– Los comisarios políticos son como los curas o como los pastores de su país -me dijo-. A veces pierden la fe…
– ¿Es lo que le ha ocurrido?
– Sí. He perdido la fe un poco a causa de ustedes. Quiero decir, a causa de los ingleses.
Una vez más, Grigor había conseguido despertar mi curiosidad. El hombre tenía ganas de hablar, y no tuve necesidad de animarle para que siguiera.
– En septiembre de 1939, la Unión Soviética y Alemania aún eran países aliados, ¿recuerda?
– Sí -asentí-. ¿Y qué quiere decir con eso?
– Pues que el primer día de septiembre los alemanes invaden Polonia, el país de mi madre, y ustedes, los ingleses, les declaran la guerra. Pero cuando un poco más tarde la URSS entra también en Polonia y acaba de aplastar lo que quedaba de este desgraciado país, ni los franceses ni los británicos expresan la menor crítica. ¡Lo que estaba mal hecho por los alemanes no parecía tener ninguna importancia si lo hacían los soviéticos! ¡Pues bien, eso es precisamente lo que no les perdono a ustedes, los occidentales!
– ¡Pero no veo por qué motivo esto ha podido hacerle perder la fe en el comunismo!
– ¡Me ha hecho perder la fe en la honestidad! En la palabra dada. ¡En la justicia de una causa! ¡Eso me ha hecho perder! El día en que los soviéticos entraron en Polonia sin provocar ninguna reacción, me dije que la gran camaradería universal prometida por Marx y Lenin nunca podría rivalizar con la apatía inherente a la especie humana. Desde entonces he dejado de ser comunista porque he dejado de creer en el hombre. El hombre no es más que una abstracción. Un puro concepto. ¡Sin ninguna relación con la realidad! Pero esta revelación no me volvió loco. ¡Al contrario! Tenía mi carné del partido desde hacía tiempo, mis responsables me respetaban y ocupaba un buen puesto que me daba derecho a compartir un piso con sólo dos personas. De modo que actué como si nada ocurriera. Sigo siendo comisario político y conservo las ventajas del cargo. ¡Pero ya no estoy ciego y me siento mejor! Si un día puedo abandonar la URSS y probar suerte en otro sitio, lo haré sin ningún remordimiento. Por eso aprendí a hablar su lengua.
Esta conversación me sumió en abismos de circunspección. Después de la confesión que acababa de hacerme, consideré conveniente confiar a Tenidzé lo que Swamy y yo habíamos vivido en Calcuta. En el transcurso de una noche le narré, pues, cómo perseguíamos a unos asesinos de niños y por qué extraordinario azar acabábamos, aquí mismo, de recuperar el rastro de uno de ellos. La historia le fascinó y se adhirió sin dudar a nuestra cruzada. ¡Inesperadamente, en un refugio perdido en medio de un pueblo devastado, mientras una tempestad aullaba en torno a nosotros sus vientos mortales, acababa de armar a un nuevo caballero!
– Esos niños que, al parecer, viajan con la chica… ¿quiénes cree que son? -me preguntó.
– Lo ignoro. Niños perdidos capturados al azar de los caminos, me imagino. Seguramente quiere llevarlos con los Galjero… ¡Tenemos que capturarla antes de que contacte con ellos!
– Corren rumores en los pueblos, en las ciudades, ¿sabe? Al parecer los alemanes han seleccionado a niños en los territorios invadidos. Chiquillos elegidos conforme a criterios físicos, pero también por sus capacidades intelectuales. Sencillamente se los llevan, o a veces también los compran a sus familias. Dicen que los han trasladado a Alemania. El NKVD ha conseguido averiguar que los Krauts le han dado el nombre de Operación Lebensborn… ¿Le dice algo esto?
Nada en absoluto. Interrogué a Swamy con la mirada, pero el hindú movió la cabeza para indicarme que nunca había oído este nombre en código.
– Selecciones de niños -dije pensativo- Como en la India, en Dakar o en Buenos Aires…
– Tal vez esa Keller esté a cargo del Lebensborn -prosiguió Tenidzé-. ¡Esto explicaría que se pasee por aquí ejerciendo de niñera!
– Es posible, sí. Aunque los niños asesinados por los Galjero no se correspondían en absoluto con los criterios físicos que persiguen los teóricos de Rosenberg.
– Entonces, ¿qué es esta gente? ¿Son ogros, como los de los cuentos? ¿Comen niños? -aventuró Tenidzé, medio en broma medio en serio.
No supe qué responderle. Desde hacía años me encontraba frente a un muro. Estaba persuadido de que el relato del georgiano sobre raptos de niños realizados por los alemanes en tierra conquistada sólo guardaba una relación periférica con los asesinatos de las Indias. Pero era altamente probable que los Galjero y Keller hubieran ideado esta Operación Lebensborn para aprovisionarse de «materia prima» para sus tenghern, maithuna o cualquier otro descenso a los infiernos que hubiera nacido de sus mentes perversas. Al fin y al cabo, era algo plausible. Al ser la guerra en sí misma una operación criminal de gran envergadura, ofrece infinitas oportunidades a las mentes enfermas y una relativa garantía de impunidad. Por lo que a estas alturas sabía ya de ellos, los rumanos y la austríaca no hubieran dejado pasar una ocasión como ésta sin reaccionar. En cuanto a saber si esas personas eran monstruos salidos de un cuento, creo que mi opinión estaba definida desde hacía tiempo. Y era sí.
Después de casi tres días de intensa tempestad, vino la calma. Tardamos varias horas en encontrar y luego liberar a nuestro ZIS de los seis pies de nieve que lo cubrían. Por fortuna, el vehículo no había sido destruido durante los combates, pero perdimos un día completo en conseguir que arrancara. En primer lugar tuvimos que encender fogatas en torno al vehículo para calentar las planchas, luego cambiar las piezas del motor y del tren quebradas por el hielo, y a continuación dejar el motor en marcha toda la noche, para estar en condiciones de salir a la mañana siguiente. El frío, que seguía siendo extremo, hacía dolorosos cada uno de nuestros movimientos, hasta tal punto que nos era imposible permanecer más de treinta minutos fuera del bunker, al que teníamos que volver regularmente para calentarnos y evitar congelaciones mutiladoras. Trabajamos por turnos y al fin, con las primeras luces del alba del cuarto día, emprendimos de nuevo la marcha directamente hacia el oeste, donde sabíamos que se encontraban las columnas alemanas en fuga. Hacia la mitad de la jornada, hicimos un alto en lo que quedaba de una aldehuela con cuatro o cinco isbas derruidas. En los muros de una de ellas habían pintado «Proletarios de todo el mundo, uníos», en letras cirílicas rojas chorreantes. No sé por qué, juzgamos conveniente registrar los escombros. Ojalá no hubiéramos tomado nunca esta decisión, porque hicimos descubrimientos espantosos. En la esquina de una barraca, vimos cuerpos humanos groseramente apilados, ataviados con el uniforme alemán. Los rostros de algunos habían sido hendidos con un hacha.
– Seguramente para recuperar los dientes de oro -explicó Tenidzé.
Otros tipos, acaso solamente heridos cuando habían sido hechos prisioneros, estaban atados y con la cabeza hundida en el vientre abierto de sus camaradas muertos, condenándolos a una atroz asfixia entre el amasijo de vísceras. Detrás de un cobertizo encontramos a una docena de soldados desnudos, medio hundidos en toneles de agua ahora congelada. La muerte que habían reservado a estos desventurados nada tenía que ver con las leyes de la guerra. Era pura barbarie, el placer de regocijarse en la humillación y el sufrimiento ajeno.