No muy lejos del portal había un pilón de piedra bastante alto que servía de soporte exterior del muro. Me encaramé a él y, a partir de esta posición elevada, traté de sujetarme a algún resalte para izarme hasta lo alto de la pared. Torpemente, buscando a tientas, localicé una grieta entre dos piedras, me apoyé en ella y me levanté lo suficiente para echar una ojeada al interior del parque. A pesar de la densa oscuridad, adivinaba algo entre los árboles. A mi izquierda se destacaba una masa compacta, inmóvil. Tras forzar la vista discerní la silueta de una especie de torre de estilo oriental, medio stupa medio pagoda, una edificación excéntrica de la que sólo se distinguía con claridad el tejado puntiagudo, formado por planos encajados que se recortaban sobre el cielo oscuro. Entonces, inexplicablemente, me sentí dominado por un vértigo espantoso, acompañado de una violenta náusea. Mis manos soltaron la presa y las suelas de mis zapatos se deslizaron de sus puntos de apoyo. Caí pesadamente y me golpeé la frente contra el duro suelo. El impacto fue tan fuerte que durante un instante perdí el conocimiento. Aturdido, con el sentido de la estabilidad tan alterado que me era imposible levantarme y caminar, permanecí apoyado sobre las manos y las rodillas, temblando de arriba abajo. La sangre se deslizaba hasta el suelo formando un charquito rojo bajo mis ojos. Me había abierto una ceja. Aunque la herida no era profunda ni grave, sentí un dolor exagerado que acabó de revolverme el estómago. Tuve un infernal ataque de náuseas, y sin poder evitarlo, me puse a vomitar, babeando, gimiendo, temblando lamentablemente, durante un tiempo que me pareció interminable.
Finalmente la crisis pasó. Me levanté como pude de entre la porquería -una mezcla de sangre, bilis y deyecciones- en la que estaba bañado y traté de volver hacia la parte delantera de la casa, donde tal vez podría encontrar ayuda. Penosamente, jadeando, con la espalda encorvada y las sienes oprimidas por una tenaza de hierro, conseguí ponerme en marcha, y después de caminar unos pasos, no sé por qué, me volví y miré los medallones de bronce empotrados en el muro. Un sudor helado cubrió mi cuerpo. ¡No cabía duda, los rostros de los demonios me miraban fijamente! O ésa fue al menos la impresión que tuve entonces… Era como si sus ojos estuvieran abiertos y me taladraran, como si sus bocas tendieran hacia mí sus colmillos relucientes, como si de pronto hubieran cobrado vida y se divirtieran viéndome así magullado, desamparado… Tuve esta visión, sentí ese horror… Y me desvanecí.
Sobre la piel de mi espalda, el círculo de acero del estetoscopio estaba frío y aquello no me gustaba. Tensé los músculos de los hombros y me sacudí como un caballo nervioso.
– ¡No se resista, teniente Tewp! ¡Nunca he visto a un paciente tan… impaciente y desagradable como usted! ¡Respire hondo en lugar de hacer el tonto!
Resignado, llené mis pulmones con el aire saturado de aromas de mixturas medicamentosas que flotaba en el gabinete de consulta donde me examinaba uno de los veintiocho oficiales de sanidad diplomados y titulados con que contaba el hospital militar de Calcuta.
– Bien. Migrañas, dolor de vientre, aturdimiento, desvanecimiento… Y además esta pequeña herida abierta sobre el ojo ocasionada por una caída. ¿Es eso, no?
Entre dientes solté un «sí» sobrio y enojado.
– ¿Y qué puede decirme respecto a esto? -me preguntó, señalando la base de mi cuello.
– No sé… No lo he visto hasta esta mañana. Pero no era tan grande y no me quemaba…
El capitán médico Nicol era un veterano colonial próximo a la sesentena, un hombre apuesto, esbelto, con una barba plateada bien recortada y cabellos grises cortados al rape. El doctor no bebía, no juraba, y sin duda me hubiera caído simpático enseguida si me hubiera encontrado en una mejor disposición de espíritu.
– No tengo ningún comentario particular que hacer en lo que concierne a su ceja reventada. La herida se ha cerrado por sí misma pero, a pesar de todo, le daré unos puntos de sutura para que le quede una bonita cicatriz. En cuanto a las contracciones de estómago y los efluvios, bien… digamos que tal vez simplemente haya comido alguna porquería que no digiere; le daré algo para eso… Pero este prurito en la punta de la garganta me preocupa mucho. Con mayor motivo aún porque hay otros dos en formación, en la espalda. Uno en la nuca y otro a la altura de las lumbares. El segundo incluso empieza a supurar…
– ¿Y qué puede ser? -pregunté, rememorando con angustia las agujas que Keller había plantado en mi retrato.
Nicol se encogió de hombros en señal de ignorancia.
– De momento me limitaré a desinfectar y vendar. Tal vez se trate sólo de una alergia pasajera. Pero vuelva a verme mañana; es muy importante que supervise esto de cerca.
Atiborrado de medicamentos para luchar contra la migraña y el estado nauseoso que no me habían abandonado desde la víspera, salí de la consulta de Nicol para afrontar otro problema: el de la confrontación con Gillespie. Aquello prometía ser delicado, porque tendría que dar explicaciones tanto sobre mi registro en el Harnett como sobre mi incidente en Shapur Street.
En presencia de Edmonds, que se balanceaba con actitud fanfarrona en su silla, Gillespie me escuchó sin decir nada, sin mostrar ninguna reacción, pero en apariencia interesado en oír las explicaciones que tenía que darle. Cuando hube acabado de resumir los acontecimientos que me habían conducido de la habitación 511 a Shapur Street, Gillespie suspiró, cogió la regla de madera que descansaba sobre su escritorio y se entretuvo lanzando golpes al aire, como si mi relato, en lugar de contrariarle, o incluso enfurecerle, simplemente le hubiera aburrido en grado sumo.
– ¡Tewp -soltó por fin-, creo que es usted un incompetente! Actúa como le sale de las narices sin pensar ni por un segundo en que sólo es uno de los miembros de un equipo. En primer lugar, hubiera debido decirnos que era incapaz de llevar un seguimiento correctamente. Además, nunca, en ninguna circunstancia, hubiera debido lanzarse de improviso a registrar las habitaciones de Keller estando solo. En cuanto a lo que encontró allí… no sé si esto tiene mucha importancia pero…
Echó un vistazo a su reloj y palmeó la caja con la punta de la regla.
– …pero ¡dentro de veinte minutos exactamente habrá dejado de ser nuestro problema!
– ¿Que ya no es nuestro problema, capitán? ¿Qué quiere decir?
– Si ayer no me encontró en mi despacho, Tewp, fue porque precisamente me estaban comunicando que el expediente Keller está a punto de ser asumido por otro equipo.
La noticia me conmocionó.
– ¿Cómo es eso, mi capitán? No hemos hecho más que empezar a vigilar a esa chica… ¿Quién ha dado esta estúpida orden?