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– ¡No se embale, Tewp! Esta orden emana de un superior, evidentemente. Superior a usted igual que a mí… Y en ningún caso le incumbe juzgar sobre su pertinencia… Es a causa de Küneck, si le interesa saberlo…

– ¿Küneck, el jefe del SD Ausland? -dije, completamente desconcertado.

– El mismo. Cuando informamos a nuestra gente de Delhi de que Küneck se había desplazado aquí al inicio de la semana para ver a Keller, al parecer les dio un ataque. Un auténtico puntapié en el hormiguero, podría decirse. Avisaron a uno de sus capitostes, que ha ordenado que lo paráramos todo. La operación de vigilancia se acaba, para nosotros, exactamente al final de la hora en curso. Ahora serán ellos los que se ocupen. Y además creo que…

Gillespie interrumpió la frase y se mordió los labios, como si lamentara haber empezado a hablar.

– ¿Y además, capitán? -le animé.

– Hum… Y además creo que se cuece algo insólito. No adivino qué exactamente, pero estos últimos días corren rumores… Se diría que la India, de pronto, interesa mucho a los servicios de la metrópoli. No sabría precisar de qué va el asunto… En fin, ya veremos. Sea como sea, teniente, las órdenes, para nosotros, son muy explícitas: la operación Keller se interrumpe. Volvemos a la rutina habitual… Dicho de otro modo: ocupamos la jornada tratando de hacer olvidar a nuestros superiores que existimos. ¿Está claro, Tewp?

– Pero, si me lo permite, capitán, ¿qué opina el coronel Hardens de esto?

– Nada, ya que se ha desplazado a Delhi por un período de diez días. Seguramente a su vuelta elegirá un nuevo destino para usted. Algo que encaje mejor con sus capacidades. De modo que hasta ese momento deje de darle vueltas a la cabeza y aproveche esta oportunidad para descansar un poco y pasarlo bien. ¡Tiene usted un aspecto horrible!

ALGUNOS ENCUENTROS Y UN COMBATE

¿Qué podía significar, en la India de los años treinta, la expresión «pasarlo bien» en boca de un capitán del ejército colonial? A grandes rasgos diría que consistía en alcoholizarse hasta el embrutecimiento, frecuentar las casas de tolerancia, jugarse la soldada a las cartas o a las carreras de galgos, o bien también tratar de aprovecharse de la mente lujuriosa de alguna occidental abandonada por un marido demasiado ocupado con sus negocios o sus propias amantes nativas. Así podían resumirse más o menos las distracciones comunes de la Calcuta de los europeos en aquellos años, y esto, aparentemente, contentaba a todo el mundo. En cuanto a mí, yo no tenía, por descontado, una especial afición por ninguno de estos pretendidos placeres. Decididamente no: nunca me habían entrado ganas de abandonarme a esta clase de comportamientos. Y además, en aquellos momentos me sentía terriblemente ofendido, humillado incluso, y esto me quitaba todas las ganas de consagrar mi tiempo y mis pensamientos a nada que no fuera el asunto Keller. Que había actuado torpemente en el curso de estos últimos días era una evidencia, pero no por ello merecía las miradas cargadas de desprecio que Gillespie y Edmonds no habían dejado de lanzarme mientras presentaba mi informe. Tampoco quería que me destinaran de nuevo a ocupar un puesto en algún departamento administrativo. Confusamente, y pese a mis terribles aprensiones iniciales, sentía que, al fin y al cabo, poseía cierta predisposición para la acción. Con un poco de práctica, estaba seguro de poder representar un digno papel. Y además, y sobre todo, estaba Keller y las operaciones diabólicas que practicaba sobre mí. No había hablado abiertamente a Gillespie de aquel asunto; en su lugar, había preferido explicarle el arsenal de bruja que la austríaca había acumulado en su habitación, sin precisar mi implicación en tales artes. Aquello no le incumbía. Era un asunto personal, una cuestión entre la austríaca y yo que debía resolver con urgencia. Pero ¿qué podía hacer yo al respecto? ¿Llamar a su puerta y conminarla a que me explicara qué suerte me tenía reservada? Era una solución simple y tentadora; pero seguramente antes de que hubiera dado diez pasos por el vestíbulo del Harnett, uno de los nuevos espías encargados de su vigilancia me habría detenido. Porque, en este sentido, yo no me hacía ilusiones: el despacho de Delhi disponía de agentes eficaces. Mucho mejor preparados y mejor organizados a veces que los de Bengala. Aunque hubieran dejado escapar a Küneck, apostar por su incompetencia hubiera sido una estupidez por mi parte. ¿Y entonces? No sabiendo muy bien cómo actuar, tomé la resolución de informarme sobre los Galjero de Shapur Street que, ahora lo sabía, habían recibido la visita de Keller mientras yo registraba su habitación. Si eran extranjeros, seguro que les habrían consagrado una nota en algún sitio.

Con una sonrisita de inteligencia que le tensaba el rostro granizado de acné, un joven suboficial me condujo amablemente hasta el pasillo correcto y depositó en mis manos el pesado dossier de los rumanos. Porque el expediente abierto sobre los Galjero no se reducía a una ficha de cartón, sino que ocupaba un volumen entero. La amplitud de la búsqueda que debería efectuar me provocó tal suspiro que el archivero se volvió hacia mí sonriendo ampliamente, encantado de encontrar un pretexto para iniciar la conversación.

– El matrimonio Galjero nos proporciona material para uno de nuestros más gruesos expedientes -dijo con una vocecita fina-. Puedo ayudarle a seleccionar todo esto…

Era evidente que la perspectiva le complacía, de modo que acepté, y después de que me hubiera dicho que se llamaba Eric Arthur Blair, documentalista de primera clase destinado al MI6 de Calcuta desde hacía dos años y cuatro meses, nos instalamos uno junto a otro en una mesa, como dos escolares en su pupitre, con un centenar de documentos extendidos ante nosotros.

– ¿Sabe lo que busca, o necesita antes una introducción general?

Me apunté de buena gana a la introducción general.

– Bien -asintió el pequeño archivero con aire ilusionado-, entonces empezaremos por la biografía del señor.

Sus largos dedos pescaron con seguridad un retrato de entre un juego de fotografías. Me lo tendió. Era un hermoso retrato de cuerpo entero, firmado por un fotógrafo de Londres. Enseguida reconocí los rasgos regulares, la mirada segura y el aire de fiera del hombre que posaba en la foto. No era difícil, porque Ostara Keller no había parado de dibujarle a lo largo de las últimas páginas de su libreta.

– Sir Dalibor Galjero, Esquire -dijo Blair en tono afectado-Nacido el 25 de octubre de 1899 en Bucarest, Rumania… Familia de grandes terratenientes. Sin profesión. Vive de sus rentas. Casado con…

Una nueva fotografía surgió entre los dedos del documentalista.

– …lady Laüme Galjero, asimismo ciudadana rumana. Nacida en febrero de 1902 en Tulcea, localidad situada en la desembocadura del Danubio. Sin profesión… Hija de grandes terratenientes.

Antes de coger la foto que me tendía, ya sabía a quién iba a ver. Era, efectivamente, esa mujer extraña que también había dibujado y fotografiado Keller, la hermosa Venus de vientre liso que mezclaba sus rubios cabellos con los negrísimos de su esposo. Evidentemente aparecía mucho más casta en este retrato oficial que en el realizado por la austríaca, pero aquello no le hacía perder ni un ápice de su magnetismo. La mujer, decididamente, era una belleza. Coloqué las dos fotos ante mí.

– Esta pareja no debe de pasar inadvertida -dije tanto para mí mismo como para animar a hablar al archivero.

– ¡Tiene toda la razón, oficial! Sir y lady Galjero se cuentan entre las personas más admiradas en los círculos mundanos de al menos tres continentes. Se les ve en París, Londres o Berlín, tanto como en Nueva York, Chicago y Buenos Aires, o en Hong-Kong, Singapur y… Calcuta, donde poseen una gran villa.

– En el 19 de Shapur Street -dije yo.

– ¡Exacto! Ya veo que les conoce un poco… ¿Se ha cruzado alguna vez con ellos?