacle, era la primera vez que veía a una alemana y a unos niños entre la tropa. Todo el mundo sabía lo que les ocurría a las mujeres que caían en manos de los soviéticos, y hacía tiempo que el Alto Mando había dejado de enviar personal femenino al frente ruso. Khanansu les había socorrido en la medida que lo permitía el magro contenido de su macuto, y ya se disponía a regresar a su unidad cuando un oficial le anunció que quedaba momentáneamente asignado al servicio exclusivo de la mujer y los niños. Debía velar por su estado, con exclusión de cualquier otro herido, hasta que le relevaran de sus funciones y pudiera reintegrarse a su compañía. Así, a partir de ese momento se encontraría bajo las órdenes directas de la mujer, que, por más que vistiera ropas civiles, ocupaba la posición de un oficial de alto rango. Durante varios días había acompañado, pues, a ese extraño grupo por las carreteras socavadas de la Europa oriental. La mujer era rubia, delgada, bastante joven. Nunca se separaba de su cámara fotográfica en los combates que se habían desarrollado en la zona en el curso de los diez últimos días. Yo esperaba un rechazo categórico por su parte, o al menos una interminable retahíla de preguntas, pero nos dio su aprobación inmediata y su espontaneidad me dejó desarmado. Pasamos la noche entera, y hasta el mediodía del día siguiente, trabajando sobre el emplazamiento supuesto de las unidades del sector, las direcciones de avance y de rodeo, las horas de fuego de artillería y los registros de los muertos y desaparecidos contabilizados entre las unidades regulares. Era imposible realizar un cálculo semejante en relación con las tropas de partisanos que hormigueaban en la retaguardia de la Wehrmacht en desbandada y le infligían daños considerables sin que, evidentemente, fuera posible obtener un recuento fiable de estas operaciones de los francotiradores. De todos modos, por lo que pudimos averiguar, la columna de Keller había sido víctima de un importante ataque por parte de un grupo blindado con la estrella roja en el lugar descrito por Khanansu, pero una unidad de pánzeres salida súbitamente de un bosque infligió un severo castigo a los Ivanes, cubriendo así la fuga de la columna alemana. No se había encontrado ningún cadáver de mujer o de niño entre las bajas enemigas cuando los regulares rusos recuperaron el terreno. Tenidzé no comprendió el suspiro de alivio que el sargento Swamy lanzó cuando comprendimos que Ostara y los chiquillos habían sobrevivido al menos a este ataque. Al ver que éramos incapaces de sacar nuevas conclusiones de las informaciones de que disponíamos, optamos por dirigirnos a la línea del frente para seguir la pista de la columna Keller costara lo que costase, aunque tuviéramos que perder la vida en el intento.

LOS TIGRES DE NETAJI

Nos sumergimos en el infierno. Aunque Tenidzé había intentado disuadirnos de intentar siquiera semejante aventura, sus esfuerzos habían sido en vano. Resignado, se embarcó con nosotros en el vehículo oruga ZIS-42, un camión todoterreno extraordinariamente resistente que nos servía de vehículo de servicio. El comisario político no había estado nunca antes en el frente, y creo que la perspectiva le asustaba y le excitaba al mismo tiempo. Como nosotros, no paraba de recorrer las líneas de retaguardia y constataba el espantoso resultado de los combates encarnizados que se entablaban no muy lejos de allí. Había visto a hombres casi seccionados en dos por la metralla que se aferraban aún a la vida. Había visto a otros con los cuatro miembros amputados, algunos con quemaduras en todo el cuerpo, con sus humores fluyendo sobre un jergón de crin sin que pudieran darles ningún fármaco que paliara su dolor. Había visto manos hinchadas por congelaciones que tenían el triple de su tamaño normal, había visto rostros medio arrancados, entrepiernas sin genitales, cráneos reventados que dejaban ver el cerebro aún activo… Había visto todo esto en los campos de prisioneros, los hospitales, los osarios… Había visto todo esto, y sin embargo, sabía que le faltaba algo. Quería saber si podía soportar más, confrontarse con sus límites. Por esta razón nos acompañó. Nosotros le dábamos un pretexto. A fin de cuentas, creo que nos estaba casi agradecido.

Partimos una mañana a mediados de febrero. Habíamos cargado con todas las provisiones posibles: piezas de recambio para el motor y bidones de gasolina, conservas, barras de tocino envueltas en papel aceitado. Y algunas armas, claro está. No teníamos orden de misión, pero esto carecía de importancia. La zona a la que pretendíamos acceder no se encontraba ya bajo ninguna jurisdicción. Era zona de guerra, el territorio del enfrentamiento, un lugar de verdad, de peligro, pero también de libertad. Estaba en nuestras manos sobrevivir. Sólo nos quedaba averiguar si seríamos capaces de hacerlo…

Nos bastaron unas pocas horas de trayecto para saber que acabábamos de cambiar de mundo. Todo aquí parecía más verdadero. En primer lugar remontamos una hilera de trescientos T-34 retenidos en la estepa y luego seguimos un ancho curso de agua helada hasta que encontramos un puente. Swamy conducía. Rápido, como de costumbre. No había tardado mucho en dominar las sutilezas de la conducción sobre la nieve, frenando los derrapajes con aceleraciones enfebrecidas y negociando los virajes mediante el bloqueo de las ruedas motrices y la utilización de las orugas fijas como patines de trineo. Las pesadas planchas del ZIS rugían de placer. Las horas de luz eran escasas, y el sargento exigía duramente a su mecánica. Sin dejar de avanzar, nos hundíamos en la guerra. El sol se alzaba hacia las nueve de la mañana y brillaba, con luz mortecina, hasta las 15 horas. Entonces la luz viraba al anaranjado durante unos veinte minutos, viraba luego hacia el violeta y a continuación se teñía de un gris cada vez más denso, hasta que la noche se instalaba completamente antes de las cinco de la tarde. Esa hora fijaba el momento de detenernos, porque la temperatura caía bruscamente de un aceptable -20 °C en pleno mediodía a unos mortales -35 o -40 °C en cuanto anochecía. Esas eran las horas más peligrosas. No porque temiéramos un ataque alemán, sino porque el frío entumecía y dejaba helado a un hombre inmóvil en apenas unos minutos. Debíamos permanecer en el vehículo sin parar el motor para que las piezas no se rompieran a causa del hielo, que lo resquebrajaba todo, dormir por turnos de veinte minutos y luego despertarnos para mover los músculos y frotarnos la nariz y los dedos, las partes del cuerpo más expuestas a la congelación. Siguiendo estas pautas, sólo recorrimos unas sesenta millas en tres días. Tenidzé aún hacía sus cálculos en verstas, como en la época de los zares, y contaba aproximadamente noventa. Durante el recorrido preguntábamos a los jefes de puesto con los que nos cruzábamos, a los comandantes de las unidades que dejábamos atrás, si habían combatido con elementos de la brigada Azad Hind Fauj o habían detectado un blindado ligero alemán lleno de niños. No obtuvimos ninguna respuesta positiva hasta que el capitán de un grupo de los exploradores que acababa de tener un encuentro con una sección de la retaguardia enemiga nos informó de que había visto a unos tipos de piel morena entre los combatientes adversarios y que aquello le había sorprendido. Había renunciado al enfrentamiento -su misión no era entablar un combate serio con los enemigos que encontraba, sino simplemente valorar su potencial de resistencia- tras calibrar que estas extrañas figuras exóticas eran soldados bien entrenados y armados, y asimismo resueltos a vender cara su piel. Por eso había permitido que se replegaran a un bosque, a dos horas de marcha del lugar donde ahora nos encontrábamos. En cambio, nada sabía de un grupo de niños y una mujer que viajaban en un half-track. Amablemente nos mostró el lugar de la escaramuza en un mapa del estado mayor, pero nos desaconsejó que nos dirigiéramos allí antes de que la infantería asegurara la zona, una acción prevista para varios días más tarde.