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De vuelta en el vestíbulo, recuperé con un pretexto cualquiera el mensaje que había hecho deslizar en el casillero de la 511. Sentado en el coche, pasé luego dos o tres duras horas de espera torturándome mentalmente. La perspectiva de confesar a Gillespie que Keller se había burlado de mí me avergonzaba como si fuera un niño pillado en falta. Cuando, finalmente, Mog llegó, no tuve más remedio que decidirme a volver para presentar mi informe al capitán.

LA NOCHE DE SHAPUR STREET

Nada había ocurrido como esperaba. No sólo no había encontrado a Gillespie en su despacho, sino que nadie en el servicio parecía saber dónde podía hallarse. Ni siquiera en el comedor de oficiales, que a aquella hora estaba atestado, hubo una sola persona que fuera capaz de informarme. Contrariado y fatigado, me senté un instante en un rincón oscuro, cerca de la mesa donde tres noches antes Hardens me había anunciado que iba a trabajar sobre el terreno.

Durante mucho tiempo dejé, extenuado y con la mente en blanco, que mis ojos se deslizaran por las caras que me rodeaban. ¿Quiénes eran realmente estos hombres a quienes la Corona había encargado conservar la parte más hermosa de su Imperio? ¿Gente fuera de lo común, gentilhombres aventureros como en tiempos de sir Clive y de sus batallas contra los combatientes de la jungla del francés Lally-Tollendall? [4]¿O más bien tristes hombrecillos que depositaban toda su metafísica y todos sus anhelos en el fondo de un simple vaso de cerveza? Demasiado ocupado por mis propios problemas, no quise tomarme el trabajo de darme una respuesta y preferí abandonar el lugar para encerrarme en mi reducto e intentar analizar los datos de esta tarde a la exclusiva luz de la razón. Uno a uno, pasé revista a los objetos encontrados en la habitación 511.

La mira telescópica, en primer lugar. ¿Por qué la guardaba Keller cuando no había descubierto en su habitación ninguna otra pieza de un arma de largo alcance? ¿Era posible que la utilizara sólo como un instrumento de aumento? Pero en ese caso ¿por qué no había elegido unos prismáticos de buena calidad en lugar de este aparato frágil y delicado? Y si en efecto era la parte óptica de un fusil de precisión, ¿a quién estaban destinadas sus balas? ¿A esa gente tan bella, tan desnuda, que había dibujado en su libreta? Y por otra parte, ¿quiénes eran esos dos? ¿Cómo se explicaba que la mujer pareciera no tener ombligo? ¿Se trataba de una anomalía física benigna, o revelaba algo distinto? Y además, y sobre todo, ¿qué significaban esas infectas artimañas de magia negra con las que Keller parecía persuadida de poder influir en mí? ¿Creía que podía matarme con ayuda de esos chismes? ¿O tenía otra idea en mente? Yo no podía saberlo. La fatiga, la tensión de estos últimos días, me subieron a la cabeza y me aturdieron. Traté de rehacerme; cerré los ojos y evoqué por un instante un recuerdo agradable de donde extraer un poco de consuelo. Volví a ver los pequeños restaurantes de Pimlico o Marylebone a los que, cuando estudiaba en Londres, me gustaba ir a cenar los viernes por la noche con algunos buenos compañeros. ¿Dónde estarían ahora? Al ser la mayoría hijos de buena familia, no tenían necesidad de esforzarse para subsistir, y a buen seguro se hallarían ya cómodamente instalados en sus gabinetes de abogado nuevecitos, comprados con el dinero de sus padres, o se harían los importantes en los confortables despachos de dirección de la Lloyds o de la banca Rothschild. Yo no tenía esa suerte. Inspiré profundamente y expulsé poco a poco todo el aire contenido en mis pulmones, como para purgarlo también de mis malos pensamientos.

Me levanté, cogí una silla y, sentado ante mi mesa de trabajo, redacté una larga carta a mi padre, la primera desde mi llegada a las Indias. Él era la única familia que me quedaba. Mis padres no habían tenido más hijos y mi madre había muerto cuando yo estaba a punto de empezar mis estudios. Mi padre sufría por su ausencia. Y también por la mía, creo. Le escribí unas palabras tranquilizadoras y le prometí que me las arreglaría para volver a Inglaterra sin tardanza. Aún no sabía que, con el estallido de la guerra y atrapado en el torbellino de mi aventura como una hoja arrastrada por un tornado monstruoso, ya no volvería a verle. Faltaba poco para la medianoche y sólo me quedaban unas horas antes de cumplir con mi turno de guardia en el Harnett. Apagué todas las luces, me desnudé, abrí la ventana de par en par, y luego, tras levantar la pesada mosquitera, me tendí en mi cama para mirar el cielo negro que amenazaba tormenta. Cerré los ojos y respiré profundamente. Un olor penetrante me llenó la nariz. Humedad, calor, descomposición de la tierra que carga el ozono venido del cielo… La tormenta profirió muchas amenazas, pero no ejecutó ninguna. Pasó por encima de Calcuta sin decidirse a estallar. Me dormí.

No era nada. Apenas una manchita de prurito rojizo situada en la base del cuello, a la que sin duda no hubiera prestado atención en condiciones normales. La había visto por la mañana, en el espejo, mientras me estaba afeitando. No me dolía. O tan poco que no podía discernir realmente si la causa era ella misma o la súbita atención que le prestaba. Estaba situada exactamente en el lugar donde Keller había clavado una de las agujas en mi retrato. Había inspeccionado minuciosamente todo mi cuerpo para verificar si habían aparecido otras manchas en otros lugares que ella había pinchado, pero no había visto nada, ni tampoco había sentido nada al palparlos. Entonces, tranquilizado -aunque sólo a medias-, había tratado de nuevo de encontrar a Gillespie. Su despacho seguía vacío. Disgustado por no poder presentar mi informe de viva voz, me había puesto a redactar unas líneas en las que narraba a grandes rasgos las circunstancias que me habían conducido a efectuar el registro de la habitación 511 y describía los principales objetos que allí había encontrado. Sin embargo, había sido voluntariamente poco claro con respecto al fetiche depositado bajo la bañera, y aún más vago en cuanto a que era mi propia fotografía la que servía de soporte al supuesto hechizo que Keller parecía practicar. Una vez acabada esta tarea, y como no tenía nada más que hacer, decidí avanzar un poco la hora del relevo de Edmonds. Extrayéndose no sin esfuerzos de su vehículo, el asistente se mostró encantado de arañar algunas horas de libertad.

– Keller está ahí. Mog la vio entrar hacia la medianoche y estoy seguro de que no ha vuelto a salir. Parece que la perdió, ayer por la tarde, ¿no es así?

En tono cansado, repetí a Edmonds las pobres explicaciones que había ofrecido la víspera a Mog. No pareció convencido, pero no se arriesgó a hacer ningún comentario. Me instalé en el puesto del conductor.

– De hecho, teniente -dijo el asistente mientras yo cerraba la puerta-, creo que ya va siendo hora de desplazar el coche. Aunque fuera sólo un poco. Hace tiempo que está aquí, y acabará por alimentar sospechas. ¿Por qué no lo hace ahora?; más lejos hay un espacio donde deberíamos poder colocarlo, yo le guiaré…

Palidecí. Era imposible que pudiera hacer arrancar este coche, ya que ni siquiera era capaz de distinguir la diferencia entre el pedal del freno y el del acelerador. En una fracción de segundo, todos los pretextos posibles para justificar mi negativa desfilaron por mi cerebro; pero no, decididamente no me venía a la cabeza nada pertinente. Todas las excusas que hubiera podido decir para salir del apuro hubieran sido grotescas, inverosímiles, ridículas… Por tercera vez, pues, tendría que resignarme a una nueva sesión de humillación pública. ¡Tanto peor! Así que, tragándome el orgullo, confesé penosamente:

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[4] A mediados del siglo XVIII, el subcontinente indio fue escenario de cruentas luchas de poder entre varias naciones europeas que querían extender sus dominios sobre el territorio. El autor alude en concreto al conflicto armado que se desarrolló entre la expedición militar francesa comandada por el gobernador general Lally-Tollendal (1702 – 1766) y las tropas angloindias lideradas por Robert Clive (1725 – 1774), quien a la postre consiguió imponerse y finalmente dejar a Gran Bretaña en una posición claramente ventajosa sobre sus rivales en el subcontinente.