De camino hacia la cima de la colina, pudimos ver que las tropas alemanas se habían enterrado metódicamente, cavando trincheras, amontonando montículos de nieve para formar reductos, cortando árboles y acumulando rocas para proteger las ametralladoras pesadas y las últimas unidades de PAK, con los cañones con el alza a cero para barrer, no el cielo, sino el inmediato horizonte. Estos hombres sabían que estaban atrapados y que probablemente aquélla sería su tumba, que sus cuerpos pronto se abrirían sobre la nieve, manchando el blanco manto con el rojo oscuro de sus vísceras, despreciados, malditos, olvidados de todos. Sin embargo, sus rostros no reflejaban amargura. Su combate estaba perdido antes de empezar la lucha, e iban a ser machacados por una artillería que nunca llegarían a ver o bombardeados por una escuadrilla contra la que no podrían defenderse; pero aquello apenas les importaba. Creo que nada sostenía ya a estos hombres. Ningún compromiso, ninguna creencia; ninguna esperanza tampoco. Sólo les quedaba la certidumbre de una muerte próxima. Pero eso no les asustaba. No sabía muy bien por qué, pero me recordaban a madame de Réault. Todos los hombres a los que veía tenían la mirada clara, tranquila, como si ya hubieran entrado en el otro mundo. No había pánico. Cada uno permanecía en su puesto sin mostrar un particular nerviosismo. El bosque era una catedral asediada, y nosotros caminábamos por ella con el mismo recogimiento con que hubiéramos avanzado por la nave de un templo.
Llegamos al último bastión, un perímetro despejado donde los vehículos marcados con la cruz de Malta y el casco blanco, signo distintivo de la Gross Deutschland, habían sido dispuestos en filas corridas, como una postrer e irrisoria barricada contra un asalto que tal vez nunca se produciría. En el centro crepitaba una gran fogata. El equipo de una cocina de campaña calentaba raciones de comida en el fuego. Si no hubiera sido por las armas que se levantaban por todas partes, uno hubiera podido creer que se encontraba en un campamento de exploradores. Un hombre enfundado en una doble capa de capotes blancos inspeccionaba la instalación de un Nebelwerfer, un lanzacohetes de ocho cilindros que apuntaba al camino por donde llegábamos, listo para despedazar a la primera oleada de partisanos que Tetéiev lanzara al ataque. El hindú nos condujo hasta el verificador y se mantuvo en posición de firmes, dos pasos por detrás, para ejercer las funciones de intérprete.
– Soy el Hauptmann Linden, el militar de mayor graduación aquí. ¿Quieren hacer el favor de presentarse?
El Hauptmann no tenía, sin duda, más de treinta años, lo que le confería un estatus de anciano entre esta tropa con una media de edad extremadamente baja. Sus ojos eran vivos, y su voz firme. Recité nuestros tres nombres y nuestra graduación, y luego le pregunté si había niños entre los refugiados que escoltaba. Rompió a reír al oír la pregunta.
– ¡Prácticamente sólo hay niños aquí, coronel Tewp! ¡Mire! -me dijo, mostrando con el dedo a dos artilleros que se encontraban muy cerca de nosotros.
Eché un vistazo a los soldados que señalaba. No creo que tuvieran siquiera diecisiete años.
– ¿Tiene niños de corta edad que no combatan? -continué con un suspiro.
– Sí. Por desgracia. ¿Qué quiere de ellos?
– Quiero proponerle que les haga salir de este campamento atrincherado antes de que sea demasiado tarde.
– ¿Me propone salvarlos? Sería la primera vez que los aliados dan pruebas de magnanimidad. Pensaba que tenían por costumbre licuar a los civiles con fósforo bajo los raids de sus bombarderos. Si no es ninguna encerrona, acepto sin duda.
– ¿Les acompaña una mujer, verdad?
– Sí.
– Queríamos proponerle que viniera también con nosotros.
Hubo un momento de silencio, y luego Linden pidió que fueran a buscar a Keller.
– No puedo responder por ella. No tiene un estatus militar. Es miembro de un extraño instituto del partido. Y tiene derecho a disponer de sí misma. ¿Cómo sabe que está aquí?
– Es una larga historia que no deseo confiarle, Hauptmann. Pero puedo prometerle que, si viene con nosotros, se encontrará, como los niños, bajo responsabilidad británica, y no soviética.
– Ése es un buen punto a su favor… -señaló Linden, pensativo-. Trate de convencerla, pero le prevengo que es una fanática…
Esperamos mientras Grigor intercambiaba un cigarrillo con Linden. Con sus rostros inclinados uno hacia el otro para encender su tabaco con la llama del mismo encendedor, los dos hombres me parecían casi gemelos. No por sus rasgos, evidentemente, sino por el espíritu que les animaba. En el fondo, ¿qué diferencia había entre el georgiano y el alemán? Y justo en ese momento comprendí que el conflicto que desgarraba a Europa desde hacía seis años no era un combate ideológico que enfrentara a un imperio del mal con una coalición de hombres puros, como los políticos pretendían hacernos creer. No. Este conflicto era una abominable guerra civil, y fuera cual fuese el resultado final, todos la acabaríamos física y espiritualmente exangües, amputados para siempre de una parte esencial de nosotros mismos. Me hallaba en este punto de mis reflexiones cuando una delgada silueta blanca apareció junto a Linden. Reconocí a Ostara Keller. Mi corazón dejó de latir por un instante. Ya no me atrevía a respirar. No había vuelto a verla desde hacía casi diez años, cuando se me había escapado, en el otro extremo del mundo, aquella mañana de la caza del tigre organizada por el sultán Muradeva. A juzgar por sus rasgos, sin embargo, hubiera podido ser ayer mismo. Si bien es cierto que sus mejillas estaban hundidas por la fatiga, y sus ojos subrayados por cercos profundos, las líneas de su rostro seguían siendo tan simétricas, tan lisas y armoniosas como entonces. De su capucha forrada salían dos o tres mechas de un rubio pálido que ondeaban al viento. Sus guantes de cuero grueso sujetaban una pistola ametralladora. Linden le transmitió nuestra propuesta. Keller nos miró de arriba abajo, con una expresión de profundo desprecio, y luego se dirigió directamente a nosotros en inglés.
– ¿Creen que soy de esos que se dejan atrapar? Vuelvan por donde han venido y acabemos con esto. ¡En cuanto a los niños, son míos y no se los confiaré! ¡No tengo nada más que decirles, excepto que pueden considerarse afortunados de que no les vacíe mi cargador en el vientre!
Su boca de labios rosados escupía las amenazas con un fuerte acento de ultramar; hubiera podido jurar que se había criado en
Nueva York o en Chicago. En todo caso, su respuesta no me sorprendía. Me volví hacia Linden. Sólo él podía encontrar las palabras para convencerla. El Hauptmann vio mi mirada de desesperación. Se pasó la mano por la frente, pero no dijo nada. Se plantó ante la joven y, con todas sus fuerzas, descargó un puñetazo contra su sien. Ostara cayó tendida sobre la nieve blanda y no se volvió a levantar. Linden le ató inmediatamente las manos con un trozo de cordón que guardaba en el bolsillo. La escena nos dejó estupefactos.
– Ordenaré que traigan a los niños -nos dijo el alemán-. Se irán con ustedes. Ella también. Espero que mantengan su palabra y no la entreguen a estos bárbaros, porque preferiría matarla yo mismo antes que hacerla pasar por eso. Es todo lo que puedo hacer. Y ahora, ¡lárguense de aquí!