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– Los partisanos… -susurró tristemente Grigor- Nadie los controla. Y nadie los juzgará nunca por esto.

Abrumados por el horror de estas escenas, seguimos avanzando en silencio, y luego, al salir de un inmenso campo de nieve helada, encontramos de nuevo al grupo de exploradores cuyo capitán nos había informado de la presencia de unos hindúes en la zona unos días antes. El cuadro de la situación que nos dibujó nos alarmó. Su unidad no había tenido que recorrer grandes distancias para encontrar a los alemanes, ya que un ejército de partisanos había bloqueado la huida de éstos obligándoles a fijar su posición. Según estimaciones del capitán, calculaba en ochocientos el número de enemigos atrincherados en una prominencia boscosa rodeada por dos o tres mil francotiradores armados hasta los dientes que no tardarían en pedir refuerzos de artillería pesada para acabar cuanto antes con esta bolsa de resistencia. En cuestión de horas, los últimos restos de la columna Keller serían crucificados con un tiro escalonado que nivelaría el paisaje en decenas de hectáreas. Así que, tan cerca ya de nuestro objetivo, acabábamos de fracasar. A menos que franqueáramos la doble línea de fuego de los sitiadores y los sitiados, nos sería imposible sustraer a Keller y a los niños que ella custodiaba de su aniquilación programada. Todas las preguntas que nos atormentaban a Swamy y a mí desde hacía años estaban a punto de quedar para siempre sin respuesta.

– ¿Quién lidera a estos partisanos? -preguntó Tenidzé al capitán.

– He hablado con un jefe que parece ejercer cierto control sobre ellos. Son unos locos, unos salvajes. Una pandilla de saqueadores, de antiguos desertores de 1941 – 1942, de tramperos y campesinos que no han visto un libro en su vida…

– ¿Ni siquiera El capital? -soltó Tenidzé con un punto de ironía.

– ¿El qué? -replicó con sarcasmo el capitán.

Me pareció admirable el coraje de este hombre que se permitía el lujo de burlarse abiertamente de un comisario político al que había reconocido perfectamente por las insignias que llevaba cosidas a su uniforme. Si no hubiéramos estado tan cerca del frente y si Tenidzé hubiera estado realmente imbuido de la trascendencia de su papel, sin duda el capitán hubiera recibido un severo castigo por su descaro. Pero Grigor se limitó a esbozar una vaga sonrisa teñida de laxitud antes de llevársenos a un aparte, a Swamy y a mí.

– Si el que los dirige nos lo permite, tal vez haya un medio de hablar con los alemanes y de ofrecer a Keller y a los niños una oportunidad de salir de ésta. ¡Yo me ocuparé!

Grigor se puso al volante del vehículo oruga y nos condujo hasta el primer puesto de partisanos, donde se dio a conocer y solicitó hablar con el comandante. Pronto, un tipo corpulento vestido con una piel de cordero golpeó el vidrio de nuestro vehículo. No dudamos ni por un instante que este hombre era el responsable de las atrocidades que habíamos visto unas horas antes. Tuve que contenerme para no abatirlo allí mismo.

– ¡General Tetéiev! ¿Qué queréis, camaradas? -empezó, mostrándonos una horrible sonrisa verde.

Una infecta dentadura de cobre totalmente oxidada deformaba su rostro en un rictus abominable.

– ¡Estamos aquí para ayudarte, camarada general! -dijo en tono serio Tenidzé- Daremos orden de machacar este reducto a cañonazos para que no tengáis que tomarlo por asalto, pero antes veremos si estos perros quieren rendirse. Necesitamos una hora para negociar. Te pido que ordenes un alto el fuego a tus hombres durante este tiempo.

– ¿Por qué hacer prisioneros? -preguntó Tetéiev- ¡Hay que alimentarlos y vigilarlos! ¡Es más caro que matarlos!

– El camarada Stalin quiere prisioneros, general. Quiere prisioneros para mostrarlos en Moscú. En su avance, el Ejército Rojo sólo deja tras de sí un terreno sembrado de cadáveres. ¡Eso no es bueno! El proletariado moscovita quiere poder escupir a la cara a los enemigos de la madre patria, ¿comprendes? Ya tenemos bastantes alemanes muertos. Lo que necesitamos ahora son alemanes vivos. ¡Los pondremos en jaulas, corno en el circo! ¡Hay que humillarles! ¡Por la victoria total, camarada! ¡Si nos das tu permiso, te prometo que serás recibido en el Kremlin! ¡Imagínate! ¡El propio Stalin te hará los honores! ¡Será como el triunfo de un general romano!

Los ojos de Tetéiev brillaron de excitación. Sin duda no sabía lo que era un general romano, pero Tenidzé acababa de encender en su alma de niño una llama que tardaría mucho en extinguirse.

– ¿Stalin? ¿El Kremlin? ¿El triunfo? Bien… ¡Adelante, pues! ¡Traedme la rendición de estos hijos de puta capitalistas! ¡Decreto el alto el fuego durante una hora! ¡Por la victoria!

– ¡No lo lamentarás! Una última cosa, camarada… ¿Tienes tela verde y amarilla?

Cooperativo, sin hacer preguntas, Tetéiev nos proporcionó lo que Tenidzé reclamaba. Sobre la parte delantera de nuestro vehículo oruga blanco fijamos las tiras de tela de colores en una tosca imitación de la bandera de la India. En este paisaje uniforme era bastante probable que los sitiados no nos permitieran avanzar hasta ellos y abrieran fuego antes de avistar la bandera blanca que ondeaba sobre nuestra carlinga; los colores vivos, en cambio, atraerían suficientemente su atención para que un oficial utilizara sus prismáticos para observar nuestra máquina y descubriera en ella la señal de tregua. Ésa era nuestra táctica, nuestra esperanza.

Conteniendo el aliento, hicimos avanzar al ZIS a velocidad moderada a través de la cortina de partisanos soviéticos que acababan de recibir, sin saber por qué, la orden de interrumpir sus disparos de desgaste. La loma a la que se aferraban los alemanes de la columna Keller estaba situada a trescientas yardas; pero el terreno era tan intransitable a causa de los cráteres de los obuses, los desniveles traidores y las placas de hielo, tan lisas, que nuestras cadenas no conseguían morderlas, que necesitamos casi veinte minutos para franquear esta distancia.

– Esperemos que a los Krauts no les queden más minas con las que sembrar el terreno -dijo de pronto Tenidzé sonriendo con todos sus dientes.

El peligro parecía desvelar en él una nueva naturaleza, más feroz y más viva. Swamy me dirigió una mirada de pánico. No fue necesario hablar. ¡Qué lejos quedaban, para nosotros, los cálidos paisajes de la India, la ciudad húmeda de monzones fértiles y la apacible rutina de la vida colonial! Entramos a marcha lenta en un pasillo hecho de árboles negros, troncos tronchados, raíces levantadas del suelo por los obuses de las últimas piezas de artillería alemanas. Un hombre surgió ante nosotros. Agitaba los brazos para indicarnos que nos detuviéramos. Otros cinco se unieron a él con las armas en la mano, los rostros tensos, los ojos brillantes de agotamiento.

– ¡Atentos! -exclamó Tenidzé-. Estos tipos no están acostumbrados a que la gente tenga el detalle de preguntarles si quieren rendirse. Se mostrarán muy desconfiados. ¡Tendremos suerte si no nos liquidan antes de que hayamos abierto la boca!

Obedientes, bajamos del vehículo con los brazos en alto. Tal como habíamos esperado, entre los alemanes se encontraba también un oficial de baja graduación de la legión Netaji, atraído por los colores hindúes de nuestra bandera. Nos dirigimos a él para tratar de explicar nuestra oferta.

– No tengo el poder de hacer nada por ustedes -respondió el suboficial, aún sin recobrarse del asombro por ver llegar, en plena batalla, una misión de socorro de tres almas buenas que hablaban inglés-. Les llevaré hasta al Hauptmann Linden. El es quien manda aquí. Yo les serviré de intérprete. Acompáñenme…

Escoltados por cuatro tipos de aspecto patibulario, seguimos al hindú hacia lo alto de la loma por una pequeña carretera encajonada. Apenas habíamos avanzado unos pasos cuando oímos cómo se abrían las puertas de nuestro vehículo. Teníamos la certeza de que el saqueo de nuestras reservas era cosa hecha, pero aquello no nos preocupaba. Estábamos a punto de encontrarnos cara a cara con la pieza que llevábamos tantos años persiguiendo, y todos nuestros pensamientos apuntaban sólo a este objetivo. No nos habíamos puesto de acuerdo sobre cómo proceder cuando nos encontráramos frente a Keller. De todos modos, de nada hubiera servido. Actuábamos pensando sólo en el momento presente, como animales. Así hay que comportarse ante una fiera, sin calcular nada, prescindiendo de la razón y dejando paso a la inspiración, a los instintos solamente. Son ellos los que vienen a nuestro auxilio en los peores momentos.