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Asqueado por el olor dulzón del veneno, y alarmado sobre todo por encontrarme, muy a mi pesar, en este antro consagrado a la degradación humana, quise retroceder, abandonar este lugar que me hacía sentir peor aún que la orilla donde incineraban a los muertos, pero sentí que una mano me sujetaba de la ropa y me estiraba hacia delante. Mi guía seguía ahí, sin decir nada pero sacudiendo la cabeza para hacerme comprender que tenía que atravesar la sala común para dirigirme al destino que me tenía reservado. Cruzamos este primer vestíbulo y luego franqueamos un arco, también cerrado por un grueso velo, para llegar a una habitación igualmente vasta, igualmente oscura, pero vacía en su parte central y dotada, en cambio, de alcobas privadas horadadas en tres de sus paredes. Algunas -muy pocas, dos o tres a lo sumo- estaban cerradas por un biombo de laca. El pequeño monstruo me hizo sentar en uno de los nichos libres, me sacó los zapatos, arregló los cojines y me conminó a que me tendiera sobre ellos. Yo no me atreví a protestar ante el temor de llamar la atención, pero naturalmente sólo pensaba en Keller… Estaba muy cerca, no me cabía ninguna duda. Pero ¿dónde? Yo había golpeado a la misma puerta que ella, caminado a lo largo de un único pasillo recto sin aberturas ni puertas laterales, desembocado en una primera sala donde sólo había visto a indígenas, y luego entrado en esta nueva sala con alcobas con todo el aspecto de no tener salida. ¿Cómo se explicaba aquello? La solución era simple. Keller sólo podía encontrarse en uno de los escasos nichos ocupados. Si quería volver a seguirla cuando saliera de aquí, la solución más sencilla era esperar en esta alcoba a que la joven se decidiera a marcharse. Después de todo, esta opción no era tan mala. El pequeño empleado desplegó un biombo ante mí y luego desapareció unos minutos, durante los cuales reinó el silencio. Aunque oí toser un poco a mi derecha, y también algo que se agitaba suavemente un poco más lejos, al parecer, incluso sumergidos en la semiinconsciencia de la droga, los adeptos parecían tener aún la voluntad de respetar el silencio del lugar y la tranquilidad de los otros clientes. La criatura volvió, colocó ante mí una ancha bandeja circular cargada de objetos diversos, encendió un pequeño hogar posado sobre un trípode de fundición y, en un murmullo apenas audible, abrió por fin la boca para pedirme cinco libras inglesas. Me resigné a pagar, naturalmente, y luego me dejaron solo en un lugar que no me gustaba, frente a un muestrario de materias e instrumentos que de ningún modo tenía intención de utilizar. De todos modos debía disimular, porque tenía la certeza de que pronto vendrían a controlar que no me faltara nada. En primer lugar, simulé que manipulaba despacio algunos objetos y luego me volví contra la pared, conservando en mis manos la pipa que me habían dado.

Debió de transcurrir una hora en esta posición, sin oír nada y sin que nadie se preocupara por mí. Y luego, de pronto, reconocí el sonido del roce de los pies desnudos del gnomo y sentí que se deslizaba en mi alcoba. Me crispé en mi postura, cerrando los ojos para representar mejor mi papel de durmiente. Se escuchó un ligero tintineo metálico, como si colocaran nuevos objetos sobre la bandeja, y luego el sirviente partió, el silencio volvió, mis músculos se relajaron y me atreví a volverme. Sobre la bandeja de cobre estañado humeaba ahora una tetera. Una taza, una especie de tarro de mermelada y un plato hondo lleno de bolitas de pan blanco completaban el nuevo servicio. Aquello era como un regalo caído del cielo: yo no había comido nada desde mi desayuno en el Harnett y la marcha por la ciudad indígena me había agotado y me había dejado sediento. Controlando pésimamente mis movimientos, preocupado como estaba en centrar toda mi atención en los ruidos que podían llegar en cualquier instante de las otras alcobas revelando una partida repentina, bebí ávidamente la mayor parte del contenido de la tetera. El parcial apaciguamiento de mi sed desencadenó mi hambre. Sin desconfiar, probé la mermelada. Le encontré un gusto dulzón, difícil de identificar. Primero creí que era higo, pero había otros aromas más almizclados tras este primer gusto agradable. A pesar de todo, tomé dos o tres cucharadas, hambriento como estaba, y luego me acabé el té antes de tumbarme de nuevo sobre los cojines. Seguía sin oírse ningún ruido en la sala. Nadie había venido a instalarse desde mi llegada. Y tampoco había salido nadie. Tanto para ocupar mi mente como para tener la sensación de que no estaba perdiendo el tiempo, traté de hacer balance de este día, pero no tardé en darme cuenta de que cada vez me costaba más enlazar una cadena de pensamientos lógicos. Como un barco de cabotaje arrastrado a alta mar por corrientes demasiado fuertes, mi cerebro empezaba a derivar sin que yo comprendiera realmente la causa. ¿Era la fatiga? ¿La tensión nerviosa? Mis párpados se cerraron de golpe y fue como si me encerraran en una caja. Sin percibir ya nada del mundo exterior, erré un buen rato entre visiones y pesadillas; me sentía incapaz de remontar a la conciencia. Vagamente, sin saber si aún deliraba o si mis percepciones eran reales, sentí de pronto que mi horizonte basculaba.