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– Sabe, Tewp, yo combatí a Alemania en las trincheras, de eso hace veinte años. Fue terrible. Sus soldados eran orgullosos, valientes, y no economizaban en absoluto sus fuerzas. Nos destripamos. Fue algo terrible y estúpido. Pero, en fin, así fueron las cosas… Y luego ganamos nosotros. De hecho, tal vez estaría más próximo a la verdad decir que jugamos a los vencedores; al no tomarnos el trabajo de llegar hasta Berlín, no hicimos nuestra tarea correctamente. Dejamos que su país se hundiera en una guerra interna cuando hubiéramos debido tener la fuerza necesaria para construir un régimen sólido, compatible con el nuestro. ¡Pero no! En lugar de eso, humillamos a esa gente en Versalles. Y ahora resulta que, con su nuevo canciller, quieren tomarse la revancha. Es humano. Y cuando un pueblo ya no tiene nada que perder, es que tampoco tiene ya nada que temer. Entonces se convierte en un enemigo mortal para unos pueblos tan bien alimentados, tan prosaicamente socialdemócratas como hemos llegado a ser nosotros y los franceses… ¡Si estalla una guerra con Alemania, no apostaría ni un céntimo por nuestro bando!

– Pero coronel, ¡esto no puede suceder! Y aunque ocurriera, esta vez tendríamos a los americanos con nosotros desde el principio -balbuceé sin reflexionar seriamente, como un escolar recitando una lección aprendida de memoria-. Los alemanes son conscientes de que Estados Unidos entrará en guerra en nuestro bando en el preciso instante en que se produzca el primer disparo de fusil en Europa. ¡Esta vez no se atreverán!

– Si realmente cree en lo que dice, Tewp, en el mejor de los casos es usted un ingenuo, y en el peor, un imbécil -gruñó Hardens-. Estados Unidos entró en guerra en 1917 junto a los aliados esencialmente para proteger sus inversiones, los créditos de guerra que nos habían concedido a nosotros, los británicos, y también a los franceses. Recuerdo muy bien ese año. El frente ruso se hundió, llevando a divisiones enteras de combatientes enemigos al frente oeste. En el Atlántico, los U-Boats llevaban la batuta y hundían todos los cargueros que trasladaban el oro europeo a los bancos americanos. En las trincheras de los valientes de 1914, las sublevaciones estaban a la orden del día… ¡En 1917, muchacho, esos tipos estaban muy cerca de darnos a todos sopas con honda! Y ya puede imaginarse que con una bandera con la cruz de Malta ondeando sobre la torre Eiffel y tal vez incluso sobre el palacio de Buckingham, era imposible que Washington recuperara nunca los fabulosos préstamos concedidos a Londres y París. ¡Piense un momento en la cara que debieron de poner los accionistas yanquis cuando oyeron que los Krauts iban a privarles de sus dividendos! El torpedeo del Lusitania y esas historias de alemanes fomentando un golpe de Estado en México les dieron un buen pretexto, ¡pero la clave del asunto no estaba ahí, sino en los corros de su Wall Street!

– Tal vez, mi coronel, pero aún me cuesta comprender qué tienen en común actualmente Alemania y la India… Una inmensidad les separa, sus culturas son radicalmente distintas… Y además, el Reich no es una verdadera potencia marítima. No controla los estrechos. ¡No tendría, como nosotros, la posibilidad de mantener vías comerciales entre el subcontinente y Europa! ¿Qué tenemos que temer de esta gente aquí?

– ¡Usted mira los mapas con ojos demasiado ingleses, Tewp! Deje de considerar los mares como rutas privilegiadas. Recuerde la Ruta de la Seda. Una buena organización de su red fluvial, con canales excavados aquí y allá y líneas ferroviarias establecidas en lugares estratégicos basta para articular sólidamente la Europa continental con Mesopotamia, e incluso con el valle del Indo. Con algunos regímenes fuertes que garanticen la estabilidad a lo largo de todo su recorrido, las vías terrestres son mucho más prácticas que las vías marítimas. Esta es nuestra pesadilla de insulares. ¿Qué sería de nosotros si el continente se federara orgánicamente en torno a una gran línea de comunicación que le enlazara con los recursos energéticos de Oriente Medio y las riquezas de la India? El mundo ya no nos necesitaría. Nos convertiríamos, para Europa, en lo que Islandia es para Escandinavia: una periferia inútil. ¡Nada más!

– Pero ¿dónde están los lazos objetivos entre Berlín y Delhi? -insistí.

– Estos lazos son bien reales, por desgracia. Si no me equivoco, hace una semana larga que está entre nosotros, ¿no es cierto? ¿Le es familiar ya el nombre de Subhas Chandra Bose?

– ¿Bose? Creo que un oficial del servicio ha redactado una ficha sobre él. Es un independentista. Pertenece al Congreso Nacional Indio de Gandhi, pero sólo es una figura marginal, un teórico aislado. No un cabecilla.

– ¡De ningún modo! ¡Se equivoca! No desestime la importancia de Bose. Su influencia no hace sino aumentar. Es un hijo espiritual de Tilak. Es decir que, a diferencia de Gandhi, Nehru o Patel, no es un adepto de la no violencia, sino todo lo contrario.

– ¿Tilak? -pregunté, sin atreverme a rechazar el sospechoso punto que Hardens me tendía.

– Un erudito. Especialista en los Vedas, muerto en los años veinte. Su prestigio es aún muy grande entre los intelectuales nacionalistas. Bose se inspira en su doctrina política y en su inclinación por la acción violenta. Ése es el personaje al que debemos vigilar de cerca ahora. A él, a sus lugartenientes y a los extranjeros que pululan en su entorno. No hablo de estos falsos diplomáticos del consulado general de Alemania en Calcuta, que no son más que unos informadores de tres al cuarto. No. Los que nos interesan realmente son los inclasificables, los francotiradores. A pesar de su origen civil, tiene usted rango de oficial a todos los efectos en este servicio, y yo ando escaso de personal activo. De modo que trabajará sobre el terreno. Vigilará a los contactos extranjeros de Bose. ¿Quiénes son? ¿Para quién trabajan? Eso es lo que quiero saber. El capitán Gillespie le dará los detalles mañana por la mañana. Ya está avisado. Hará su estreno con él. Es un hombre inteligente. Será un muy buen comienzo para usted…

Durante un instante me sentí incapaz de decir nada. Nunca me había planteado la posibilidad de pasar a primera línea. Abrumado y resignado, aplasté mi cigarro sin decir palabra y me despedí reglamentariamente de mi superior, con un nudo en el estómago. Ya había dado media vuelta cuando la potente voz de Hardens resonó a mi espalda.

– ¡Tewp, una última cosa!

– ¿Coronel?

– Creo que aún no he tenido ocasión de decírselo, y lo lamento… ¡Bienvenido a las Indias, teniente!

UN SUPERIOR Y DOS SUBORDINADOS

Me costó bastante conciliar el sueño en el curso de lo poco que quedaba de esa noche. La peculiar conversación que acababa de mantener con Hardens, y, sobre todo, la noticia de mi nuevo destino como oficial sobre el terreno, me habían puesto los nervios de punta. Me sentía irritable, culpaba al mundo entero de mi situación. En mi descargo, y para explicar estos arrebatos, tal vez deba decir que, desde el día en que entré por primera vez en el cuartel general de la Firma, en Londres, apenas había tenido un momento de tranquilidad. Fue el 19 de enero de 1936 -lo recuerdo mejor que la fecha de mi llegada a las Indias-, el mismo día en que los diarios habían anunciado la muerte de Rudyard Kipling.

Después de cumplimentar unas breves formalidades, me habían destinado a un trabajo de oficina al que sólo con cierta mala fe se hubiera podido aplicar el calificativo de estimulante. Sin embargo, durante algunos meses me sentí allí, si no feliz, al menos perfectamente tranquilo. En esa época estaba persuadido de que iba a permanecer en ese puesto durante un período bastante largo, y en consecuencia empecé a fabricarme una vida personal a mi medida: simple y discreta, instalado en un pequeño apartamento amueblado que me alquilaba una viuda carente de curiosidad pero no fría. Disfruté sin problemas de este remanso de paz hasta que llegó el día en que me comunicaron mi traslado a las Indias. Pese a mis reticencias, finalmente resolví embarcar en la fecha señalada en el Altair, un paquebote civil que cubría la ruta de Calcuta.