Выбрать главу

– Es extraño… Pero, al fin y al cabo, es bueno para nosotros -me dijo Gillespie. -¿Bueno, capitán?

– Después de una jornada de observación, sabemos que esta chica está indudablemente en contacto con un miembro importante de una red extranjera, que le gusta pasearse por los cementerios hasta el punto de volver de ellos con un cráneo bajo el brazo ¡y que es opiómana! Lo cierto es que esto nos abre un abanico de perspectivas para actuar contra ella. Y aún más vías, tal vez, para manipularla…

– ¿Piensa en hacerla cambiar de bando?

– Esperemos un poco aún, pero es una posibilidad que hay que plantearse a la primera ocasión en cuanto un agente enemigo presenta una debilidad… Y me parece que efectivamente Keller es una joven débil… Muy débil, sí…

HABITACIÓN 511

En la mitad de nuestra segunda jornada de vigilancia, abandoné el cuartel para ir a hacer mi turno de guardia. La víspera por la noche, el asistente Mog había encontrado el Chevrolet abandonado. Un poco después de medianoche creyó ver a Keller volviendo sola al Harnett. Luego Edmonds le había relevado y Mog había corrido al despacho de Gillespie para anunciarle que yo había desaparecido; pero no tuvo tiempo de alarmar a nadie, porque en ese preciso instante yo acababa de hacer mi entrada rodeado de una cuadrilla de policías… Después de mirarme un momento con ojos de besugo, Mog había dado media vuelta como si nada hubiera ocurrido, y ni siquiera había tratado de saber qué había podido pasarme. Con mis heridas superficiales ya limpias y vendadas, me sentía preparado para retomar mi papel, intrigado por saber a qué consagraría hoy su tiempo la señorita Keller. Casi feliz de volver a encontrarme ante el Harnett, empecé a repasar con calma los acontecimientos de la víspera. Ciertamente, había cometido un error imperdonable que unos chiquillos habían aprovechado para limpiarme los bolsillos. Había perdido un poco de dinero y había tenido que pedir duplicados de algunos documentos administrativos. Pero nada tan grave, en el fondo, si se pensaba en las perspectivas que ahora se le ofrecían a Gillespie de conseguir que Keller cambiara de bando.

Ciertamente, la adicción de la joven al opio podía ser explotada. En las Indias, como en cualquier otra ciudad de los Establecimientos del Estrecho, el opio era una droga autorizada cuya venta estaba estrictamente controlada. Desde luego, su consumo no se promovía, pero seguía siendo un artículo de exportación sobre el que descansaba una buena parte de la economía del subcontinente. Que Keller se arruinara el cuerpo y la mente impregnándose de este veneno casi me inspiraba compasión, pero eso nos proporcionaba un terreno propicio para el chantaje e incluso hacía posible una total conversión de la austríaca a nuestra causa.

El interior del gran Chevrolet estaba saturado de vahos de sudor, de vapores emanados de los cadáveres de las botellas de cerveza y de la bruma estancada de humo de cigarrillos. Todo el conjunto despedía un olor infecto que, de todos modos, aún era preferible a los relentes de orina recalentada que me envolvían en cuanto bajaba los vidrios para buscar un poco de aire en el exterior. Aliviándose como perros, Edmonds y Mog habían regado copiosamente el tronco de un árbol muy cercano. Esta mezcla infernal me dio náuseas, pero no me quedó otro remedio que resignarme a soportarla. Me instalé lo mejor que pude y, suspirando como un condenado a galeras, me preparé para pasar largas horas en tal inconfortable ambiente. Y entonces, de pronto, los acontecimientos se precipitaron de nuevo. Keller salió del hotel y subió a un taxi que esperaba en las inmediaciones. Con el corazón palpitante, salí en tromba del Chevrolet y corrí tras el vehículo para ver qué dirección tomaba. Estaba desesperado. Lo peor que podía pasar estaba a punto de producirse: la austríaca se me escapaba y yo era incapaz de seguirla por mis propios medios. Busqué con la mirada un taxi al que poder saltar, pero a esa hora era inútil. El calor del mediodía había vaciado las calles, que ahora estaban casi desiertas. No había nada en el horizonte que pudiera sacarme del apuro. Furioso, apreté los puños hasta que se emblanquecieron las falanges; ¡y entonces se me ocurrió de pronto que podía transformar este fracaso en un triunfo! Esta partida me ofrecía en bandeja una ocasión perfecta para registrar su habitación. Mi corazón se aceleró. No cabía duda de que el riesgo era muy reaclass="underline" yo estaba solo, sin cobertura para proteger mi retaguardia, y Keller podía volver en cualquier instante. Si me dejaba atrapar, condenaría a la ruina nuestras discretas operaciones de vigilancia. Pero si todo iba bien, podía hacer que en poco tiempo nuestras investigaciones dieran un gran salto adelante. La tentación era demasiado fuerte. Sin seguir ningún hilo conductor, actuando sólo por instinto y aprovechando las oportunidades del momento, entré en el hotel y me puse a vagar por el vestíbulo.

No tenía ni idea de cuál podía ser el número de habitación de la chica ni sabía en qué piso se alojaba. En primer lugar tenía que ingeniarme un truco para conocer esa información sin despertar las sospechas del personal del hotel. Me apoyé en una consola, arranqué una página de mi agenda y simulé que garrapateaba unas palabras; luego pedí un sobre al recepcionista, metí mi papel dentro y, con mi mejor escritura, tracé en el dorso el nombre de Keller. Como había esperado, el encargado no desconfió y depositó el mensaje en blanco en la casilla de la habitación de Keller, donde ya se encontraba su llave, la casilla 511. Satisfecho, fingí que me marchaba pero, rodeando un ancho pilar, volví discretamente sobre mis pasos y me dirigí hacia el ascensor, que en ese momento vomitaba un lote de turistas ingleses que se iban de excursión, con la guía Baedeker de Bengala ya abierta entre las manos. El botones con librea cerró tras de mí la pesada reja de metal negro y pulsó el mecanismo de ascenso. Mientras la cabina se deslizaba sobre sus cables engrasados, me concedí una pequeña sonrisa complaciente en el espejo que tenía enfrente. En esa época, no había ningún auténtico romanticismo ligado al oficio de espía. El cine nada sabía de esta profesión, y la literatura, a pesar del reciente éxito de las aventuras de Ashenden, el héroe de Somerset Maugham, aún no había explorado todas las sutilezas del oficio. A ojos de la mayoría de los oficiales, la información era un asunto más relacionado con vulgares tareas de policía que con la auténtica estrategia militar. Fueran artilleros, caballeros, infantes, marinos o zapadores, nadie en el ejército se preocupaba de ocultar su desprecio hacia la gente del MI6. Pero a mí poco me importaba el prestigio mínimo que los otros otorgaran a nuestras funciones, porque empezaba a tomarle gusto a lo que hacía. Lo consideraba un juego. Un juego de niños grandes, sin duda, y un juego no exento de peligro, cierto, pero también excitante, nuevo y divertido…

Una vez en el quinto piso, recorrí durante unos instantes los largos pasillos artesonados para hacerme una idea lo más exacta posible de la geografía del lugar. El hotel estaba construido según un plano general en L: la fachada principal daba a la plaza donde estaba estacionado el Chevrolet y el ala restante constituía el arranque de una calle más estrecha y poco frecuentada. La entrada de la habitación 511 se encontraba en ese lado. Probé a girar el pomo de la puerta pero, como era de esperar, estaba bien cerrada. Con el corazón en palpito y vigilando que no apareciera nadie en el pasillo, golpeé suavemente la puerta de la habitación vecina para saber si estaba ocupada. No hubo respuesta. Tanteé a la suerte e intenté entrar. La puerta se abrió. Era una habitación libre de huéspedes que el personal de planta no había cerrado. Caminando de puntillas, para hacer el menor ruido posible, me acerqué a la ventana, la abrí y eché una ojeada al exterior. A lo largo de la fachada corría una cornisa que, si tenía valor para pasar al otro lado del balcón, tal vez podría conducirme hasta la ventana de la habitación de Keller. Estaba decidido incluso a romper un vidrio para entrar y simular un robo, y hasta a llevarme algunos objetos de valor para acreditar esta tesis; pero, para mi gran alivio, pude ver, al inclinarme hacia fuera, que las hojas de la ventana estaban entornadas. Ante la certeza de que esta mañana la suerte estaba de mi lado, no dudé ya en pasar al otro lado de la barandilla de hierro y situarme sobre la cornisa. Procurando no mirar hacia abajo y sin preocuparme por saber si podían verme, franqueé con suma rapidez las escasas yardas que me separaban de la 511, y luego salté al balcón, pasé la mano por la abertura de la ventana e hice saltar el pestillo. Estaba exultante. Mi jugada de póquer había funcionado a la perfección. La suerte del debutante, dirán los celosos. Es posible. En cualquier caso, había triunfado, gracias sólo a mi propia iniciativa y a mis cualidades personales, ahí donde el propio capitán Gillespie tal vez hubiera fracasado, donde Edmonds no hubiera podido aventurarse de ningún modo, y donde Mog -estaba seguro- ni siquiera hubiera podido pensar en llegar. ¡Estaba realmente orgulloso de mi actuación!