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Algo, un detalle, me había inquietado. No había querido examinar muy a fondo el cuerpo dibujado, pero mi mirada había captado una imperfección, una anomalía, que me turbaba. Me obligué a escrutar los trazos uno a uno. Sin duda el equilibrio de las masas era perfecto, el cuerpo, a la vez amplio y fino, frágil y musculoso, atraía… Estaba representado con gran exactitud, sin estilización ni amaneramiento, sino, al contrario, con una evidente preocupación de precisión y realismo. Y por esto me pareció tan extraño descubrir por fin lo que confería al dibujo de esta mujer un aire tan particular, tan inhumano. De hecho se trataba de un detalle ínfimo. De una pequeña sombra ausente en el hueco del vientre. Porque, en cada ocasión, el modelo femenino había sido representado con el abdomen totalmente liso, privado de ombligo. Lo verifiqué minuciosamente. No era un olvido fortuito. El error se repetía de forma sistemática en todas las poses de desnudo. Sin ninguna excepción… Aún perplejo, repasé las imágenes del modelo masculino sin encontrar la misma marca distintiva. El hombre estaba efectivamente provisto de una cavidad umbilical. Y entonces, el corazón me dio un vuelco.

Una gran fotografía ocupaba una de las últimas hojas de la libreta. Una fotografía en blanco y negro, tirada en un papel brillante de calidad y sujeta a la página por cuatro ángulos de cartón. Una fotografía en la que los dos modelos, el hombre y la mujer dibujados, aparecían representados con un aspecto no menos impresionante que en los dibujos precedentes. Reconocí el estilo fotográfico de Keller, sus juegos de sombras y su técnica característica de utilizar el contraluz. Los dos personajes estaban desnudos, enlazados ante una gran ventana que se abría sobre las líneas de árboles de un parque. Los dos estaban de cara al objetivo; el hombre tenía a la mujer en sus brazos y ocultaba a medias el rostro en los cabellos desechos de su compañera, mezclando sus mechas negras con las claras de su amante. El vientre y los muslos de ésta caían de lleno en una mancha de luz. Los dibujos no habían mentido. Ninguna depresión marcaba el abdomen femenino, decididamente más liso que un canto rodado. Cerré el cuaderno, sin duda más confundido de lo que en verdad quería confesarme, y permanecí un instante en suspenso, como si tuviera todo el tiempo del mundo, preguntándome qué debía pensar de este descubrimiento.

Un poco a regañadientes, guardé el diario donde lo había encontrado y continué el registro. Había una maleta de metal que aún no había abierto. Una maleta grande con algunos arañazos, y un poco abollada también, acaso porque debía de haber viajado mucho. No estaba cerrada con llave. Contenía material fotográfico profesionaclass="underline" cámaras, lámparas potentes para la iluminación de interiores, un trípode, bidones de productos inflamables para el revelado… Y además, enterrada en medio de este material y pasando casi inadvertida entre los instrumentos de óptica, una especie de lente larga, del tipo de las que se deslizan en las ranuras de un arma de fuego. Cogí el instrumento y lo observé un instante. Pude leer el nombre del fabricante alemán Mánnlicher, una reputada fábrica de armamento. Me llevé la mira a los ojos. El aumento era tan enorme que no pude enfocarla bien en el espacio de la habitación. Fui a la ventana y durante unos instantes efectué algunos ajustes groseros que me permitieron juzgar mejor la eficacia del aparato. Según mis estimaciones, estaba hecho para alcanzar objetivos a muy larga distancia, a media milla, o tal vez más. En ningún caso era un instrumento de aficionado. Enardecido por este descubrimiento, volví a colocar la lente en su sitio y me puse a palpar y a golpear la caja de metal, persuadido de que ocultaba un doble fondo en el que encontraría las piezas de un fusil de asesino profesional. Pero mis esfuerzos fueron inútiles; no parecía que hubiera nada oculto en esta maleta.

El cuarto de baño era la única habitación que aún no había visitado. Me dirigí a él. Un fuerte olor químico flotaba en el aire. Cubetas de revelador descansaban sobre una cómoda, y habían tendido un hilo de acero inoxidable sobre la bañera y enroscado una bombilla roja en el techo. Era evidente que Keller utilizaba este lugar para revelar sus fotografías. En un plato esmaltado se veían una cincuentena de fotos apiladas. La primera me llamó la atención. Era una de las piras de la orilla del Hoogly. Cogí maquinalmente el resto de la pila, ansioso por desgranar los temas que Keller había juzgado interesante captar con su objetivo. No me sorprendió ver grandes planos de cuerpos retorcidos, humeantes, vistas generales de las hileras de piras, toda una serie de visiones de horror no aptas para ojos infantiles. Abrí también los últimos armarios del cuarto de baño sin encontrar nada especial. Ya me disponía a irme, cuando recordé que aún no había visto el cráneo que la mujer había traído la víspera por la noche. ¿Qué había hecho con él? ¿Se había deshecho de la calavera? ¿La había olvidado en el fumadero de opio? ¿Se la había llevado al salir del hotel, o bien estaba oculta aquí, en un lugar que aún no había explorado? Mentalmente pasé revista a los muebles que había abierto, los cajones que había examinado, los armarios que había registrado. No recordaba haber olvidado ninguno. Si el cráneo aún estaba aquí, debía de estar escondido. Pero ¿dónde? ¿Y por qué? Volví, muy excitado, a la estancia principal, para tratar de adivinar dónde podía ocultarse un nicho; pero no pude encontrar nada. Me agaché para verificar los zócalos, las tablas del parqué e incluso, palpando a ciegas, la parte inferior de los muebles. Me dirigí de nuevo al cuarto de baño, escruté los azulejos uno por uno, y luego, ya desesperado, abrí la trampilla que permitía acceder a la conexión de la bañera. A ciegas, hundí mi mano en el oscuro agujero y palpé el interior. Mis dedos tropezaron con un objeto duro, liso, de ángulos rectos, sobre el que rechinaron mis uñas. Contorsionándome un poco, conseguí atraerlo hacia mí. Era una caja más alta que ancha, una especie de sombrerero sin colores ni ornamentos. No estaba cerrada. Me la coloqué sobre las rodillas y la abrí. Aparentemente, un único objeto había sido depositado en su interior. Reconocí el cráneo infantil que Keller había traído de la orilla de las piras. Mi palma lo sujetó como si cogiera un fruto duro caído de un árbol. Quería examinarlo, tratar de comprender por qué la joven había juzgado conveniente conservar este fetiche atroz y por qué se encontraba ahora ahí, oculto bajo la instalación del cuarto de baño. Como había podido constatar la víspera, esta estructura ósea tenía poca relación con la idea que uno se hace normalmente de un cráneo. No era blanco y brillante, como esos que, después de ser despojados de sus carnes mediante una larga ebullición, son utilizados luego por generaciones de estudiantes en las facultades de medicina. Este era, al contrario, de un color negruzco, cubierto de una especie de costra de hollín viscosa, resultado tanto de su paso por las llamas como de su entierro posterior en el osario. También le faltaba la mandíbula inferior, sin duda desencajada con los primeros calores por la fundición de los nervios y el cartílago. En cuanto lo tuve en mi mano, me di cuenta de que era más pesado de lo que normalmente hubiera debido ser. Yo no estaba, eso era evidente, acostumbrado a pesar esqueletos, pero lo sentí de forma instintiva. Tuve la impresión, o más bien el presentimiento, de que la cavidad cervical había sido rellenada con alguna clase de materia densa. Palpé, pues, esa cabeza en todos los sentidos, en parte como lo hubiera hecho con una arqueta misteriosa de la que hubiera perdido la llave. Pero no tuve que manipular mucho tiempo esta reliquia humana para encontrar el sistema de abertura. Era un simple corte de sierra horizontal que había separado la bóveda del fondo. No había ningún sistema de encajes, ni bisagra ni clavijas para unir las dos partes. Sólo un fino cordón de cera que había sido depositado sobre el corte y actuaba como una cola ligera.