– ¡Esto es RE-PUG-NAN-TE, mi coronel! -dijo Swamy masticando las palabras; había acudido junto a nosotros al oír la detonación.
– ¡Maldita bruja! -escupió Tenidzé-. ¡Hembra del demonio! ¡Todas estas porquerías sólo son buenas para echar al fuego!
Yo estaba también profundamente horrorizado por todos estos hallazgos que me recordaban demasiado al vult que en otro tiempo había descubierto bajo la bañera de la habitación 511 del Harnett. Aún conservaba vivas en la memoria las espantosas jornadas en el curso de las cuales había visto cómo esta peste inmunda corroía lentamente mi cuerpo, y que sólo una ceremonia de exorcismo celebrada en medio de un río de aguas agitadas había podido detener. Las dos figuritas de cera acribilladas de sucias agujas me hacían compadecer interiormente a las dos desgraciadas víctimas de los conjuros de Keller. ¿Quiénes eran? ¿Y cómo podía ayudarles? ¿Destruir estas muñecas diabólicas bastaría para salvarles? Sólo Keller podía responder a esta pregunta.
– Esperemos a saber qué puede contarnos sobre estos objetos -dije- Quiero saber a qué los destina.
– ¿Acaso pretende defender una tesis de psiquiatría sobre su caso? -dijo Tenidzé, sorprendido-. ¡Le garantizo que obtendrá un enorme éxito en la facultad!
Me disponía a sonreír cuando una voz fina resonó atrozmente en la habitación donde habíamos dejado a Keller y a los niños. Temiendo lo peor, nos precipitamos fuera de la cocina y corrimos hacia el salón. Lo que acabábamos de oír no era el grito de un niño presa de una simple pesadilla: era un grito de terror, un grito de puro pánico que helaba la sangre. Con las armas en la mano, irrumpimos en la habitación. Los niños estaban ahí, apretujados en grupo en un rincón oscuro, lejos de la chimenea. El lugar que había ocupado Ostara Keller estaba vacío, y lo que todavía era peor, había dos pequeñas siluetas tendidas, inertes, ante el fuego.
– ¿Dónde está la mujer? -preguntó Tenidzé a los niños petrificados de miedo, mientras Swamy y yo nos lanzábamos hacia los cuerpos tendidos.
Sólo pudimos constatar nuestra impotencia para devolver a la vida a los dos chiquillos, que habían sido salvajemente degollados. Ya no podíamos hacer nada por ellos. Swamy no pudo reprimir las lágrimas ante los cadáveres: uno de ellos era el pequeño que se había dormido sobre sus rodillas.
Oí a uno de los niños, el mayor, creo, que respondía brevemente a Tenidzé.
– El chico dice que se ha despertado al oír a uno de los más pequeños, que se agitaba porque Keller quería cogerle algo de las manos. Luego la mujer se ha puesto nerviosa y le ha rajado la garganta con un cuchillo que se había sacado de la bota. Entonces ha gritado. ¡La mujer ha tenido tiempo de matar a otro y de llevarse a un tercero antes de que llegáramos! Ha salido por esta puerta -dijo señalando un pasaje que se abría al fondo de la sala.
– ¡Dios bendito! ¡Llevaba un cuchillo en su bota! -exclamé, maldiciéndome por no haberme atrevido a registrarla-. Pregúntele al niño qué quería cogerle -ordené al georgiano.
– ¡Es estúpido! ¡Dice que era el collar del sargento! -respondió éste sin comprender.
Nuestros ojos se volvieron hacia Swamy. Él sí había comprendido.
– ¡Me había sacado mis placas de identificación para divertir al niño! Se durmió sosteniéndolas en la mano… -confesó el sudra desconsolado-. ¿Qué querrá hacer con eso esta mujer? -añadió en un tono sombrío.
– ¡Poco importa eso ahora! Swamy, cubra estos cadáveres con una manta y quédese con los niños. Tenidzé, acompáñeme. ¡Keller no puede haber ido muy lejos!
Avanzamos por la boca de sombra del pasillo. Mi corazón latía desbocado. Volví a verme en el subterráneo de la stupa, en Calcuta. Me ahogaba, me faltaba aire para respirar, sentía el mismo sudor húmedo deslizándose por el hueco de mis riñones. Acababa de sumergirme en lo más profundo de una antigua pesadilla. Grigor se encontraba detrás de mí. También él parecía dominado como yo por una náusea, a todas luces impropia en dos hombres bien armados que daban caza a una mujer por los pasillos de un palacio desierto. Se suponía que éramos nosotros los cazadores, y sin embargo, oscuramente, nos sentíamos presas. Cruzamos con cautela varias salas que aún no habíamos visitado, pero que también estaban cubiertas de una fina capa blanca cristalina. El pavimento crujía bajo nuestros pasos. Me volví y bajé los ojos.
– ¿Qué hace? -preguntó Tenidzé.
– ¡Por todos los demonios, mire! -exclamé-. Al andar, dejamos huellas bien visibles sobre la escarcha. A ella debería ocurrirle lo mismo. ¡Pero no es así! ¡No hay nada, desde el principio! ¡Es imposible!
– ¡No creo que el chiquillo haya mentido! Aparte del pasillo que hemos tomado para ir de la cocina al salón, sólo hay otro pasillo que salga de esta sala. ¡Y es éste precisamente!
– ¡Se ha escondido muy cerca y la hemos pasado de largo! ¡Es la única explicación! ¡Tenemos que volver sobre nuestros pasos!
Rehicimos el recorrido en sentido inverso registrándolo todo meticulosamente a nuestro paso y, sobre todo, poniendo cuidado en no dejar marcas en el suelo. Pero no vimos ninguna huella aparte de las nuestras y no encontramos ningún indicio que revelara la presencia de Keller o del niño. Volvimos al lugar donde nos esperaban Swamy y los chiquillos.
– ¿Y bien? -preguntó ansiosamente el sargento.
Le respondimos con gestos de impotencia. Estábamos desorientados.
– Voy a verificar el camión -dije-, y a desmontar el carburador. Tenidzé, vaya a la cocina a recuperar el contenido de la caja. Esperaremos a que se levante el día para efectuar un registro en mejores condiciones. Hay demasiadas zonas en sombra donde ha podido esconderse.
– Es una decisión razonable, mi coronel -aprobó Swamy.
Me dirigí a la explanada donde habíamos dejado el ZIS, pero no conseguí desmontar el carburador. No me preocupó demasiado. Todas las piezas del motor estaban contraídas por el hielo y se necesitarían dos horas como mínimo de un calentamiento controlado para poder arrancar el vehículo. Era imposible que Keller pudiera apoderarse de él y huir sin llevar a cabo esta larga operación previa. Fuera cual fuese su escondrijo en el palacio, estaba atrapada. Si la austríaca hubiera estado sola, creo que gustosamente la hubiera abandonado a su suerte. Morir helada o devorada por los lobos en las estepas de la Europa oriental no hubiera sido un mal fin para el monstruo que era. Mi alma hubiera podido contentarse fácilmente con lo que, en otra época, algunos hubieran calificado como el juicio de Dios. Pero no podía dejar de pensar en el niño que había tomado como rehén. Teníamos que intentarlo todo para salvarle, para devolverle a la luz. No podíamos abandonarle. En estado de alerta, volví al interior del edificio. Al oírme, Tenidzé me llamó desde la cocina, donde le encontré ante la colección de los bienes de Keller.
– ¡Faltan objetos! -anunció en tono fúnebre-. La gran bola de cera ya no está aquí. Ni las agujas de ámbar…
– ¿Está seguro? ¿Cree que han podido llevárselos las ratas?