Hacia el mediodía crucé un inmenso lago helado en medio de una llanura barrida por vientos violentos que provocaban un brusco descenso de las temperaturas, tan acusado que los bosques de pinos que acababa de abandonar parecían, en comparación, un baño turco. La luminosidad, sobre este lago, era terrible, tan intensa que las lágrimas me corrieron por las mejillas y tuve que avanzar cerrando completamente los ojos para no quemarme las retinas. Cuando llegué por fin al borde de la helada superficie de agua, creí que había perdido el rastro de mi predecesor y que éste había aprovechado esta encrucijada lisa para cambiar de dirección, pero después de unos minutos de búsqueda angustiada, volví a encontrar las huellas de sus pasos. Seguí así hasta media tarde, sin poder pensar y ni siquiera sentir miedo. Mi cuerpo no era sino una mecánica que repetía incansablemente la misma carrera hasta desgarrar mis músculos, hasta quebrar mis huesos.
La noche se anunciaba ya cuando llegué, después de haber atravesado una interminable lengua de taiga, a una nueva extensión forestal. Para entonces hacía mucho tiempo que había superado el punto de no retorno, y sabía que me sería imposible volver antes del alba al palacio de vidrio donde aún me esperaban Tenidzé y los niños. Ya no tenía fuerzas para hacerlo. Con toda probabilidad, sin víveres y sin un refugio donde pasar la noche, en el curso de las próximas horas caería para no levantarme nunca más. La esperanza de vivir me había abandonado. Sólo me quedaba la voluntad de atrapar a Keller antes de que la oscuridad sumergiera al paisaje en una opacidad impenetrable para el ojo humano. Me ajusté mi pistola ametralladora a la cadera y me deslicé al interior del bosque. El paso de la luz del día a las sombras del crepúsculo hacía crujir la madera y gemir las piedras, un cambio al que yo no prestaba atención. Mis pensamientos aún estaban concentrados en las huellas de las botas de mi guía, ahora apenas visibles en la nieve. Con el rostro inclinado casi a ras de suelo, alcancé un amplio calvero donde reinaba un oasis de claridad. ¡Las huellas se interrumpían bruscamente en la linde del claro! Presa de la desesperación, traté de localizarlas de nuevo, avanzando, inclinado como una anciana, hasta el centro del boquete; pero todos mis esfuerzos resultaron infructuosos. Un primer copo de nieve cayó suavemente sobre mi mano. Luego otro revoloteó ante mis ojos. La noche traía las nubes y, con ellas, una nueva nevada que en unos minutos acabaría por borrar cualquier pista… suponiendo que aún hubiera alguna. Mis últimas esperanzas de encontrar a Keller se desvanecieron del todo y me derrumbé pesadamente en el suelo, agotado, aturdido, helado y corroído por un sentimiento de impotencia absoluta. Durante unos minutos, mi mirada partió hacia el cielo negro, donde traté en vano de aferrarme al calor de una estrella; pero todo, por encima de mí, permaneció tan negro, glacial y silencioso como si ya estuviera sepultado bajo tierra. Cerré los ojos, me encogí como una bola contra el suelo y esperé que la muerte tomara posesión de mí…
Un soplo de aire caliente pasó de pronto como una llama sobre mi piel. Me incorporé bruscamente, pero un adversario había dejado caer ya todo su peso sobre mí, y con su rodilla hundida en mi espalda y su mano agarrada a mis cabellos, me estiraba hacia atrás con una fuerza diabólica. Un relámpago blanco pasó ante mis ojos y me debatí con todas mis fuerzas; al instante comprendí de qué se trataba: la hoja de un puñal buscaba mi carótida. Desesperado, peleando por mi vida sin saber contra quién luchaba, sólo conseguí sacudir mi cuerpo de forma desordenada, ineficazmente. Al ver el brazo delgado que se agitaba ante mí supe que pertenecía a la austríaca, la agente del SD Ausland, que pugnaba por perforar la delgada piel de mi garganta. Contraje los músculos para tratar de desequilibrarla, pero se había aferrado con fuerza a mí y resistía a los empujones frenéticos que le propinaba. ¡El pánico me cegó hasta tal punto que había olvidado que me hubiera bastado con desenfundar el Thokarev para hacer fuego sobre ella a quemarropa! ¡Pero yo estaba demasiado azorado para pensar en eso! De pronto sentí un dolor fulgurante en el rostro, que me llevó a gritar hasta casi desgarrarme las cuerdas vocales. Quise respirar a pleno pulmón, pero al inspirar, mi nariz se llenó de un líquido caliente y graso, con sabor a hierro, que entró en cascada en mi garganta y que a punto estuvo de ahogarme. El terror, la furia provocada por un dolor físico in crescendo que paralizaba una gran parte de mi rostro, decuplicó mis fuerzas y mi determinación por sobrevivir. Presioné con las piernas, apoyándome en los músculos de mis muslos hasta casi desgarrarlos, y me levanté lo suficiente para desequilibrar a Keller, que rodó por encima de mi hombro y cayó en la nieve. La sangre seguía brotando y aún no había tenido tiempo de localizar bien el corte. Toda la cara me dolía, pero ningún líquido caía sobre mis ojos. Me pasé la mano por las mejillas, los labios, la nariz, y allí sentí un espantoso vacío… ¡La hoja de la austríaca acababa de cortármela de cuajo! Aprovechando mi estupor, Keller se levantó con la agilidad de un gimnasta y volvió a la carga, blandiendo el arma en alto. Traté de esquivarla, pero mi pie resbaló sobre el hielo y caí pesadamente, sin poder hacer nada por detenerla. Moviéndose a una velocidad infernal, se arrodilló sobre mí, dejando caer todo su peso sobre mis costillas, algunas de las cuales se quebraron bajo el asalto y perforaron mis pulmones, aumentando aún más si cabe mis sufrimientos, mi angustia, mi locura… Vi cómo la hoja descendía sobre mi tórax sin que nada, salvo la gruesa capa de mis ropas de invierno, la detuviera. Un dolor fulgurante atravesó mi hombro derecho paralizándome del todo. Ya no podía oponer ninguna resistencia a Keller, me tenía completamente a su merced. Vi su rostro que sonreía, no a mí, desde luego, sino sin duda al demonio que alimentaba, al mismo al que estaba ofrendando mi vida. Cerré los párpados y esperé la liberación, en el pleno convencimiento de que ya sólo me quedaban unos segundos de sufrimiento antes de que una bienaventurada nada me envolviera por toda la eternidad. Pero en lugar del silbido de la hoja hendiendo el aire, oí un impacto terrible, el ruido de una culata abatiéndose con violencia contra un cráneo. A pesar de mi dolor, a pesar de mi miedo, abrí los ojos. Privada de conciencia por el golpe que acababan de asestarle, la austríaca se derrumbó a mi lado. Dominándonos a ambos con su altura, un gigante de cabellos rubios y ojos grises apretaba ferozmente las mandíbulas y levantaba ya la culata de su arma, sin duda dispuesto a asestarle un nuevo golpe a Keller si hacía el menor gesto de levantarse. ¡En la manga de su uniforme de combate brillaba el emblema negro con la doble runa de plata del ejército de los siniestros SS!
Nunca llegué a conocer los detalles de nuestro retorno hacia el palacio de vidrio. Porque después de la lucha con Keller en el calvero y de que la austríaca me hubiera cortado la nariz, me desvanecí, y mi último recuerdo fue el de la aparición repentina de un hombre cuyo uniforme llevaba las insignias de nuestros enemigos más feroces. Cuando recuperé el conocimiento, el día se había levantado y me habían instalado en un trineo improvisado del que tiraba la propia Keller, libre de ataduras pero vigilada de cerca por el gigante rubio. Quise hablar, preguntar a este hombre quién era, pero las punzadas de dolor que sentí al hacerlo fueron tan violentas que casi inmediatamente volví a caer en un estado de inconsciencia. El calor de un gran fuego me sacó definitivamente de este pozo sin fondo. Por encima de mí, Tenidzé se afanaba en atenderme, obligándome a tragar algunas cucharadas de una sopa ardiente que acababa de preparar.