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– ¡Se quedará pasmado, coronel Tewp! ¡Estos chicos son extraordinarios! ¡No dejan de sorprendernos! ¡Creo que todos sin excepción son unos superdotados, y ahora actúan como si realmente fueran hermanos!

Las revelaciones del georgiano no me sorprendieron. Yo también había percibido un fuego extraño brillando en los ojos de estos niños, el mismo que iluminaba las pupilas de Khamurjee cuando mordía una fruta, acariciaba a su mangosta o recitaba leyendas de los antiguos reinos de las Indias…

Antes de que me repatriaran a Gran Bretaña, escribí a lord y lady Bentham para informarles del increíble giro que habían dado los acontecimientos en nuestra caza de los monstruos. Desde principios de los años cuarenta, los Bentham ya no vivían en Londres y habían abandonado el Viejo Continente para instalarse en Nueva York, de modo que me propusieron que me reuniera con ellos allí, un deseo que incluía también a todos los niños a los que había salvado de las garras de Keller. No fue fácil acceder a su solicitud, porque el mundo todavía estaba en guerra y las relaciones entre soviéticos y aliados empezaban a ser tensas -cada uno desconfiaba del otro tal vez más aún de lo que desconfiaba de su enemigo del momento-; pero gracias a la fortuna de los Bentham y a algunas influencias que yo mismo puse en juego, conseguí, inmediatamente después de la caída de Berlín, hacer embarcar a los niños en un transporte civil con rumbo a América. Tenidzé nos acompañaba, porque el georgiano había decidido desertar de las filas del Ejército Rojo.

– ¡Quiero ver América! -me soltó triunfalmente mientras, sin remordimiento alguno, removía con un hurgón los restos de su uniforme marcado con la estrella roja, que había metido entero en una estufa esmaltada-. Y además, los niños me necesitan. ¡Soy el único que los entiende! ¿Cómo haría para enseñarles inglés sin mí?

Me reí a gusto con su ocurrencia. El hecho era que con la máscara de cuero que me veía obligado a colocarme sobre el rostro para ocultar su fealdad, me sentía muy débil y muy triste. La amistad del georgiano, la de los niños, y la confianza de los Bentham eran todo lo que me quedaba, aparte de mi odio por los Galjero.

En el puente del paquebote dimos, pues, nuestras primeras lecciones de vida occidental a los niños. Todos se revelaron extraordinariamente dotados para el aprendizaje, y la eficacia de las clases se vio acrecentada adicionalmente por la experiencia y el tacto del que hacía gala Grigor Tenidzé. Claro que el antiguo comisario político del NKVD había recibido una sólida formación en Moscú en materia de manipulación y adiestramiento pedagógico. Y la excelencia de esta enseñanza hacía maravillas. ¡En apenas unas semanas habíamos transformado a estos niños, que habían oído hablar inglés por primera vez en su vida en el tambaleante vehículo oruga que conducía Habid Swamy, en pequeños kiddos de los que se hubiera podido decir que no habían conocido más horizonte que el de la playa de Coney Island! Todas las noches, durante la travesía, los llevamos también al cine, para que se empaparan de las costumbres y los acentos del Nuevo Mundo. Los pequeños, tan maravillados como circunspectos, descubrieron en él las chaquetas con trabilla de Cary Grant, los sombreros indeformables de Spencer Tracy y la mueca de bebé de Sinatra. De vuelta en sus cabinas, los niños se divertían reproduciendo las mímicas de gánster de James Cagney y durante mucho tiempo repitieron, como ejercicio, el «Gimme a whiskey-ginger ale on the side, and don't be stingy, baby!» de Garbo en Anna Christie…

Por eso, cuando franqueamos la verja de la propiedad de los Bentham, todos pudieron presentarse y responder correctamente a las preguntas del matrimonio. Los Bentham se hicieron cargo encantados de su educación, y de ese modo los niños pudieron acceder a las más prestigiosas high schools de Nueva Inglaterra antes de entrar en la universidad y de construirse con sus propios medios brillantes carreras de abogados, investigadores, profesores. Durante mucho tiempo mantuve contacto con ellos, pero a la larga nuestras cartas se dilataron en el tiempo, se atenuaron y finalmente cesaron por completo.

Durante los primeros meses de su instalación con los Bentham me quedé, sin embargo, cerca de ellos, aprovechando yo también la hospitalidad de mis anfitriones. Oficialmente aún pertenecía al MI6 de Calcuta, pero esto -que ya no tenía mucho sentido diez años antes- ahora no tenía ningún significado. La India marchaba a todo vapor hacia la independencia, y la partición programada del subcontinente en varias entidades territoriales con el fin de separar a hindúes de musulmanes creaba disturbios de una profundidad que poca gente en Londres había previsto. En su calidad de último virrey de las Indias encargado de liquidar la «perla del Imperio», Mountbatten hacía lo posible para evitar las masacres, pero sus poderes eran escasos y se reducían paulatinamente a medida que crecían los de Gandhi. Hubo revueltas. Y masacres. Pero ni Europa ni América se interesaban realmente por la suerte del territorio. En cuanto a mí, seguía los acontecimientos con tristeza. Sabía que nunca volvería a ver Calcuta, su barrio colonial, sus jardines y sus templos. Pero mi mayor desolación era no haber podido estrechar entre mis brazos a Lajwanti, la esposa de Habid Swamy. ¿Qué sería de esta mujer privada del apoyo de su pequeño y orgulloso sargento del cuerpo de ingenieros? De todos modos, redacté para ella una larga carta e intrigué en el Ministerio de Antiguos Combatientes para que la pensión que la Corona le debía casi se doblara. Nunca volví a ver a Lajwanti. Ni tampoco a Gillespie, Mog, Edmonds, El Prisionero o el capitán médico Nicol. Esta etapa de mi vida había quedado atrás. Irremediablemente…

– ¿Qué desea hacer ahora, coronel Tewp? -me había preguntado lord Bentham una noche en que estábamos solos en el salón.

– Volver a ejercer mi oficio en algún lugar del mundo, sir. Creo que ya soy demasiado viejo para pensar en abandonar el ejército. Me reclaman en Londres. Pronto tendré que dejarles…

– ¿Y los Galjero? -preguntó el anciano en un susurro- ¿Abandonará su persecución? Yo no lo haré. La agencia Xander sigue teniendo el encargo de darles caza.

– No, sir. Yo tampoco abandono, y me cruzaré de nuevo en su camino. Estoy seguro. Una francesa me lo predijo…

– ¡Ah! ¡Las francesas! -suspiró el lord esbozando una media sonrisa-. Tiene razón. Siempre saben más que las otras mujeres. Por eso hay que creerlas.