– Lo lamento, Edmonds, pero creo que tendremos que proceder de otro modo. Seré yo quien le guíe. Es idiota por mi parte, lo sé, pero el otro día no me atreví a informarle de que…, ¡de que nunca me he tomado tiempo para sacarme el carné de conducir!
– ¡Ah! -comentó sobriamente el gordo asistente, como si ya estuviera harto de mis incongruencias- En este caso… Muy bien…
Con mirada baja, salí del vehículo y fui a echar un vistazo al lugar que había elegido Edmonds. Estaba a sólo unas veinte yardas, y de hecho el desplazamiento sólo sería simbólico para un observador atento; pero, a fin de cuentas, también era cierto que era más prudente variar ligeramente nuestro lugar de estacionamiento de vez en cuando. Aunque la operación duró sólo unos instantes, yo estaba ansioso por que terminara y Edmonds se esfumara de allí de una vez. Podía sentir cómo su mirada, al mismo tiempo irritada y burlona, se posaba sobre mí mientras yo agitaba los brazos como un policía de tráfico para dirigirle lo mejor que podía. Una vez solventado el asunto, el suboficial se marchó por fin, con la mirada amarillenta y el paso un poco vacilante, balbuceando algo entre dientes y condenando a un nuevo tirador de rickshaw a propulsar su impresionante cubicaje hasta los límites de la ciudad.
Era el tercer día de vigilancia y estábamos en mitad de la mañana. Oleadas de calor ascendían del suelo. La tierra sobrecalentada, empapada aún de agua por la estación de las lluvias, devolvía con toda su fuerza la irradiación de un sol extravagante. El paisaje era todo vapores y nubosidades. Cabizbajo y con las manos cruzadas a la espalda, di unos pasos a lo largo de la acera, obsesionado con la imagen de la horrible reliquia que se pudría a sólo unas yardas de mí, en un oscuro rincón de la habitación 511.
Yo no sabía nada de magia. O muy poco. Sólo recordaba a una vieja pariente excéntrica que había acabado su vida regentando una barraca de cartomancia, junto a la playa, sobre las planchas de Brighton. Mi padre y yo íbamos a verla a veces, cuando yo era niño. Y me gustaban estas visitas. No por las ideas insensatas que la pobre mujer sostenía, sino por la decoración de bazar que había reunido en torno a ella: bola de cristal, barajas de tarot con imágenes cómicas, cartas celestes adornadas con figuras fantásticas, viejos libros con títulos misteriosos… Todo este ceremonial me divertía, por más que supiera -mi padre me lo había dicho- que no había que tomarse estas cosas en serio. Como cualquier inglés corriente, yo había sido educado en el culto protestante; pero sin exageraciones de ningún tipo, sin rigidez. Creía en el Bien. Creía en el Mal. Pero de manera temperada. Y eso me hacía creer sobre todo en las personas razonables y prudentes, cuya existencia se debía proteger, y en los locos que había que proteger de sí mismos en tanto fuera posible. El objeto de mi fe era, pues, esta universal Mediocridad que me parece el único punto en común que comparten realmente los hombres. Toda mi metafísica se detenía ahí.
Sin darme cuenta, había ido a parar muy cerca del hotel, a una zona donde durante el día aparcaban algunos taxis para esperar a los clientes. Me fijé en que el tercer coche se parecía al que había visto coger a Keller. Por si acaso, me acerqué, golpeé el vidrio y pregunté al chófer si había llevado a una chica rubia la víspera, al comienzo de la tarde. El tipo, un inglés de aire astuto, simuló sorprenderse ante mi pregunta e inició una perorata sobre la obligación de discreción que su oficio exigía. Necesité ocho libras, casi todo lo que llevaba encima, para sacarle por fin la información. Sí, recordaba a una joven, que había cargado aquí mismo y había conducido a cierta distancia un día antes.
– No le he dado ocho libras por un simple sí o no. Lo que quiero es la dirección adonde se hizo llevar esta joven. ¡Estoy seguro de que la recuerda!
– ¡Desde luego que la recuerdo! Es una calle en la periferia del barrio moderno. La dejé en Shapur Street, 19. Y eso es todo lo que sé, porque no quiso que la esperara…
Shapur Street, 19… Anoté la dirección y luego volví a sentarme en el Chevrolet para meditar sobre este nuevo dato y tratar de asociarlo con los restantes. Pero me costaba mucho pensar. Tenía la cabeza pesada y las sienes me palpitaban con un dolor cada vez más lacerante que me cubría toda la cara y me clavaba agujas en los ojos. Así pasé las últimas horas de la tarde, en un estado febril sumamente desagradable. Por suerte, Keller no abandonó el Harnett ese día. Al llegar la noche, al amparo de las sombras y viendo que mi turno llegaba al final, salí para desentumecerme y refrescarme con la brisa que empezaba a soplar. Me desabroché el cuello de la camisa y me alejé del coche para caminar un poco. Eran aproximadamente las siete de la tarde. Por los escalones del Harnett subían parejas en traje de noche que entraban en la sala de conciertos donde se bailaba al son de una gran orquesta de metal de excelente reputación, cuya fama se extendía hasta Borneo. Lentamente, con la mente en blanco y el cerebro sometido aún a un martilleo febril, dirigí mis pasos hacia el ala lateral del hotel, donde Keller tenía su suite. La calle, apenas iluminada, estaba vacía. Levanté los ojos hasta el quinto piso para observar la ventana de la habitación 511. Al contemplar la fachada desde el exterior, me quedé perplejo ante lo que había realizado la víspera. Vista desde abajo, la cornisa no era más que un delgado hilo de piedra que corría a lo largo de un muro liso, sin ningún punto de apoyo para las manos, sin nada a lo que sujetarse en caso de desequilibrio. Un estremecimiento recorrió mi espalda y me imaginé lo que hubiera sido de mí si por desgracia mi pie hubiera resbalado o hubiera sufrido un ataque de vértigo: ¡una caída espectacular y mortal! Había actuado como un loco… Las cortinas y los postigos de la suite estaban cerrados, pero un poco de luz se filtraba por los intersticios. La joven debía de estar allí. Con paso cansino volví al coche y me dispuse a soportar con paciencia el tiempo de espera antes de que llegara Mog, que hizo acto de presencia con más de media hora de retraso sobre el horario, lo que, en las condiciones en que me encontraba, me puso ciego de ira. Irritado tal vez por esta migraña que no me dejaba en paz y me oprimía atrozmente las sienes, me indigné y le recriminé violentamente su tardanza, algo que no casaba con mi carácter. Una vez se aplacó mi cólera, quise volver lo más rápido posible al cuartel.
Aún tenía un poco de dinero en el bolsillo y decidí tomar un taxi; pero en el momento en que me disponía a indicar mi destino al conductor, se me ocurrió que sería mejor utilizarlo para otro fin.
– Al 19 de Shapur Street -dije.
El trayecto no fue muy largo -quince o veinte minutos tal vez-y transcurrió sin abandonar el barrio colonial. Avanzamos a lo largo de edificios claros, con las fachadas recién revocadas y rodeados de jardines privados. Y luego, al doblar la esquina de una calle que no se diferenciaba en nada de las demás, el conductor aminoró la velocidad hasta que finalmente se detuvo del todo. Dejé mis últimos billetes al chófer, que se marchó mientras yo me adelantaba, solo, hacia la casa desconocida. Por lo poco que podía distinguir de ella -unos altos muros formaban una pantalla protectora que la ocultaba casi totalmente a las miradas-, el edificio principal era una enorme villa situada al fondo de un parque que parecía también muy vasto, un jardín tupido con árboles plantados apretadamente por todas partes. Los dos batientes de la gruesa verja de entrada, blanca y limpia, estaban anclados a unos enormes pilares de piedra que daban al conjunto un aire de fortaleza. Sobre una placa de cobre resplandeciente aparecían grabados los nombres de los propietarios, Dalibor y Laüme Galjero, unos nombres extranjeros cuyo origen no fui capaz de determinar. A la altura de mi cabeza, en un bronce muy oscuro, dos series de tres medallones de piedra corrían a lo largo del muro a uno y otro lado de la entrada principal. Las figuras, finamente grabadas, representaban monstruos, demonios, híbridos de rasgos repulsivos. Por un instante pensé en pulsar el botón del timbre que sobresalía por debajo de la placa de cobre; pero estimé más prudente informarme sobre esas personas antes de presentarme sin ningún motivo válido ante su puerta. En lugar de eso, decidí recorrer el muro para evaluar al menos el tamaño de la propiedad y verificar la eventual presencia de otras entradas. Creo que tuve que caminar unas ciento cincuenta yardas antes de llegar a la esquina de una nueva calle, y luego aceleré el paso para continuar mi recorrido y obligarme a dar la vuelta completa al recinto. A primera vista, la villa y el terreno debían de ocupar un cuadrado de trescientas o cuatrocientas yardas de lado, lo que representaba una superficie enorme situada en la zona más hermosa del barrio residencial de Calcuta. Como había esperado, acabé por descubrir una puerta de servicio que se abría en la parte trasera del dominio. Estaba cerrada con llave y flanqueada por los mismos extraños medallones que decoraban la entrada principal. La calle en que me encontraba era estrecha, oscura, iluminada aquí y allá, no por farolas con bombillas eléctricas, sino por algunas lámparas de gas que emitían una luz temblorosa y totalmente insuficiente. Tal vez fuera ésa la razón de que no comprendiera inmediatamente lo que sucedió entonces.