– ¡Es perfecto para pasar el resto de la noche, coronel Tewp! ¡Todos estamos derrengados!
No había oído a Tenidzé, que se había deslizado tras de mí. Le miré. Tenía una pinta espantosa. Cada parcela de su rostro revelaba agotamiento. Me estremecí al pensar que yo no debía de tener mucho mejor aspecto. Llamamos a Swamy, que hizo avanzar el vehículo oruga hasta las inmediaciones de la casa señorial, y luego partí de exploración con Tenidzé. Rompimos la puerta de entrada y penetramos en el interior. Tuve la impresión de que ante mí se abría un grabado de cuento de hadas. El palacio conservaba todavía su mobiliario, pero todo estaba cubierto de una especie de escarcha, una capa blanca inmaculada que recubría cada habitación, cada objeto, hasta el menor fragmento de la decoración. Nadie vivía aquí desde hacía mucho tiempo, pero pensé que hubiera bastado un rayo de luz para que todo resucitara en un instante. Recorrimos apresuradamente algunos salones de gala con cuadros colgados en las paredes, una biblioteca completa con todos los volúmenes bien alineados, desde el suelo hasta el techo, repartidos en trescientos o cuatrocientos estantes, una sala de música con un clavicémbalo, un arpa y partituras sobre los atriles, y luego una inmensa cocina con innumerables pilas de platos de porcelana traslúcida y altos vasos de cristal rojo y oro. Encontramos una reserva de leña seca en una bodega y encendimos fuego en la chimenea del gran salón. Luego fuimos a buscar a los niños y los instalamos en semicírculo ante el fuego. Todo se efectuó en silencio. Creo que, como nosotros, los niños habían comprendido instintivamente que este momento y este lugar no pertenecían por entero a la realidad sino a otro tiempo, a otra historia distinta a ésta en la que los países de todo el mundo se precipitaban unos contra otros para desgarrarse como fieras. No se oía un solo ruido, aparte del crujir de los troncos de encina y de abedul en el hogar, ni un murmullo, ni un soplo en el exterior. El viento había amainado y por las altas ventanas podíamos ver que el cielo estaba ahora inmóvil.
Los niños se apretujaban unos contra otros y los mayores daban la mano a los más pequeños. Todos nos miraban sin temor aparente y obedecían nuestras indicaciones, que Tenidzé les traducía, sin tratar de rebelarse. Muchos incluso nos sonreían.
– ¿Qué hacemos con Keller, señor oficial? -me preguntó Swamy cuando todos los niños estuvieron preparados para pasar la noche.
– La traemos aquí, evidentemente. Es el lugar más caliente. Pero no la desataremos.
El sargento esbozó una mueca de disgusto. Creo que hubiera preferido que la abandonáramos en el camión, pero en ese caso hubiera muerto de hipotermia en sólo dos o tres horas. Dejé al hindú y a Tenidzé velando por los niños y fui a buscar a Keller, con el corazón latiendo desaforado ante la idea de vivir nuestro primer cara a cara sin testigos. Abrí la puerta de la cabina del ZIS y la encontré tendida, acurrucada sobre el asiento del conductor. Trataba de calentarse como podía, pero vi que su rostro había virado al azul y que le costaba respirar. Le quité la mordaza de la boca y la ayudé a caminar hasta el interior de la casa. Sus miembros estaban entumecidos por el frío, y su circulación sanguínea lentificada por los cordones estrechamente anudados por Linden. El Hauptmann no había hecho trampa: no le había dejado ninguna oportunidad de deshacerse de sus ligaduras. Al verla tan debilitada, juzgué que no era demasiado peligroso dejarla unos instantes sin ataduras cerca del fuego, bajo la vigilancia armada de Swamy, y me llevé a Tenidzé conmigo al camión para descargar cajas de raciones. La hora que siguió la ocupamos en alimentarnos.
Nuestras provisiones no daban para montar un festín, pero hay ocasiones en que un simple pedazo de col sobre una rebanada de pan negro parece más sabroso y reconforta más que todas las exquisiteces de un maestro de cocina parisino. Con el estómago lleno, los niños se durmieron uno a uno, mecidos por la cancioncilla hindú que Swamy se había puesto a canturrear para ellos. Cuando el último de los chiquillos hubo cerrado los ojos, até a Keller de la forma menos incómoda que pude y, con una pistola ametralladora soviética sobre las rodillas, me instalé en un gran sillón cerca de la reserva de leña para hacer el primer turno de guardia y alimentar el fuego. Tenía que reflexionar. En pleno invierno de guerra, me había convertido súbitamente en responsable de una quincena de huérfanos extranjeros, así como de una mujer de la que todo me llevaba a creer que había participado en una serie de secuestros y de asesinatos de niños en, al menos, dos continentes. ¿A quién podía confiar a los pequeños? ¿Cómo podía asegurarme de que volvieran a su país? ¿Y qué sería luego de ellos? ¿Los colocarían en instituciones competentes donde disfrutarían de una educación adecuada, o los dejarían a su merced en este mundo atormentado que la guerra estaba creando? Y en cuanto a Ostara Keller, ¿dónde juzgarla? ¿Cómo podía acusarla siquiera ante un tribunal ordinario? Swamy y yo sólo teníamos un expediente compuesto de sospechas, de dudas, de presentimientos… Aunque sabía que durante un tiempo había encontrado refugio en la torre de los Galjero, ninguna prueba tangible me aseguraba que hubiera sido cómplice de los crímenes de los rumanos. Después de todo, nunca habíamos visto con nuestros propios ojos a Keller apuñalando a un niño ni bebiendo su sangre… Durante un largo rato posé mi mirada en Swamy. Uno de los chiquillos descansaba su cabeza en el hueco de sus rodillas y, somnoliento, hacía balancear las placas de identificación militar que el hindú llevaba colgadas al cuello. El sargento le pasaba la mano por la frente, con la misma dulzura de que había dado prueba a la cabecera de Khamurjee años antes. Tenidzé, por su parte, había tendido su gran cuerpo huesudo al borde del grupo de niños y se había sumergido inocentemente en el sueño. Replegada sobre sí misma, Keller permanecía inmóvil. Transcurrieron dos horas sin que encontrara solución a los problemas que agitaban mi espíritu, y luego fui a despertar a Tenidzé para su turno de guardia.
– ¿Keller no se ha movido? -me preguntó en un murmullo.
– No. Parece tranquila.
– ¿La ha registrado?
Sacudí negativamente la cabeza.
– No se me ha ocurrido.
– Mañana por la mañana tendremos que hacerlo. Por seguridad. Mientras tanto, deberíamos echar una ojeada a su petate. ¿Dónde está?
Volví al camión a buscar la bolsa de Keller. Debían de ser las tres o las cuatro de la madrugada. La luna brillaba. A lo lejos, en alguna parte en el bosque, oí aullar a los lobos. Tenidzé y yo fuimos a la cocina para examinar el contenido de la bolsa sin despertar a los niños. Sobre la gran mesa de trabajo depositamos una cámara fotográfica y una decena de carretes de película sin revelar, algunas piezas sueltas de uniforme, diversos pequeños objetos sin interés, un portacartas del modelo que utilizan los oficiales alemanes, una gran cartera de cuero que aparentemente contenía los expedientes médicos de los niños, así como medio centenar de documentos oficiales estampados con el sello de varios ministerios de Berlín.
– En su opinión, ¿qué debe de haber en esta condenada caja de hierro? -pregunté a Tenidzé mientras cogía un cofrecillo metálico con las paredes reforzadas y cerrado con un gran candado de acero.
– Ni idea, pero será difícil abrirlo sin el código. Hay seis ruedecillas de diez cifras. ¿Sabe cuántas posibilidades representa esto?
– No tengo tiempo que perder en acertijos -dije al mismo tiempo que sacaba mi arma y disparaba contra el candado, que estalló como un globo.
Abrí la caja. Había visto muchas cosas relacionadas con Keller, pero el contenido de este recipiente blindado me dejó estupefacto. Aparté aproximadamente medio centenar de largas agujas de un material que parecía ámbar, una bola de resina virgen que desprendía un perfume meloso muy agradable, pedazos de vela de diversos colores, saquitos de hierbas de olor y también dos figuritas de cera en forma de hombrecillos. Al mirarlas de más cerca, distinguí sin asomo de duda fragmentos humanos -uñas, cabellos, pelos, un amasijo de secreciones diversas- empotrados en su masa. Había clavos oxidados plantados por toda su anatomía. El conjunto inspiraba una intensa repugnancia. Había una tercera estatuilla, muy diferente de las precedentes. Ésta era gruesa, de tierra cocida esmaltada, con una vaga forma de feto humano, cuyo contorno tenía grabados complicados diseños geométricos. Me vinieron a la mente las líneas espirales que había visto en otro tiempo en el suelo de la stupa de los Galjero. Un tapón sellado cerraba el objeto por la parte superior. Al agitarlo junto al oído, pude percibir una especie de líquido que se movía en su interior.