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Era imperativo que a su vuelta Keller encontrara sus enseres personales, y hasta el menor objeto decorativo, en el sitio exacto donde los había dejado al salir. Decidí renunciar, pues, a toda búsqueda apresurada y examinar cada mueble por turno, tomando nota mentalmente de la disposición original de las cosas que me vería obligado a desplazar. La meticulosidad y el orden son, sin duda, cualidades que hacen ganar más tiempo cuando éste escasea. En cualquier circunstancia, la precipitación no es, al fin y al cabo, sino un lujo de ocioso. Cerca de un gran fonógrafo colocado sobre una cómoda, vi un montón de discos desparramados por el suelo. Miré vagamente las fundas. Estaban Zita Hóllander, una vedette alemana que hacía la competencia a Marlene Dietrich, Carolina Jis y Harold Beauchamp, a los que no conocía… Abrí el gran ropero y verifiqué concienzudamente los bolsillos de todos los vestidos, sin encontrar nada significativo. En los dos bolsos dejados sobre un estante tampoco había nada que no fueran objetos corrientes, y obtuve el mismo resultado negativo al registrar otro armario ropero que sólo contenía ropa blanca. Finalmente, cuando tuve la certeza de que no había nada más que examinar, me puse a inspeccionar el secreter de la antecámara de la suite de Keller. En la bandeja, junto a un frasco de pastillas con la etiqueta Pervitine, reposaba una máquina de escribir de viaje en medio de hojas dispersas con anotaciones escritas en alemán. Las recorrí rápidamente con la mirada y leí nombres de personalidades indígenas o inglesas: Bose y Gandhi, desde luego, pero también lord Linlithgrow, el virrey de las Indias, o el propio Eduardo VIII… Todos los cajones del escritorio estaban abiertos. Era evidente que la joven no contaba con recibir una visita inopinada. ¿Creería tal vez que poseía una cobertura a toda prueba, o es que, al fin y al cabo, no tenía nada que ocultar? En uno de los cajones guardaba un expediente cerrado con una correa. Lo abrí. Contenía páginas de gran formato, dobladas en dos, en las que aparecían dibujados círculos de tamaños diversos marcados con extraños símbolos cuyo significado exacto me era desconocido, pero a los que encontré alguna similitud con los que en otro tiempo se utilizaban en química para designar los elementos antes de la clasificación periódica de Mendeleiev: un círculo con un punto en el centro para el oro, una media luna para la plata, un círculo atravesado por una flecha para el hierro… Líneas oblicuas rojas, verdes y azules rayaban estos diagramas en todos los sentidos y daban al conjunto el aspecto de una red de mallas irregulares, de telaraña distendida… Había nombres inscritos en la cabecera de cada hoja, así como fechas y lugares. Saqué mi cuaderno de notas y transcribí al azar, tan deprisa como pude, toda una serie de anotaciones; pero había demasiadas, tal vez tres docenas, y tuve que decidirme a copiar sólo un puñado, porque quería continuar con mi registro sin mayor pérdida de tiempo.

En la mesilla de noche hice el descubrimiento que poseía un interés más inmediato, el más concretamente explotable. Se trataba de una libreta de croquis que contenía tanto dibujos como notas redactadas a veces en inglés y otras en alemán, un grueso volumen compuesto, de hecho, de varios estratos, una recopilación, una pila de cuadernos de diferentes orígenes. Los papeles variaban, igual que los colores de las hojas y su textura. Algunas páginas estaban pegadas entre sí, y a veces podían verse los bordes irregulares de hojas antiguas arrancadas parcial o totalmente. El estilo de la escritura y la calidad de los dibujos también cambiaban, se precisaban, maduraban a lo largo de todas estas páginas. Era una especie de diario de viaje, o mejor dicho, un diario íntimo. El de Keller. A primera vista, la chica debía de llevar este registro desde hacía cinco, o quizá diez años, tal vez incluso desde que era una niña… El volumen tenía unas trescientas hojas cubiertas de una escritura fina, suelta, clara y elegante. Un lector asiduo y bilingüe hubiera necesitado dos o tres días para llegar al final, y yo mismo, aun limitando mi interés a los párrafos en inglés, sin duda no hubiera podido efectuar una lectura seria en menos de una docena de horas. Era evidente que no disponía de semejante tiempo, de modo que decidí echar una rápida ojeada a los dibujos, confiando en que éstos resumieran las grandes líneas del texto.

Los primeros esbozos eran simples paisajes campestres que no merecían un examen más profundo. Luego venía una serie sobre villas modernas con altas torres agudas y amenazadoras, grises y lisas como sílex. El trazo aquí ya había adquirido carácter, y mostraba un estilo, una energía, una personalidad consolidadas, fuera del tiempo y las modas. Los primeros retratos venían inmediatamente después. Keller había hecho bosquejos de gente de la calle, personajes anónimos, transeúntes corrientes: una joven madre que arrastraba tras de sí a un niño como si fuera un fardo, un vagabundo apoyado contra una pared, un negro lustrador de zapatos, empleados de oficina saliendo en manada de una boca de metro… Personas que parecían abrumadas por el destino, y la línea del dibujo lograba transmitir el sufrimiento, la angustia, la humillación que debían de constituir su carga común. Sin embargo, no descubrí ningún atisbo de piedad en el trazado de los rostros y las siluetas. No había compasión ni caridad en la expresión de la miseria humana. Aun al contrario, el artista parecía sentir una enorme repugnancia por estas gentes, y acentuaba hasta la repulsión los detalles miserables de sus anatomías, el abandono en su vestimenta y en sus poses. Este miserabilismo contrastaba con los croquis siguientes, consagrados a esos famosos Juegos Olímpicos de agosto de 1936 que se habían desarrollado apenas unas semanas antes en Berlín. Keller no se había contentado con fotografiar los acontecimientos para su diario, sino que también los había dibujado con un raro talento, y consideré incluso que este trabajo era en muchos aspectos mejor que las fotos aparecidas en Der Angriff. Visiblemente, estas obras no reflejaban ya repugnancia, sino, bien al contrario, una gran fascinación por los cuerpos humanos que se enfrentaban en ejercicios de lucha, de esgrima, de equitación o lanzamiento.

Sabiendo que disponía de muy poco tiempo, volví rápidamente estas páginas y descubrí luego una decena de retratos consagrados a dignatarios del Partido Nacionalsocialista. Reconocí al grueso Goering y al demacrado Goebbels… Reconocí también al propio canciller. Pero no pude poner nombre a los otros. Había demasiados. Después de un largo pasaje de texto, en un estilo que hacía pensar en Callot, en Durero, se sucedían una serie de ilustraciones de punta seca que extraían su inspiración de los cuentos infantiles. Se veían caballeros, monstruos y seres fabulosos errando en el crepúsculo en torno a sencillas cabañas de campesinos, en las que brillaba, en el alféizar de una ventana, una escuálida candela… Unas páginas más adelante, mi corazón se aceleró al reconocer en los dibujos la India y las calles de Calcuta. Primero había algunas vistas generales, anodinas, casi turísticas: la masa clásica del Victoria Memorial, un templo, e incluso la fachada del Harnett… La página siguiente estaba cubierta de esbozos que representaban a diversos notables hindúes, y luego, al volver una página más, descubrí un retrato acabado, muy trabajado, sin duda alguna el más hermoso, el más impresionante de los que Keller había trazado hasta el presente. Era el busto de un hombre en la flor de la vida. Ni muy joven ni demasiado viejo. Su rostro era noble sin altivez, grave sin tristeza, superior sin desprecio; su porte, fiero sin brutalidad, magnético sin vulgaridad… Extrañamente, no sé por qué, la elegancia de este hombre me hizo pensar en una espada forjada por un maestro. Los bustos y retratos de cuerpo entero de las páginas siguientes desarrollaban las cualidades del primer dibujo. Por todas partes aparecían los mismos largos cabellos negros, las anchas espaldas, los grandes ojos almendrados sombreados por gruesas pestañas, el perfecto clasicismo de los rasgos… Las poses y la ropa cambiaban, desde luego. Las actitudes, primero académicas y un poco rígidas, se suavizaban, se aproximaban a las poses de la vida corriente, mostrando al hombre sentado al pie de un árbol, conversando con otras siluetas apenas esbozadas o bien caminando solo sobre un arenal… Y luego venían los desnudos. Diez, quince tal vez… Crudos. Indecentes. Escandalosos. En ellos el hombre estaba representado en toda su gloria, priápico hasta el exceso, ardiente hasta la caricatura, efectivo hasta el asqueo… Pensé en ciertos grabados abyectos de Bayros o de Aubrey Beardsley que, en la universidad, algunos estudiantes licenciosos se divertían en hacer circular durante las clases y a los que un día había tenido casualmente acceso. Pasé tan deprisa como pude estas hojas obscenas hasta que empezó otra serie. El individuo, esta vez, ya no estaba solo, sino que había ganado a una compañera hecha a su semejanza. ¿Qué edad podía tener? Como él, alrededor de treinta o treinta y cinco años. Y aunque indudablemente la arquitectura de sus rasgos difería, todo hacía pensar en una imprecisa relación de parentesco entre ellos. ¿Hermano y hermana? Sin duda no, porque decididamente había demasiadas diferencias; pero sí, tal vez, primos lejanos… La mujer estaba representada primero en retrato, y luego, como su compañero, en poses menos rígidas, como tomadas directamente del natural… Tenía siempre un aire helado, distante, casi reptiliano, que asustaba… Las páginas siguientes la mostraban desnuda. Pasé rápidamente estos dibujos. Pero enseguida, aun a mi pesar, volví a ellos.