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Tenidzé me palmeó el hombro y me mostró su reloj de pulsera. Tetéiev nos había concedido una hora de plazo y no quedaba mucho tiempo antes de que diera la orden de reanudar las hostilidades. Si nos retrasábamos, nos arriesgábamos a quedar bloqueados en territorio enemigo. Por fortuna, los chiquillos llegaron pronto. Eran una quincena, todos de sexo masculino, de edades comprendidas entre los siete y los doce años aproximadamente. Estaban un poco delgados, pero parecían encontrarse en buen estado de salud, a pesar de que algunos presentaban señales de pequeñas contusiones en los pómulos o la frente. Ninguno hablaba inglés, pero todos escucharon con gran atención lo que les dijo Linden, que me señaló como el hombre a quien deberían obedecer a partir de este momento. Vi cómo treinta ojos se volvían hacia mí en bloque, y sentí que se me encogía el corazón. Esperamos al soldado que había recibido la orden de recoger las cosas de Keller, y luego Tenidzé amordazó a la chica, que todavía yacía en la nieve, se la echó al hombro como si fuera un fardo de ropa sucia y abrió la marcha. Swamy puso en fila a los niños, y se colocó el último para supervisar la marcha. Impotente, con un nudo en la garganta, miré a Linden por última vez, y luego me decidí a abandonar yo también aquel lugar. Caminamos lo más rápido posible. De las trincheras excavadas por todas partes en la nieve, vimos levantarse delgadas siluetas vestidas de blanco. Una de ellas blandió una bandera y la agitó en el aire. El tigre del Ejército de la India libre chasqueó salvajemente en el viento invernal.

– Auf wiedersehen, Kinder! -clamaron los últimos supervivientes del Azad Hind Fauj.

Los chiquillos se detuvieron y les saludaron a su vez. Algunos lloraban. Uno de los más pequeños salió corriendo de la fila y, a pesar de la nieve, en la que se hundía hasta la cintura a cada paso, se lanzó a los brazos del soldado más próximo, como si hubiera sido el miembro más querido de su propia familia. A Swamy le costó trabajo arrancarlo del hombre, al que se aferraba como un loco. El niño lloraba a lágrima viva, inconsolable. Los otros se contenían, pero parecían tan trastornados como él.

– Compréndalos, oficial -explicó el sargento-. Los críos han viajado durante semanas enteras con estos hombres. Les han tomado afecto finalmente. Harán lo mismo con nosotros, pero eso llevará algo de tiempo…

Sabía que tenía razón, y aunque la emoción de esta separación me sorprendía, no me preocupaba. Más bien me preguntaba por los lazos que esta banda de chiquillos perdidos había podido establecer con Keller. ¿Cómo debían de juzgar a esta mujer que había ordenado secuestrarlos? ¿Habían adivinado la atrocidad del destino que les reservaba? Estos pensamientos me ocuparon el tiempo que necesitamos para volver a nuestro camión, que, en contra de lo que había temido, no había sido saqueado. No faltaba nada. Hicimos subir a los niños a la plataforma, donde Grigor les acompañó. Até a Keller, aún inconsciente, en la cabina, y avanzamos penosamente en dirección a las posiciones soviéticas, abandonando a su suerte a los alemanes y a sus extraños aliados, los Tigres de Netaji. Descendimos hacia las posiciones que ocupaban los partisanos rojos. Blandiendo su arma, Tetéiev vino a nuestro encuentro, obligándonos a detenernos. Me hubiera gustado ordenar a Swamy que acelerara y cruzara por entre sus líneas para ahorrarme explicaciones, pero temí que ese bruto ordenara disparar contra nuestro vehículo si sospechaba nuestras intenciones de huir. Grigor saltó del camión y le anunció que habíamos fracasado en nuestro intento de obtener la rendición de las tropas enemigas, lo que provocó en el general una cólera furiosa. El sueño de convertirse en un héroe nacional le había durado exactamente una hora, y el despertar que le proponíamos no era de su agrado. Su cólera creció aún más al ver a Keller en la cabina y a los niños atemorizados que se apretujaban en la plataforma. Cuando se disponía a gritar para hacerlos bajar un largo silbido desgarró el aire. Alzamos los ojos al cielo. Partiendo de las posiciones alemanas, una estela de condensación cruzó la bóveda celeste sobre nosotros, y luego un terrible abanico de explosiones estalló a doscientas yardas a nuestra izquierda. Haces de tierra, piedras y nieve saltaron formando hermosas elipses lentas, y nuestras miradas se volvieron hacia la pequeña loma que acabábamos de abandonar, de donde ahora se elevaba un canto:

Márkische Heide,

Márkische Sand

Sind des Márkers Freude

Sind mein Heimatland… [7]

Minúsculas siluetas descendían por la pendiente corriendo, cantando y disparando a la vez. El crepitar de las armas de fuego estalló por todas partes en torno a nosotros. ¡Como un lobo que se revuelve para lanzarse contra la jauría, así Fritz había elegido atacar a Iván! Tetéiev lanzó un abominable juramento y nos dejó plantados para reunir a sus hombres, de entre los cuales algunos, presas del pánico, iniciaban la desbandada. Swamy arrancó tan rápido como pudo, y mal que bien, conseguí subir al camión con Grigor. Durante unos minutos, todavía pudimos observar los furiosos combates que se desarrollaban a nuestras espaldas. En el retrovisor vi claramente la bandera de la India ondeando a la cabeza de la oleada de asalto del Hauptmann Linden, y luego la niebla y la noche lo cubrieron todo…

Nunca conocimos el desenlace de este combate. Aquello ya no nos concernía. Estábamos satisfechos de haber podido sacar a quince niños de aquel infierno, y eso era todo lo que nos importaba. Avanzamos, con todas las luces encendidas, durante dos o tres horas, sin hablar, sin sonreír. Keller se había despertado y había comprendido la situación. No se movía. Parecía resignada. Nos dirigimos directamente hacia el este, lejos, muy lejos por detrás de la línea del frente.

EL PALACIO DE VIDRIO

Era una hipnosis. En primer lugar estaba la fatiga, desde luego. El frío. La tensión constante de estos últimos días en que habíamos estado en contacto continuo con la muerte. Pero ante todo influía ese desconcierto que nos invade cuando por fin toma cuerpo un acontecimiento al que durante años hemos consagrado nuestros pensamientos más íntimos, los más fervientes. Ostara Keller estaba ahí, prisionera, a nuestro lado. Swamy y yo no nos atrevíamos a mirarla. Manteníamos la mirada fija hacia delante, a la frágil brecha amarillenta que los faros del camión conseguían abrir en el corazón de la noche. Ahora, lo más importante del mundo era no abandonar la estrecha y traidora carretera que habíamos encontrado. Aquello duró mucho tiempo. Y luego hubo un primer hipido del motor, otro, más siniestro, y un tercero aún tras el cual nos detuvimos definitivamente. Teníamos que reabastecernos. Salté al suelo y di unos pasos por la nieve para desentumecer las piernas. Nos hallábamos en un bosque. El cielo estaba despejado. La luna estaba casi llena. Fui a echar una ojeada a la parte trasera del camión. Los niños dormían, acurrucados, apretados unos contra otros, enterrados bajo montones de mantas que habíamos recuperado en el bunker de la Guardia. Grigor velaba por ellos, con ternura. Eché a andar mientras Swamy trasvasaba el queroseno de un barril al depósito. En la luz azul que bañaba el paisaje, distinguí una verja de hierro por debajo del camino. Me adelanté, empujé la puerta y distinguí, detrás de una fina cortina de árboles, un gran edificio que brillaba suavemente bajo las estrellas. Avancé un poco más para verlo mejor. Era una especie de palacete bastante bajo, de estilo deciochesco, tal vez la finca de recreo de una importante familia noble de la región, y sin duda estaba deshabitado.

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[7] «Brezales de la Marca, / arenas de mi país natal, / vosotros sois mi alegría, / vosotros sois mi hogar…» Versos del himno no oficial del actual estado federal de Brandenburg, compuesto por Gustav Büchsenschütz en 1923.