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– No sólo está a punto de oscurecer, sino que el parte meteorológico pronostica tempestad para esta noche. Yo, de ustedes, buscaría un refugio donde pasar tranquilamente las próximas cuarenta y ocho horas. De todos modos, la ventisca fijará a todo el mundo en su posición, tanto a sus malditos hindúes como a los demás…

– Tiene razón -dijo Tenidzé-. ¡Volvamos al último pueblo y pongámonos cómodos mientras esperamos a que amaine!

Era lo más razonable. Curiosamente, acepté la propuesta sin que Swamy protestara. Sabía que teníamos que ahorrar energías. Retrocedimos pues hasta alcanzar una aldea que había sido escenario de intensos combates en los días pasados, pero en la que aún se mantenían en pie algunas fábricas y hangares con las paredes hechas de fibras de girasol trenzadas. Había incluso un refugio de mando en el que pudimos resguardarnos entre las dotaciones de tres grupos de carros KV14, unos monstruos de movilidad detestable pero equipados con un cañón que escupía obuses de ochenta libras. El convoy formaba parte de una brigada de la Guardia, la élite del Ejército Rojo. Mientras calentaba mi cuerpo helado al calor de una estufa por primera vez desde hacía seis días y aprovechando una pausa para descansar, me adormecí sin preocuparme por los rudos cantos de los tanquistas, oyendo cómo la tempestad se intensificaba fuera y sintiendo cómo se recrudecía el frío de la noche. Me encontraba hundido ya en las tinieblas, mecido por los recuerdos de la India, cuando una serie de explosiones sacudió los muros del bunker. Me desperté sobresaltado y miré alrededor. El pánico se había apoderado del refugio. Las tres lámparas de gas que constituían toda la iluminación del recinto no permitían ver gran cosa, y los hombres tenían que tantear para encontrar su arma y se pisaban unos a otros tratando de abandonar el fortín cuanto antes para contener el ataque, ya que en el exterior podía oírse el crepitar de las ametralladoras que presagiaba el inminente inicio de la refriega. En contra de lo esperado, los alemanes habían aprovechado el recrudecimiento de la tormenta para intentar un audaz golpe de fuerza y dinamitar la cuarentena de carros parados del regimiento soviético que les pisaba los talones. Habid Swamy, Tenidzé y yo dejamos que el bunker se vaciara antes de movernos. Entonces cogí una pistola ametralladora de una mesa, y ya me disponía a dirigirme a la salida cuando Swamy me gritó:

– ¡No se mueva, mi coronel! ¡Escuche! ¡Ametralladoras pesadas Spandau y morteros del 50! ¡Fritz ha atrapado a Iván! ¡Están barriendo a las dotaciones! ¡Si salimos, nos encontraremos atrapados en un fuego cruzado!

Tenidzé se había retirado a un rincón y no parecía querer dar prueba de un heroísmo exagerado. Por muy comisario político que fuera, parecía apreciar más su piel que la victoria del proletariado, lo que acabó de hacérmelo simpático. Esperamos. El intenso tiroteo se prolongó durante cinco, ocho minutos tal vez. Aún se oyeron algunas explosiones, gritos, órdenes frenéticas en ruso, y luego escuchamos muy cerca de nosotros exclamaciones en alemán. Aterrado, me icé al nivel de una de las troneras del bunker y eché una ojeada al exterior. Los carros ardían como pajares, iluminando el pueblo con una luz de día de verano. Vi a hombres cubiertos con sudarios blancos que corrían por todas partes y remataban sin piedad a siluetas tendidas en el suelo. Había empezado a nevar, y los grandes copos vellosos se balanceaban impulsados por las ráfagas del viento del norte. Al contacto con esta humedad, los armazones de los carros en llamas despedían chorros de un vapor que se depositaba a ras de suelo formando nubes compactas. La tempestad se cernía sobre el lugar, y los rusos habían cometido el error de tratar de protegerse de ella demasiado pronto, dejando el campo libre a un puñado de alemanes resueltos para intentar un golpe devastador. En unos minutos, el material y los hombres de las compañías blindadas que nos habían acogido habían sido reducidos a la nada. Saliendo de una capa de humo cual ángel del Apocalipsis, un soldado que llevaba un lanzallamas se dirigió con pasos pesados hacia nuestro bunker. Esporádicamente el hombre hacía rugir su arma, que vomitaba un espantoso chorro azulado. Ante la seguridad de lo que iba a ocurrir si no reaccionaba con rapidez, me llevé mi arma al hombro, afiné la puntería y descargué tres salvas de tres cartuchos para detenerlo. Le alcancé, y se derrumbó en la nieve sin que llegaran a explotar las bombonas de nitrógeno y aceite que llevaba a la espalda. Lancé un suspiro de alivio. Si la idea de mi propia muerte me resultaba a fin de cuentas tolerable, la perspectiva de una infame agonía en la hoguera me resultaba insoportable. Resonó un pitido y los enemigos abandonaron el campo. Habían causado suficientes destrozos para no insistir y arriesgarse a provocar un contraataque que sin duda no hubieran podido repeler. El ataque debía de haber sido obra de una treintena de hombres como mucho, que sin duda se hubieran ganado su Cruz de Hierro de primera clase en caso de que aún existiera, en Berlín, un servicio capaz de otorgar tales condecoraciones. Cuando comprobamos que fuera ya sólo se oía el silbido del viento y el crepitar de las llamas, abandonamos el bunker y nos limitamos a constatar los daños. Había muertos por doquier, un centenar tal vez, casi todos vestidos con el uniforme soviético. La nieve recubría ya parcialmente sus cadáveres. Dentro de unos minutos quedarían totalmente sepultados por un manto blanco. La curiosidad fue más fuerte que el frío intenso que me desgarraba los músculos, y me dirigí hacia el lugar donde había abatido al hombre del lanzallamas. Lo encontré ya rígido por el hielo, con la boca de su arma apagada bajo el cuerpo. Me apoderé de ella y luego le di la vuelta. Era un hombre de tez morena, y en la manga llevaba el emblema de un tigre saltando sobre un fondo blanco, verde y azafrán, los tres colores de la India.

– No hay nada que podamos hacer excepto esperar -dijo Tenidzé-. La tempestad es demasiado intensa. ¡Es imposible mantenerse en pie fuera!

El georgiano tenía razón. Unos minutos después de que hubiéramos vuelto al bunker, la ventisca se desencadenó y la nieve empezó a caer en cataratas. De golpe, el termómetro bajó aún más, para alcanzar los -50 °C, la barrera física a partir de la cual las piedras estallan. Lo único que podíamos hacer era apretujarnos lo más cerca posible de la estufa de carbón y, sobre todo -¡sobre todo!-, agradecer la ironía del destino que acababa de designarnos como únicos poseedores de un refugio relativamente bien aislado, provisto de un sistema de calefacción rudimentario pero equipado con suficiente carburante. Habíamos heredado además un lote de cajas de víveres e incluso el alambique artesanal del destacamento de la Guardia con el que los hombres se preparaban un brebaje frente al cual el vodka parecía sólo una leche dulzona. Así aprovisionados, hubiéramos podido esperar a la primavera para abandonar nuestro nido. Permanecimos tres días en el refugio antes de que la tempestad amainara lo suficiente para salir de nuestro refugio. Tenidzé y yo hablamos largo y tendido de historia y de política. Él me preguntó sobre la India, que le inspiraba curiosidad, y sobre las costumbres inglesas, de las que parecía envidiar el lujo burgués sin mala conciencia proletaria. Animado por su actitud, le confesé que había imaginado a un comisario político soviético como alguien fanático, una persona intransigente y llena de certidumbres.