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Me sujetaron, me levantaron como a un niño. Me debatí un poco, creo, sin efecto alguno. Oí el chasquido de una puerta. Un viento fresco pasaba sobre mi rostro, pero mis ojos seguían negándose a abrirse, y mis miembros a moverse. Mi cuerpo, paralizado, ya no era sino el de un cadáver, aunque mi espíritu, poco a poco, volvía a la superficie. Durante una eternidad creí que nunca volvería a recuperar mis facultades físicas. Que estaba condenado a no ser más que un pensamiento perdido en un cuerpo inerte. Sin embargo, lentamente la vida volvió a mí. Primero oí unas risas. Cacareos infantiles, débiles y agudos. Unas manos me rozaban la mejilla, la frente… Abrí los ojos con grandes esfuerzos. Por fin, después de no sabía cuántas horas de ausencia, volvía en mí. Me encontré frente a un rostro de niña que me sonreía. Era ella la que había tendido la mano hacia mí. Al ver que me despertaba, se echó a reír, lo que hizo surgir tras ella otros píos infantiles, procedentes de unas siluetas que poco a poco salieron de la sombra. Creí reconocerlas. Eran los chiquillos que había visto jugando en la plazoleta al caer la noche, cuando Keller había entrado en el fumadero de opio.

La niña que me miraba debía de tener unos diez años. Era bonita y no iba demasiado mal vestida; sus grandes ojos oscuros le daban un aire extremadamente dulce. Por su actitud, parecía ser la cabecilla del grupo, la más descarada, la más viva también. Quise incorporarme para sonreírle mejor, pero cuando vio que los músculos de mis miembros recuperaban un poco de su antiguo vigor, su rostro se enfurruñó enseguida y me abofeteó con todas sus fuerzas antes de lanzarse sobre mí, mientras sus compañeros me agarraban por los tobillos y los hombros para tratar de colocarme bien plano sobre el duro suelo. Sorprendido, aturdido por la violencia del golpe que la chiquilla acababa de lanzarme en plena cara, sucumbí al peso del enjambre de golfillos que sólo pensaban en aprovecharse de mi debilidad para saquearme. Diez pequeñas manos se hundieron inmediatamente en mis bolsillos para vaciarlos del menor objeto que en ellos pudiera encontrarse: monedas, pañuelo, y también cartera, documentos de identidad, llaves… Me soltaron el cinturón, deslizaron el reloj de mi muñeca y me arrancaron los gemelos… Finalmente, sin duda para vengarse del magro botín que todo esto representaba, la banda empezó a golpearme con una violencia y una crueldad de la que nunca hubiera creído capaces a unos niños. Durante medio minuto sentí llover los golpes sobre mí. Los chiquillos rasgaron mi piel con sus pequeñas uñas, tiraron de mis cabellos y los arrancaron a puñados, martillearon mis costillas con sus plantas desnudas como si fueran planchas podridas que había que hacer ceder y me golpearon con saña la mandíbula, las sienes y los dientes con sus puños sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Luego, en respuesta a una señal misteriosa que no comprendí, el ataque cesó y la horda se dispersó lanzando aullidos eufóricos. Por encima de mí, ya sólo había un cielo tachonado de estrellas.

Tardé un buen rato en recuperar el control de mis miembros. No sólo los efectos de la sustancia que había tragado en el fumadero afectaban todavía a mis reacciones nerviosas, sino que todo mi cuerpo estaba atravesado por intensos dolores provocados por las contusiones. Finalmente, sacando fuerzas de flaqueza, conseguí levantarme. Sangraba por la nariz y me había mordido la lengua a resultas de un puñetazo, pero no tenía ninguna fractura. La operación de seguimiento se había ido al garete. No podía pensar en esperar a Keller y seguirla en este estado. Por otra parte, ¿quién me decía que no había abandonado el tugurio mientras yo sufría los efectos del tóxico sobre la calzada? Aquello había podido durar mucho tiempo. Mi organismo, virgen hasta este día a la exposición de estupefacientes, era seguramente un terreno excesivamente receptivo a sus efectos. Decidí, pues, abandonar la partida por esta noche y opté por volver al barrio colonial para pedir un poco de ayuda.

Orientarme en el dédalo de callejuelas me llevó cierto tiempo, y el hecho de caminar sin mis zapatos -tal vez olvidados por los ayudantes del fumadero o bien dejados junto a mí y robados por los pequeños saqueadores- dificultó aún más la tarea. Por suerte, a esta hora avanzada de la noche, la ciudad estaba casi vacía y me resultaba más fácil circular sin llamar demasiado la atención. Antes de lo que había esperado, algunos puntos de referencia me condujeron hasta las inmediaciones del Hoogly, y luego, desde allí, conseguí llegar finalmente hasta la Moore Avenue, donde divisé a una patrulla que me acompañó hasta el puesto de policía más próximo. Las humillaciones empezaron allí. En primer lugar tuve que confesar que, pese a las apariencias, yo no era un simple civil que había tenido un mal encuentro durante una noche de juerga en el barrio indígena, sino un oficial del Mié en cumplimiento de una misión. Luego tuve que pedir que me devolvieran a mi cuartel, para que el capitán Gillespie confirmara mi pertenencia a su equipo y los policías dejaran por fin de sospechar que había ido a los bajos fondos para satisfacer no sé qué clase de hábitos viciosos. Evidentemente, aquello no era más que un preámbulo. Los verdaderos problemas hicieron acto de presencia cuando tuve que rendir cuentas de mi jornada a mi superior. Cuando le confesé que me había dejado arrastrar estúpidamente por el impulso de entrar en el fumadero sin saber dónde ponía los pies y que me había tragado sin desconfiar una mermelada opiácea, Gillespie explotó.

– Le pedí espíritu de iniciativa e independencia, Tewp. ¡No que embistiera contra todo bicho viviente con los ojos cerrados sin asegurar antes su retaguardia! ¡Sobre todo cuando Edmonds me ha explicado que la chica se pasó la mañana parloteando con Küneck! Esto condiciona nuestro asunto hasta el punto de que ha cambiado completamente de categoría… ¡Si este tipo se desplaza para verla, es que ella es importante! De modo que redoble la prudencia, Tewp, y sobre todo no tome iniciativas cuando está solo sin asegurarse de que puede asumirlas hasta el final. Y además, en este maldito país, ¡no se eche nada al coleto que no haya identificado claramente! ¿Me he explicado bien?

– Perfectamente, capitán -dije con voz pastosa e insegura, contrariado al constatar que los acontecimientos se habían puesto de pronto en mi contra.

A la larga, Gillespie pareció calmarse un poco. Eran las cuatro de la madrugada. Gillespie no era un agresivo de largo recorrido. Un ordenanza nos había subido café recién hecho. Lo bebimos juntos, en señal de paz, sentados en el alféizar de una de las altas ventanas abiertas que daban al parque, aprovechando el frescor y el silencio nocturno, contemplando cómo el alba enrojecía lentamente la línea del horizonte. La conversación volvió a Keller y al comportamiento que había tenido a orillas del Hoogly. Todo aquello parecía sumergir a Gillespie en un abismo de perplejidad. Me preguntó qué conclusiones sacaba yo de aquel interés aparente por lo mórbido. Desde luego, ésta era una cuestión que me inquietaba desde que había comprendido que Keller experimentaba un placer especial fotografiando muertos. Que una joven pudiera ensuciarse los ojos y el alma con semejantes contemplaciones era un misterio para mí. Y también algo que me hacía sentir incómodo.