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– No hay ratas en estas regiones en invierno. Y además, en el supuesto que las hubiera, podrían haberse zampado la cera, pero ¿las agujas…?

– ¿Ha visto marcas en el suelo?

– ¡Ninguna! ¡Pero no hay duda, la cera y las agujas han desaparecido!

Intercambiamos una muda interrogación. ¿Por qué motivo habría venido a buscar Keller precisamente estos objetos? ¿Y cómo podía desplazarse sin dejar huellas en el suelo helado?

Incapaces ambos de proporcionar respuestas satisfactorias a estas preguntas, reunimos lo que quedaba de la panoplia de Keller y volvimos con Swamy, que había conducido a los niños al salón de música para evitar que contemplaran los cadáveres de sus compañeros ejecutados. El hindú vigilaba el fuego que había conseguido encender en la chimenea.

– ¿La han visto, mi coronel?

– No, Swamy. No sabemos dónde está. Reemprenderemos la caza al alba, dentro de una hora más o menos. ¿Cómo están los niños? -pregunté echando una ojeada a los chiquillos, agrupados como una carnada de leoncitos atacados súbitamente por una hiena.

– No muy bien, creo. Imagine la impresión que esto ha debido de causarles…

Sí, imaginaba lo que podían estar pensando en este mismo instante. Uno de los pequeños se dirigió a Tenidzé.

– Pregunta si pueden ayudar a matar a Baba Yaga… -tradujo el georgiano con una media sonrisa.

– ¿Baba Yaga?

– Es la bruja mala de nuestros cuentos eslavos. Secuestra a los niños, se los come y fabrica lámparas con sus cráneos… ¡No hace falta que se siga preguntando qué piensan de Keller, mi coronel!

Agotado, helado hasta los huesos por la espantosa noche de invierno que nos rodeaba, me acerqué al fuego que ahora ardía con fuerza en la chimenea. Swamy estaba a mi lado y trataba de ahogar su tristeza en la contemplación de las llamas. Le miré con el rabillo del ojo, sin atreverme a turbar su dolor. Se mantenía inmóvil, casi petrificado. Apenas respiraba. Vi cómo una gruesa lágrima roja se deslizaba a lo largo de su sien. Al principio no comprendí de qué se trataba, pero pronto los resplandores del fuego disiparon todas mis dudas.

– Swamy, ¿está herido? -le pregunté con dulzura, volviéndome hacia él.

No me respondió, pero constaté que otros regueros rojos se habían deslizado ya por su rostro y lo recubrían como un sudario de sangre. Empezó a temblar. Lo sacudí y le llamé. Sin resultado. El hindú había entrado en una catatonía profunda y ahora podía ver cómo la sangre le traspasaba la ropa. Largas manchas oscuras se extendían sobre su battle-dress blanco, saturaban las fibras y caían en pesadas gotas al suelo. Un charco que se extendía rápidamente rodeaba ya al sudra. Un niño gritó. Swamy se desplomó y empezó a sufrir convulsiones, agitando las manos y las piernas, proyectando sangre a su alrededor. Le abrí las ropas para localizar la herida, pero ya sabía que no encontraría ninguna: todo su cuerpo expulsaba la sangre como un sudor maligno. Swamy agonizaba de un mal provocado por la bruja Keller, y yo presumía que la hemorragia general que le estaba exprimiendo hasta la última gota de su sangre, como a un vulgar animal en el matadero, no cesaría. Tenidzé se acercó, pero permaneció mudo. Instintivamente, creo que también él sabía que no había esperanzas de salvar al pequeño sargento de Calcuta. Swamy expiró en unos minutos sin haber recuperado el conocimiento. Los niños, que habían formado un círculo en torno a él, lloraban a su nuevo amigo desaparecido.

– Lleve a los niños al camión y proceda al calentamiento -le dije a Tenidzé-. Bloquee todas las puertas tras de sí. Si no he vuelto para cuando el ZIS esté listo para arrancar, coja el lanzallamas, incendie el palacio y luego lárguense de aquí. Es la única solución.

– ¿Y usted? ¿Qué hará usted? -preguntó el georgiano.

No respondí. Ya no estaba en condiciones de hablar. Sólo la emoción y la rabia que me embargaban dirigían mi voluntad y mi intelecto. Encajé un cargador lleno en mi pistola ametralladora, hice subir la primera bala a la cámara de percusión y partí solo a cazar a la austríaca en el oscuro laberinto de la inmensa residencia señorial. Mi cuerpo y mis sentidos se encontraban en un estado de tensión extrema. No sabía dónde registrar y, por más que me torturaba buscando algún elemento racional sobre el que basarme para orientar mi búsqueda, no conseguía encontrarlo. Apenas distinguía la derecha de la izquierda, las alturas del suelo, el delante del detrás. Temblando, con el arma en la mano, avancé como en un océano de algodón. Sin embargo, objetivamente, ¿qué tenía que temer de una mujer armada con un cuchillo? ¿Y qué era yo? Un hombre animado por un feroz deseo de venganza. Y mis dedos estaban crispados sobre una máquina que podía matar a cien metros. En buena lógica, Keller no disponía de ninguna oportunidad frente a mí, ya que no poseía ningún objeto que me perteneciera y pudiera utilizar para sus maleficios. Bastaba con que la localizara y la abatiera inmediatamente. Sin plantearme preguntas. Sin la sombra de una duda. Y si era así, ¿por qué sudaba de miedo mientras recorría los interminables pasillos de este palacio silencioso atrapado por la escarcha? ¿Acaso tenía miedo de que mis temores más íntimos se materializaran de repente? ¿Temía que los monstruos de la infancia se revelaran y llegaran para arrastrarme a su guarida donde pudieran devorarme lentamente, como una araña que se deleita con una mosca atrapada en su tela? La desesperación invadió todo mi ser, y luego, llegando como una marea irresistible, la cólera me dominó, y con ella volvió el coraje. De pronto dejé de mantenerme encorvado como un viejo. Erguí mi cuerpo, ensanché las espaldas e hice entrar tanto aire como pude en mis pulmones con largas y ávidas inspiraciones. Desaté la casulla blanca que me había colocado sobre el uniforme y que entorpecía mis movimientos, la lancé tras de mí, y me situé en el centro del pasillo para avanzar al descubierto, sin tratar ya de camuflarme. Fuera, empezaba a amanecer y una débil luz color pizarra ascendía poco a poco sobre los muros de la mansión. Avancé sin ocultarme ni tratar de enmascarar el ruido que hacía. Al contrario. Estaba harto de jugar al escondite. Quería acabar cuanto antes, fuera cual fuese el resultado del encuentro. Crucé la planta baja de un extremo a otro, abriendo las puertas ruidosamente, derribándolo todo a mi paso, volcando las mesas y los sillones tras los que podía ocultarse Keller. Rompí las sábanas blancas rígidas por el hielo que cubrían casi todos los muebles y verifiqué meticulosamente cada rincón. Sentía que mi oído, mi vista, eran más penetrantes que nunca. Percibía hasta los detalles más nimios del entorno, hasta los menores sonidos que se propagaban a lo largo de las salas abandonadas.

Regresé al vestíbulo de entrada, de donde partía una hermosa escalera de mármol negro que conducía a los pisos superiores. Subí y entré en la primera habitación que apareció ante mí, una larga galería en cuyas paredes había expuestos una serie de cuadros impresionantes por su tamaño y su belleza, también recubiertos por una fina escarcha. Curiosamente, el hielo formaba sobre ellos una capa de barniz transparente que avivaba sus colores. En algunos lugares incluso producía un efecto de lupa hasta el punto de resaltar detalles que el artista hubiera querido discretos pero que, bajo el efecto de este fenómeno inesperado, se propulsaban a un primer plano de la obra. En la primera tela, una mujer desnuda corría por un bosque, huyendo de un caballero de armadura negra que había lanzado en su persecución a una jauría de perros. Luego vi a un dragón repulsivo como un gusano que sucumbía bajo los golpes de un ejército de niños que agitaban cortas espadas con las hojas adornadas con extraños entrelazos en relieve. Más allá, una especie de Saturno ahíto, pintado a la manera del Bosco, parecía revolver sus propios excrementos en busca de un pedazo de carne de niño no digerida que aún podría masticar. Me detuve ante un gran san Jorge. Era una tela inmensa, instalada en un entrante del muro flanqueado a media altura por dos pequeñas hornacinas. Aún se veían restos de velas y residuos de lo que en un tiempo tal vez fueran flores silvestres. Ante la pintura había un reclinatorio, y el conjunto formaba como una capilla. Al adelantarme vi que la armadura del santo caballero reflejaba miríadas de rostros de niños, como imbricados unos en otros. Aunque mi mente no alcanzaba a comprender el significado de esta imagen, la contemplación de aquella obra que parecía desprender una energía poderosa me proporcionó un gran consuelo. Sentí el deseo de arrodillarme un instante en el reclinatorio y de recogerme para que mi alma pudiera empaparse de nuevo de un poco de fuerza sana en lugar de la cólera que me animaba, pero al instante vi una masa compacta no muy lejos sobre el suelo que atrajo mi atención. Se me encogió el corazón en un puño. Avancé con los cinco sentidos en alerta, tratando de que mi mirada penetrara en las tinieblas del fondo de la galería. Ciego de ira, me incliné sobre el cadáver del niño secuestrado por Keller. También había sido degollado, y su cuerpo ya era presa del rigor mortis, este estado de rigidez interna que adquiere el cadáver poco después de morir y que se produce cuando los músculos ya no reciben el influjo nervioso. La piel de su rostro se había retraído, comprimiéndose contra los huesos de la frente, los pómulos y las mandíbulas. En el extremo de su pequeña nariz, el cartílago ya se había fundido horriblemente y dejaba entrever los detalles del esqueleto de la cara. Estimé que había muerto hacía aproximadamente una hora, más o menos en el momento en que Swamy había empezado a sangrar. Observé con atención el lugar donde se encontraba: ningún rastro de pasos, excepto los míos, enturbiaba la virginidad de los cristales de escarcha que, como en la planta baja, recubrían uniformemente el suelo.